Höφp y el matrimonio

Mi apreciado doctor SԀӫmek fue sometido durante el verano pasado a un antejuicio de méritos. A pesar de las férreas bases de la ejemplar democracia de Höφp, hay instituciones intocables, como la del Secreto de Amantes; y en el fondo, todo el mundo sabía que aquello iba a ocurrir. Decidí viajar y ofrecerle mi compañía en aquel trance, especialmente, cuando me enteré de que había decidido defenderse a sí mismo de las acusaciones de abolicionista.

Como ya hemos comentado en entregas anteriores, en Höφp la ley autoriza a las personas casadas y que reúnan ciertas condiciones a tener un amante secreto con reconocimiento legal. Es importante insistir en que sólo aplica a las personas casadas y que no se puede tener un amante secreto que no lo esté. La institución del Secreto de Amantes no contempla la separación, así que suele ser, de normal, y siempre según los estudios oficiales, una relación vitalicia y más genuinamente estable, longeva y satisfactoria que la del matrimonio. Éste último posee igualmente algunas peculiaridades en la avanzada legislación de este país. Por ejemplo, a diferencia del Secreto de Amantes, el matrimonio es un contrato de renovación bianual con un periodo de disentimiento de catorce días tras cada renovación, no está limitado en el número de cónyuges, aunque por una arraigada tradición rara vez supera los tres. Tampoco tienen limitaciones por género biológico y, curiosamente, permite el matrimonio de un solo partícipe. Habitualmente se recurre a este último caso por sus beneficios fiscales lo que ha tenido siempre bajo sospecha a Höφp como un paraíso fiscal encubierto.

La acusación de abolicionista son palabras mayores en aquel bucólico país, así que el doctor SԀӫmek, muy hábilmente, decidió dar un agresivo giro narrativo a su defensa y focalizó todo el análisis de su cruzada por la abolición del Secreto de Amantes en la demostración de que no servía más que para justificar la depauperación de la institución del matrimonio y alejarnos culturalmente de nuestro entorno, una mancha en la cosmovisión del mundo occidental.

En su argumento, realmente el mismo de su tesis doctoral, pero contado para ser digerido por las masas (su juicio no dejaba de ser publicidad gratuita a su movimiento), insistía en una comparación bastante didáctica: El matrimonio moderno occidental responde a tres tipologías básicas. Por un lado está el basado en una relación inmobiliaria, aquellos que se casan para adquirir una vivienda y cuya relación gira entorno a la hipoteca (común en Europa) o en el simple acceso a techo independiente aunque no en propiedad (más anglosajona). En segundo lugar, los matrimonios que evolucionan hacia una relación logística, centrada normalmente en la crianza de la prole y que puede incluir actividades de avituallamiento legal, educación, asesoría emocional o simple chófer urbano. Y, finalmente, los matrimonios pingüino, que responden a una relación épica de convivencia basada en el amor y la aceptación mutua. Casi un tipo tan ideal como ultra minoritario, despreciable en la estadística oficial, pero muy popular en las región norte del país donde el Secreto de Amantes está menos extendido; y obviamente, en el cine.

Así las cosas, el doctor SԀӫmek promueve su oposición al Secreto de Amantes centrándose en dos aspectos. Primero, que aquello no es más que una rémora del pasado cuyo coste a las arcas públicas es muy alto (bolsillo). Segundo, que no es más que burda y absurda hipocresía social (moral). Se estima que por cada pareja de amantes secretos se requieren cuatro funcionarios para el mantenimiento de las garantías de privacidad, además de la pensión de amantés a la que tienen derecho los implicados. En lo que concierne a la hipocresía social, mi querido amigo pone como ejemplo a nuestros vecinos de occidente, que han sabido superar las trampas biológicas y han asumido con total pragmatismo la inexistencia del amor y la pura función organizativa del matrimonio, que no es más que una creativa consecuencia de la invención de la agricultura y del efecto de los excedentes productivos en la evolución humana.

