de la cita de Maritza y Andrés

Maritza había olvidado cómo lucir la elegancia con comodidad. A los cuarenta años y divorciada hace cuatro, no surgen muchas oportunidades para apearse de los jeans y las zapatillas, a fin de vestirse con la ilusión de una chica con cita.

Para empeorar las cosas llegará tarde, pero eso a Andrés no le importa: Es siempre puntual en la citas sólo para mitigar la ansiedad que le producen. Desde que su matrimonio tomó rumbo a lo desconocido y naufragó muy lejos de la costa, sabe que esperar es de humanos. Así que se lo toma con calma mientras juega con la esquina de una servilleta carmesí y se alisa las cejas con el meñique humedecido en agua mineral.

Disculpa Andrés, es que el papá de los muchachos no llegaba, anunció Maritza con algunos cabellos indómitos sorbidos en la comisura de la boca y unas pestañas oblicuas, que contra pronóstico, no la desmejoraban.

Los que ya han pasado por ésto, sufren de hijos y les acogota la falta de otro tipo de compañía, no se permiten el lujo de inventarse excusas, así que Andrés, con la normalidad del solidario habitual le tranquiliza: No te preocupes Maritza, la madre de mis hijos cree que siempre se lo hago a propósito.

Antes siquiera haber ordenado algo para beber, ya son cuatro en la mesa: Las citas de amor de las posguerras sentimentales carecen de intimidad, y como cualquier par de veteranos que se cruzan, se enseñan las cicatrices y se cuentan sus batallas.

Las citas de veteranos de amor sacan a flote un tipo especial de ternura. Una de andar por casa, que dista mucho de la presión mercadotécnica de causar una buena impresión. Se juega con las cartas hacia arriba, porque cada uno sabe la mano que el otro lleva.

Como cita al fin, lo único importante observar es que las risas que surjan sean sinceras y que en la sobremesa, el otro adopte la inconfundible postura del genuino interés, en la que la mano a palma abierta sirve de atril a la barbilla, mientras las miradas fluyen remojadas en un chorrito de embeleso. En la mayoría de los casos ésto y algo de química se encargan de atenuar la torpeza que producen los vestidos incómodos y la inseguridad de las cejas sobrepobladas.

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Nota del Cartero: Querido lector, pido la deferencia que pronuncie Maritza como si no llevara «t». Aunque eso de «querido lector» es una forma de hablar, porque, a ver, a quien se le ocurre pasarse por aquí un viernes santo. Eh… ¡ah si! para los que desconozcan el Caribe, entre las parejas divorciadas o en las cuales el amor ya no existe, el trato hacia sus «ex» está asociado a su función biológica con respecto a los hijos.

Cristina y el Porno (y Antonio)

Mi amigo Antonio es actor porno, y está frustrado. Anoche Cristina y yo cenamos con él – no sin cierto temor, a decir verdad – porque nos llamó después de casi un año sin contactos. Como siempre, pensamos en lo peor: una rueda de despedida de sus amigos después de recibir el diagnóstico de una enfermedad incurable. Pero no era por eso, lo hizo porque está pasando una mala racha en su carrera y confía mucho en el buen juicio de Cristina para dar consejos. Total, fue ella la que lo animó a dar el paso.

Me siento estancado en mi carrera como actor, nos dijo. Es que no es para menos Antonio, le soltó Cristina ya puesta en advice-mode. El actor porno está sentenciado a hacer siempre el mismo papel… aunque tampoco es tan malo, imagina que peor lo tiene Hugh Grant que le toca hacer, además, siempre de si mismo. Nos contó que últimamente recibía continuos reclamos y broncas por parte de los directores, ya que gemía mucho en las felaciones y eyaculaciones, en lugar de limitarse a la gutural-monosilábica ortodoxia onomatopéyica: ugrrjmm. Antonio argumenta que necesita expresar sus dotes artísticas, pero que los papeles lo constriñen y no le dejan sacar el oscarisable que lleva dentro.

Antonio estudiaba en la escuela de actuación por las mañanas y por las tardes trabajaba en el mismo Burger del que yo estaba encargado. A finales del segundo curso, su novia quedó embarazada y como consecuencia, Antonio tuvo que casarse y dejar la escuela de actuación. Pero esto no fue lo peor: Además tuvo que pedir una hipoteca en la más adversas de las condiciones: avalado por los padres de ella. De allí su desesperación.

