Despenalizad la sorpresa

Sé perfectamente que me meto en camisa de once varas, pero hay momentos en la vida en los que hay que abusar de refranes y frases hechas, coger el toro por los cuernos, hacer de tripas corazón y cruzar el rubicón con ímpetu para poner un pie al otro lado de las líneas rojas de la sociedad. Hoy es uno de esos momentos. No podemos seguir así. Corremos el riesgo de extinguirnos si continuamos por este camino de calmadas tormentas y represión.

Entiendo perfectamente las razones por las que nuestros legisladores optaron por cortar por lo sano y prohibir la sorpresa. Un consenso pocas veces visto en democracia que nos pemitió implantar un agresivo programa escolar para erradicar, desde la mas tierna infancia, los gestos de admiración ante lo impresionante, lo loable, lo extraordinario, la azaña, lo maravilloso y lo bello. Había poco que objetar, fue una medida ratificada en referendo.

Y fuimos muy efectivos. Rápidamente pasamos de un desinterezado elevamiento síncrono de hombros, gesto supermo de indiferencia, a la total inexpresividad exenta de cualquier culpa. La incapacidad para sorprendernos pasó a ser símbolo de madurez y ecuanimidad, además de un reclamo de libertad individual y la manera más popular de amputar la incertidumbre.

No pretendo ser revisionista, pero tenemos que volver a hacérnoslo ver. Por nuestro bien. Es urgente revertir aquéllo y lograr que las nuevas generaciones vuelvan a abrir la boca, arquear las cejas, sentir que se les sale el corazón y notar las mariposas en el estómago ante historias superlativas de la ciencia, números imaginarios, poemas asombrosos, cuadros imprevisibles, esculturas escandalosas, edificios hermosos, la digestión del primer beso o los alegres pliegues de las proteínas. Que sientan la felicidad súbita de admirar de forma expontánea lo que nos trajo hasta aquí: la portentosa curiosodad innata que nos permite hacernos preguntas y buscar las respuestas.

NASA: Hace 50 años ellas sólo trabajaban en la limpieza.

Ayer a mis niñas, a propósito del exitoso lanzamiento del SLS y la nave Orion hacia la luna:

Pensadlo bien chicas: Hace 50 años, la gran mayoría de las mujeres que trabajaban en NASA lo hacían limpiando las oficinas y los baños. Había un puñado de pioneras en el área de cálculo y un par de ingenieras. De hecho, entre los 450 ingenieros y técnicos que había en la sala de lanzamiento del Apollo 11, sólo había una (1) mujer. Hoy, y por primera vez en la historia de NASA, una mujer, Charlie Blackwell-Thompson, está al mando de todo en la sala de lanzamientos. ¿Os imagináis lo que le ha costado llegar allí?

Así que no dejéis que os digan que la mujeres no sirven para ingenieras o para cualquier cosa que normalmente han hecho los hombres. Los necios suelen alegar que vosotras carecéis de curiosidad natural. Pero no discutáis con quien os lo diga, simplemente, pasad de ello y cultivad vuestra curiosidad.

Hay que decírselo para que estén atentas. Hay un momento crucial entre los 8 y los 12 años, donde dejan de hacer «cosas de chicos» y pierden curiosidad. Y creo que pasa, principalmente, porque éstos siempre plantean sus intereses en escenarios competitivos mientras ellas lo hacen en entornos colaborativos. También están condicionadas por las expectativas que familia y principalmente amigos tienen de lo que debería hacer y ser una mujer. No tengo datos estadísticos o psicológicos, sólo la experiencia como padre y la intuición. Pues que no se amilanen. Que si les gusta las ingenierías, que persigan lo que sienten, que es maravilloso. Y que estén absolutamente seguras que se puede ser ingeniera (o matemática o física) sin dejar de ser mujer.

A papá le ha dado el COVID

A nuestro padre casi se le acaba la pandemia. Dejó pasar las olas sin contagiarse, como un procrastinador covístico opuesto a someterse a un destino cierto. —¿No lo has pasado? Seguro que sí, pero no te has dado cuenta, le repetían a cada rato. Pero él no es especial. Se limitó a cumplir las recomendaciones y aplicar el sentido común estadístico. Incluso acuñó el término «la mascarilla como moral» para mantenerla puesta todo lo que pudo, hasta que la sociedad en general empezó a percibir que lo inmoral era ya taparse la boca (a pesar de los muertos).

Se la quitó una tarde, en un espacio público cerrado, con naturalidad y sin parsimonia. Cincuenta y tres horas, doce minutos y tres segundos después, los síntomas comenzaron.

Nuestro padre siempre ha sido un incomprendido. Lo tiene asumido desde cuarto de primaria, y tan solo una cosa le saca de quicio: que cuando enferma, el resto del universo resuma la objetivación de su sufrimiento con una frase: ¡es un quejica!, como todos los hombres.

Jamás nos contará cómo le fue realmente en su aislamiento voluntario. Lleva seis días allí dentro tirando de frases hechas de otros supervivientes que ha leído por WhatsApp: que si parece que le hubiese pasado un camión por encima, que esto es peor que una gripe, que todo va muy lento y que siente que no avanza… que no se puede ni imaginar a los que se les complicó el asunto… la fiebre, la tos agobiante y el recurrido punzón metálico en la sien izquierda. El cansancio. El miedo.

Pero nosotras sabemos que miente. Eso sí, lo sabemos con la tranquilidad que da el poder verlo brevemente cuando le llevamos la comida. No fuimos capaces de dejársela en el suelo (eso si es inmoral), así que mamá se la ha entregado cariñosamente en mano mientras nosotras hemos mirado a una distancia prudencial desde el primer día. Nada especial. Imaginamos que es lo que ha hecho todo el mundo con sus apestados domiciliarios desde tiempos de Atapuerca. ¡Cuánto adolescente no habrá hecho un curso acelerado de adulto haciéndose cargo de sus padres y hermanos durante esta pandemia! ¡Cuánto descerebrado no habrá sentido un momento de lucidez para hacer lo que había que hacer y punto!

Si se liberara de este último grillete de su personalidad, lo propio de papá hubiese sido no hablar de fiebre, sino del infiernillo portátil al que un duende en calzoncillos alimenta constantemente desde un barril de Jack Daniels. Apuesto a que tampoco recurriría al trilladísimo camión. Iría más por sentirse como el Trieste bajando por las Marianas, pero no con Piccard y Walsh a bordo, sino pilotado por una manada de minúsculos ñus del Serengeti. ¿Mucho cansancio? No, ya conocemos a papá; para él sería algo parecido al primer mal de amores adolescente, ese que deja los ojos exhautos, cual exclusas del Canal de Panamá luego de apear a un petrolero noruego.

¿Y al miedo? Sin duda, a ese sí que le pondría la misma cara de cualquier otro papá que dudase de su suerte, aunque fuese brevemente, y le diera por enumerar una lista detallada de todas las cosas que aún no nos ha enseñado.

Aunque aún le quedarán unos días de cautiverio, es de agradecer que nos haya reportado todo el  proceso en plan frases hechas. Todo un detalle por su parte. Su afán por describir la realidad tal cual la ve, hace que sólo la entiendas si las ves como lo hace él. Así, no deja de ser absolutamente objetivo cuando la llena de hipérboles y sinestesias. Pero eso no le exime: ¡es un quejica!, como todos los hombres.