Todos los juicios que afecten a leyes fundamentales de Höφp requieren de un jurado representativo. Es precisamente ésta la vía de escape que suelen tener las defensas de los abolicionistas para alargar el proceso indefinidamente. Entre los treinta y siete miembros del jurado deben estar representados todos los intereses de la sociedad, incluidos los amantes secretos, que para poder se elegidos como jurados deben pasar por un engorroso sistema de encubrimiento para garantizar sus derechos de anonimato. Los amantes rara vez se exponen tanto. En la memoria colectiva sigue presente el icónico caso de el Estado contra Eucledius-Füizt de 1677 en el que un fallo en los procedimientos, un mínimo despiste, dejó al descubierto una turbia cadena de amantes de conveniencia que llegó a salpicar a la familia Real.

Pero el caso que nos ocupa es aún un antejuicio de méritos. Mientras escribo estas últimas líneas no puedo evitar el escalofrío que recorre mi espinazo al recordar la primera pregunta del fiscal luego de que mi querido doctor SԀӫmek hubo terminado su argumentación:

—Ciudadano Aurdionus SԀӫmek, le recuerdo que está bajo juramento. ¿Entiende lo que implica?
—¡Lo entiendo plenamente!, respondió el doctor SԀӫmek en alta, clara, e inteligible voz.

Y entonces llegó la pregunta crucial, tan inesperada y rastrera como legal.

—Responda entonces: ¿Tiene usted o ha tenido un amante secreto?

Porqué los niños deben ver épica científica

A priori, resulta una muy mala recomendación. Someter a los niños a un mundo de egos exorbitados, salarios de miseria, explotación y malos tratos perfectamente asumidos; una jerarquía cuasiclerical con muchos papas, y una galería de actores obsesionados con publicar bajo el férreo control de las publicaciones científicas: si no publicas no eres nadie (y si no eres citado menos). Las publicaciones saben muy bien que sólo existe la ciencia que se expone en ellas, por mucho que se escuden en la validación por pares para justificar la rigurosidad. Un rigor, dicho sea de paso, harto difícil de mantener cuando hay que decidir entre la propuesta rupturista de un anónimo equipo -no-apadrinado y el comentario insulso firmado por una celebridad.

Si a esto sumamos el calvario para conseguir financiación (pública o privada) por la que pasan los científicos, especialmente aquellos que quieren dedicarse a la habitualmente calificada como inútil investigación básica, creo que podemos concluir, y podría seguir, que es, efectivamente, una mala recomendación. De hecho, aunque sea triste admitirlo, muchas de las grandes promesas que carecieron de cintura necesaria para bailar en el citado ambiente terminan en la, a mi juicio, honrosa divulgación científica, vistos por encima del hombro por los “científicos” de verdad. En especial, por los científicos-gestores —llenos de carísima político— que pueden firmar sin escrúpulos los logros ajenos como si fueran propios. ¡Ah!, y no sólo por ellos, es triste, incluso por sus compañeros menos relevantes.

Sin embargo, mi recomendación no se orienta en esta dirección. Me refiero mas bien a la búsqueda de la felicidad a través del hacer la ciencia. La épica a la que aludo, es la que podemos ver en muchas vidas menos fulgurantes y que están detrás de muchos grandes descubiertos o hazañas técnico-científicas. Lo bueno de la ciencia, es que se basa en un método que tarde o temprano puede sacar a la luz las miserias humanas a las que aludía antes. Es un método lento, pero seguro.

Algunas de las cosas que pueden combatirse con esta exposición a la épica científica (en realidad a cualquier épica sana), es la muy peligrosa incapacidad de las nuevas generaciones en dos aspectos fundamentales: i) la incapacidad para resistir la postergación de la recompensa, es decir, la tendencia a todo aquello que ofrece gratificación inmediata y ii) el sufrimiento que experimentan, diría que incluso físico, cuando son sometidos a un mínimo de ejercicio mental para abordar situaciones sin masticar, es decir, distintas a las que reciben desde pequeños en la escuela. Es decir, a descubrir por sí mismos.

