Acuarelas improbables.

Nemesio viste desgarbadamente de blanco, a juego con sus bigotes. La vida se lo gana haciéndole pintar acuarelas con escenas improbables, que la gente compra con admiración a pie de calle cautivada por su originalidad y rebuscamiento. Pero Nemesio no ve mérito en su arte; a veces, cuando está de humor, cuenta que se limita a reproducir lo que ve salir de la puerta.

Desde la acera de enfrente – cada viernes por la tarde – ayudado por la paciencia eterna del desesperanzado, adopta la postura del observador distante mientras contempla la puerta cerrada de una casa ajardinada con pensamientos morados y tulipanes naranja.

Mientras espera desdobla ocasionalmente un trajinado pañuelo turquesa y se seca la nostalgia que le escurre por la frente. Luego se aclara un ojo primero y otro después para no perder de vista la puerta. Cuando el tercer bostezo refleja la debilidad de su atención, la puerta se entreabre, como llamándole con el índice, y entonces Nemesio se prepara para acudir extasiado a los motivos que ha de pintar.

Hoy ha salido en primer lugar un quejumbroso y saturado esportillero, que carga con infinitos sacos aderezados de recuerdos, a la par que escucha en un viejo walkman sin baterías, el mantra de sus desdichas… Nemesio sólo alcanza a pensar. ¡vaya¡, se parece mí.

Después de un rato, cuando ya se ha hecho la distancia entre cata y cata, se asoma por la puerta una lección privada de francés, donde una alumna de indignación tierna le reclama a las vocales desconsoladas, el que bailen su pronunciación al son y conveniencia de las consonantes que le hacen compañía. Como los antojadizos senderos de los afectos, se dice a si mismo Nemesio.

Finalmente, y caminando con sus propias piernas, aparecen dos polímeras tazas de café acanelado, curtidas de ilusiones y auspiciadas por revelaciones alucinantes. Lo más parecido a la serenidad que Nemesio había visto jamás.

De vuelta a su taller, Nemesio pinta como si estuviera descubriendo un dibujo oculto en las entrañas de la cartulina, sin cerrar los ojos, dejando que su mano reproduzca lo improbablemente visto. Esas escenas que hacen de sus acuarelas objetos de culto a pie de calle, mientras él sólo ve mérito en vestir desgarbadamente de blanco, a juego con sus bigotes.


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Esportillero: Mozo que estaba ordinariamente en las plazas y otros lugares públicos para llevar en su espuerta lo que se le mandaba.

M.

El Señor Yamamoto

El Señor Yamamoto es propietario de una floristería muy particular. Enamorado y respetuoso de su profesión de forjador de sonrisas – como figura en su tarjeta – se niega a preconfeccionar arreglos florales y a exponer sus fotografías en un catálogo. Yamamoto argumenta que su establecimiento no es un Burguer, donde la gente señala con el dedo a un menú para saciar un instinto. Insiste en que las flores deben ser un mensajero cómplice y no un pretexto. Así las cosas, quien desee enviar flores con el Señor Yamamoto, debe concertar una cita.

Su taller derrocha minimalismo y está pintado con esos colores extraños que no tienen nombres propios, sino que los toman prestados de la naturaleza, como lila, malva o melocotón. Luego de ofrecerte una infusión de te verde y guardar un incómodo silencio de confesor benevolente, te dedica una mirada con el gesto inconfundible de quien otorga la palabra.

Eh… sólo quería enviar unas flores a una chica, Señor Yamamoto, es la obviedad con la que empiezan todos sus clientes primerizos. Él reacciona asintiendo respetuosamente con la cabeza y moviendo sus manos lentamente hacia adelante, como si estuviera en una sesión de tai chi, que fácilmente se interpreta como un: Vale, háblame de ella. El Señor Yamamoto no te quita la mirada mientras a sorbitos se bebe la infusión. Cuando te estancas ya en las simplezas, coge una flor, le acorta el tallo y comienza a preparar un ramo a medida, ataviado con una serenidad contagiosa. Mientras sigues hablando va agregando detalles, en los cuales comienzas a ver reflejados los sentimientos que describes. Si te detienes, también interpreta tu silencio, recoloca una rosa, columpia un tulipán o espolvorea una ramita de eucalipto.

Cuando no atinas a decir nada más y sólo quedan los gestos, el arreglo floral alcanza su esplendor y te quedas turulato. A veces el Señor Yamamoto no se mueve. Algunos clientes se confunden porque sienten que no se dan a entender, pero él les mitiga la incertidumbre invitándoles a continuar. Al cabo de un rato, cuando se quedan sin palabras, mirando al suelo, Yamamoto toma una rosa, la peina con suavidad y se las ofrece como producto terminado, con aquella gestualidad milenaria que prescinde de palabras: Ella sabe todo lo que deseas decir.

Pero lo que deja perplejos a quienes recurren a el Señor Yamamoto por primera vez, no es su destreza para la floristería, ni la atmósfera de su establecimiento, o lo excéntrico de su técnica, sino las disculpas condescendiente de la recepcionista, mientras te toma los datos para realizar el envío: Espero que no se haya sentido incómodo señor, lo que pasa es que el Señor Yamamoto no entiende ni pizca de Castellano.

 

estoy preñada

Soy madre soltera mucho antes de haber quedado embarazada. En mi familia no hay madres casadas desde que mi bisabuela lo prohibió en un arranque de escozor emocional; arreglándoselas – nadie sabe cómo – para que todas las niñas le cumpliéramos. Que conste que los hombres nunca nos han engañado, sólo desaparecen una mañana y ya está. Sin notita expresa, sin besitos durmientes, sin la cinematrográfica rosa roja en la almuhada de su asuencia; ni siquiera unos cuantos billetes dobladitos y sudurosos en la mesita de noche, que por cierto, no vendrían nada mal.

El amor lo vivimos a través de las comedias románticas y espiando los amapuches ajenos de las parejas ilusas del parque. Lo bueno del amor es que es producto de la imaginación y que se pueden recordar cosas sin necesidad de que hayan existido. Así mentimos con propiedad cuando le contamos a las niñas, a medida que van creciendo, quién fue su papá, cómo lo conocimos y cuándo se murió. Porque eso si, todos deben ser irremediablemente amores de muerto porque es una nostalgia para la que no hace falta desarrollar resignación.

Pero me ha tocado a mi. El doctor dice que no hay duda y que puedo estar tranquila, que todo está en order. ¡Si él supiera! Cómo le digo yo esta noche, al ánima de mi bisabuela, que estoy preñada de varón.