Señores del botón:

Su despacho.

Me dirijo a ustedes en la oportunidad de improrarles lo siguiente:

Si os encontráis ante la imperiosa necesidad de “poneros al servicio de tal y cual cosa, y de defender los principios y tal, y las instituciones y tal y el legado de no se quien y esas lavativas que se sabe que defendéis*”; y que si producto de tamaña circunstancia os veis en la obligación moral de presional el dichoso botón… me da igual quién lo haga primero, os pido en nombre de los mortales y en el mío propio, que os lucáis. No dejéis sobre la faz de la tierra ni un colibrí. Por caridad, vaciad el arsenal y acabad con toda forma de vida sobre el planeta, aniquilad completamente al enemigo y también a los amigos que pasaban por allí, incluso a aquel que venía a preguntar por la dirección de una confitería.

Por favor, os lo pido. Que no valdrá la pena seguir viviendo entre un montón de sapiens mal mataos, gimiendo de dolor por la radicación gamma y pasando necesidad. Que no es plan destruir completamente, pero a medias. Y no os metáis en bunqueres ni esas mierdas. Si vais a apretar el botón, hacedlo mirando al mar.

Ahora bien, si no es el caso, si no estáis dispuestos de verdad-verdad a jugar al juego de suma cero de la Destrucción Mutua Asegurada del venerado Von Neuman… os recomiendo reunir a vuestra familia, mirarle a los ojos a cada uno y proponerles un fin de semana en la playa o la montaña (o de mantita en casa), con el doble propósito de relajaros y de dejarnos en soberana paz.

Confío en que Dios, todopoderoso, tomará nota de su garrafal error de diseño y en una eventual nueva versión (sic), dotará a todos los machos homo sapiens de las mismísimas dimensiones de pene, semejantes al milímetro, como forma infalible de evitar las guerras.

Sin más a qué hacer referencia, me despido con palabras de estima.

El cartero.

*Eterna gloria al maestro Nazoa.

 

Postureo pandémico

Mi memoria se hace mayor. Así que, aunque estaba casi seguro, opté por repasar la hemeroteca para cerciorarme. Y en efecto: no encontré referencias. No hay registros de que a principios de siglo se hubiesen llevado a cabo grandes manifestaciones por todo el planeta, de esas de pancartas, gritos y gas lacrimógeno, en contra del sildenafilo y mucho menos del tadalafilo.

Os juro que he escarbado mucho en su búsqueda, pero no encuentro evidencias de que nadie cuestionara la serendipia del descubrimiento farmacológico, ni se interesara por los cuestionables plazos de los ensayos clínicos. Tampoco hallo referencias sobre dudas o miedos, aunque fuesen someras, sobre los posibles efectos secundarios a corto y largo plazo. Nada de nada. Ni siquiera una vulgar teoría de la conspiración o terribles amenazas contra la libertad individual.

Y no eran cosas menores. Entre los efectos secundarios de aquellos fármacos se encontraban (y encuentran) nauseas, migrañas, dolores musculares, taquicardia, vértigo, erupciones cutáneas, sangrado nasal, accidentes cerebrovasculares, perdida de audición y una curiosidad cromática de la vista que hacía que todo se viera azul y que la gente se tomó con jocosa tranquilidad. En un análisis personal, la mar de objetivo, los pacientes afirmaban que los beneficios compensaban con creces todos y cada uno de los riesgos. Que se administraban sus dosis con confianza ciega en las garantías de las farmacéuticas y las veces que fuese necesario. Que estaban muy agradecidos por lo que la ciencia era capaz de hacer por la humanidad.

Veinte años después, ante una pandemia de estas proporciones, el movimiento antivacunas-covid me resulta, honestamente, el más absurdo de los postureos pandémicos. Pero no puedo hacer nada. El postureo está amparado por el estado de derecho. ¿O no?

La mascarilla como moral

Hará unos cuarenta años el maestro José Luis Aranguren invitaba a los españoles a que adoptaran la frágil y naciente democracia como su nueva moral*. Apenas habían pasado unos días del fallido golpe de estado del veintitres de febrero de mil novecientos ochenta y uno, y era palpable que la gente ya estaba desencantada y más pendiente de las cosas de cada uno que de las de todos. Para entender el pragmatismo de lo que estaba pidiendo Aranguren habría que reflexionar un rato, aunque estuviese mal visto. Prometo no mirar, tómese su tiempo y piénselo.

En democracia, no hacer daño al prójimo al ejercer nuestra propia libertad es un concepto dificilísimo de asimilar, pero es el fundamento de la convivencia, el pequeñísimo gen que define la forma de ser juntos. Si muta, ya no hablamos de democracia.

¿Y si en un alarde de mininalismo adoptamos la mascarilla como nuestra nueva moral?

Daría para mucho. Al menos, sería una moral tangible, portatil, de quita y pon. Serías un demócrata de pro sin apenas darte cuenta.

*Nuestro compasivo DRAE tienen hasta nueve acepciones, consúltele y elija una.