Cristina – que estudia filología inglesa – había pasado el verano trabajando para una compañía de doblajes, cuyo principal negocio era el doblaje al castellano de películas porno. Recuerdo lo extenuada que llegaba al piso la pobre Cris por aquellos días. Lo dejó por afonía. Resulta difícil imaginarse lo agotador que puede ser interpretar el placer ajeno cuando, además, es fingido. Pero como el contrato era por dos meses, le ofrecieron el cargo de traductora del director para unos rodajes, en los cuales actuarían unos chicos estadounidenses. Así, Cristina se enteró de muchos pormenores del negocio y le pareció que podría ser una salida temporal para el desesperado Antonio. Total, él quería ser actor. Me lo comentó primero, no me pareció mal (dada la gravedad de su hipoteca) y luego se lo propusimos a Antonio. Al principio se cortó un poco, pensaba que no estaba dimensionado para el reto, hasta que se enteró que pagaban por hora, que lo de mantener la erección por siglos eran efectos especiales y que además, daban alta en la seguridad social y ticket de comida y guardería.

Antes del cumplir el primer mes había trabajado en diez películas, rebajado cinco kilos y cuadriculado su abdomen. Para cuando bautizaron a su hijo, ya tenía coche, cámara digital, televisión de plasma y había protagonizado su primera película en el extranjero: Cachondo en Berlín.

Aunque Antonio quiere ser actor, sabe que por el camino que va jamás lo tomarán en serio. También sabe que no le queda otra salida que aprender a vivir con la frustración característica del hipotecahabiente, que está obligado trabajar casi siempre en lo que no le gusta.

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Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.

cachondo: adj. Dicho de una persona: Dominada del apetito venéreo.
bronca: Riña o disputa ruidosa.
Burguer: Establecimiento donde se preparan y expenden hamburguesas.
alta: Inscripción de una persona en un cuerpo, organismo, profesión, asociación, etc.

Cristina se ha vuelto loca

Cristina tiene veintiocho años y se ha vuelto loca. Luego de dos semanas sin poder digerirle las palabras, a causa del cabreo monumental que cogió por mi pequeña incursión exploratoria a lo “think & broadcast”, en la que, según ella, la traté de modo denigrante… después de dos semanas, decía, se vino a pasar el fin de semana en el piso. Me estuvo mirando a destiempo con un aire temeroso-reflexivo, cocinó mi plato preferido, me cortó las uñas de los pies y los pelitos asomados por la nariz, me sacó algunas espinillas y me aceitó los codos porque a según, los tenía resecos. Y en una de esas, cuando ya había dejado de extrañarme la situación, ¡zas!, me apuñaleó a traición mientras me bebía un café volcánico a sorbitos. ¿Sabes qué? – me dijo – creo que deberíamos formalizar lo nuestro.

Seguí sorbiendo como para disimular, pero como los hombres no podemos sorber café y pensar simultáneamente, no alcancé a fraguar una contra-defensa inteligente. Así que con ademán desenfadado le pregunté: ¿A qué te refieres con formalizar, cariño? (ese “cariño” actúa como sufijo atenuante en la mayoría de los casos) ¿Qué más va a ser, pues? respondió (ese “pues” con retintín, actúa como reproche implícito ante la ausencia de una respuesta harto evidente) formalizar… enseriarnos, completó.

La cosa más compleja que se ha inventado con el lenguaje hablado, es la metáfora afectivo-vinculante. Aunque viéndolo detenidamente, no inventamos nada, lo que hizo el homo sapien fue trasladar pelo a pelo, la intencionalidad difusa de las señas y los gestos de cuando no tenía aún desarrollado el aparato fonador, a un conjunto de frases y palabras sobre las que se espera que la contraparte haga interpretación. Es decir, lo que Cristina deseaba evaluar era si yo interpreto formalizarse y enseriarse de la misma forma que ella.

Tengo un amigo colombiano en el trabajo, y de él tomé prestado un comodín aclaratorio, que antes me ha funcionado muy bien. Dejé la tacita vacía encima del posavasos y le pregunté: Amor, ¿¡cómo así!? (ese “Amor” ya no sirve de nada ante tanta rehuída, pero bueno, lo usé por si colaba). Se incorporó serena del sofá, y mientras recogía la tacita para llevarla de vuelta a la cocina, me dejó una frase, dicha mirando hacia atrás con vocación de lapidaria. Cariño, yo te comprendo, pero deberías ir pensado en desprenderte de ese miedo al compromiso, típico de todos los hombres… y siguió, desde la cocina, con un tratado de madurez y sentido de la vida, del cual perdí la pista luego de haber entrado en shock.

¡Por la ceguera de Borges! Cómo puede decirme que le tengo miedo al compromiso, si he firmado una hipoteca con ella por los próximos treinta años y que gracias a eso, vivo una vida de riesgo limpiando cristales todos los días. Definitivamente, en el diccionario van a tener que hacer hueco para otra acepción, porque el compromiso, al menos en el protocolo de los afectos, se ha convertido más bien, en un estado de ánimo íntimamente ligado a las expectativas del ego.