Por eso creo que la épica, ese tipo de exposición narrativa que fomenta valores positivos, entrega, perseverancia, autoconfianza, fracasos, muchos fracasos y pocos éxitos, podría ayudar a los niños a percibir otras posibilidades. Estoy sesgado, lo sé, pero creo en el poder la narración, porque, esencialmente, somos una máquina que procesa narrativas y crea sus valores a través de ellas.

Tragaperras de bolsillo

Ni en el más loco de sus sueños los fabricantes de tragaperras habrían podido vislumbrar a una de sus máquinas en el bolsillo de cada humano capaz de tirar de la palanquita. Y es que, al contrario de lo que suele decirse, la imaginación humana sí que tiene límites y la realidad suele estar allí para compensarla. Treinta años después de una revolución tecnológica que pensábamos que marcaría un hito (favorable) en las comunicaciones humanas, nos encontramos atrapados por una diminuta tragaperras que embota y aliena. Y no voy de demonizar al móvil, sino a micro-reflexionar sobre un modelo de negocio basado en la generación de adicción y que no ha aceptado el reto de innovar con las técnicas.

Las técnicas de las aplicaciones de hoy, de casi cualquier categoría, desde las informativas, pasando por las que narran vidas ajenas, hasta las bancarias o audiovisuales, sucumben a copiar burdamente, secos de ideas sus creativos, los mismos métodos de las máquinas tragaperras. Pulgar inquieto para tirar de la palanquita, animaciones de esperas artificiales que simulan las ruletas dando vueltas y las de un scroll infinito que promete el premio efímero más cerca cada vez. Las técnicas de la adicción en estado puro sin las advertencias que a otros sectores obliga la ley. Porque el fin es el mismo, el secuestro de la atención para rentabilizar la vacuidad.

Los productores son conscientes, pero alegan que cada humano es dueño de sus actos y, sobre todo, libre. Y con ese argumento ni siquiera se permiten algún un pequeño slogan, como los que sueltan inútilmente otros sectores como “bebe con responsabilidad”, “fumar mata” o “el juego no es un juego”. Nada. Silencio. Los únicos que se protegen levemente son los fabricantes de dispositivos, que integran funcionalidades que miden y reportan el tiempo que se pasa frente al móvil tirando de la palanquita, pero no por un impulso ético, sino para tener argumentos por si algún día llega la demanda prescriptiva.

Y aunque en parte el reclamo de la libertad tendrá siempre un gran tirón (ejercerla es una de las formas de perderla), mi preocupación no va tanto por los que hayan sucumbido ahora.  Está claro que hay una generación irrecuperable que vivirá el resto de su vida con la adicción al móvil en las mismas condiciones de las que se vive con la adicción al tabaco. Mi preocupación es, no sólo para esto, sino para muchas cosas más, el que no se esté invirtiendo ni un céntimo de los impuestos que pagamos en fomentar el pensamiento crítico en las nuevas generaciones para que aprendan a detectar cuando les están haciendo cosas como ésta y sepan protegerse por sí solos de ellas [escucho los gritos: ¡eso es adoctrinar bastardo!].

Pues vale, no adoctrinemos en el pensamiento crítico, borreguisemos que es más barato. Pero, al menos, habría que hacer un par de cositas: i) que los productores paguen impuestos (no más impuestos, simplemente que paguen impuestos) para costear las consecuencias de esta adicción y ii) controlar que no se permita el uso por parte de menores de edad de ciertas tragaperras. Sé que la legislación siempre va por detrás, pero ya que las nuevas generaciones están siendo criadas por nuestra sociedad con la tara evolutiva de no ser capaces de ver el peligro, habrá que protegerlos de él como se hace con otros sectores como el de venta de tabaco o la entrada a casinos.

Muchos me dirán: –¡Ah-Amigo!, esas cosas se enseñan en casa, como no hablar con la boca llena o pedir las cosas por favor. Pero, no sé, es que tal vez eso tampoco se enseña ya.