Si Bolívar hubiese tenido email

La correspondencia es inviolable – artículo sesenta y tres – dijo la maestra. Esto quiere decir que si una carta no está dirigida a ustedes, no deben abrirla y si lo estuviera, no la deben leer. Esa forma de explicar las cosas, equiparaba la Constitución a las normas de urbanidad: como lo de sacarse los mocos en público o hablar con la boca llena.

Mientras terminaban de anotar, la maestra preguntó. ¿Y por qué no se debe leer la correspondencia ajena? Como de costumbre nadie contestó, porque bien era conocido que la ley no se objetaba… entonces explicó. No se debe hacer eso, porque se tiene que respetar la privacidad de las personas. Al ver la cara de nebulosa de la clase agregó: La privacidad son como secretos personales que sólo ustedes deciden a quién contar.

Moravia, la fea de la clase, se quedó pensando, y un rato después, cuando ya se estaba hablando de la asociación con fines lícitos – artículo setenta – levantó la mano e interrumpió: entonces seño, ¡Bolívar no tenía privacidad!

La reflexión de Moravia tenía sentido. Nos machacaban semanalmente con sus pensamientos, decretos, cartas y un sin fin de correspondencia privada, y que se sepa, él no dejó dicho que hacer con ella. Técnicamente se estaba violando su privacidad. Es como si ésta sólo tuviese validez mientras estamos vivos, vamos, que una vez muertos, pueden hacer con nuestra privacidad un sancocho. Algo parecido le ha pasado a Neruda por estos días, ya que ha aparecido una carta, en la cual deja clara la tirria que le tenía a otro poeta de su generación.

Si Bolívar hubiese tenido email y dada la ingente producción epistolar de éste hombre, los herederos de su disco duro la hubiesen tenido muy fácil. Todo estaría clasificado en carpetas, y sólo bastaría con buscar en los emails enviados por educación, economía o sexo, para saber su pensar sobre el asunto.

La privacidad post mortem parece no existir. Y así como en USA hay casas especializadas en deshacerse de los bártulos de los difuntos, subastando hasta cartas de amor, – para lucro de los deudos, claro está – veo venir algo parecido para la correspondencia electrónica en cuentas muertas. (o en efecto de muertos)

Nuestra generación, gracias al email, escribe y recibe muchísima más correspondencia personal, que la de nuestros padres. Y a diferencia de éstos, no la protegemos en una caja de zapatos en el fondo del escaparate, sino con una clave. Mientras no haya legislación al respecto, nos podemos morir haciéndolos sufrir por la curiosidad. (si es que no tenemos un nieto cracker.) Pero en el ámbito de los servicios gratuitos de email, no tardará en surgir la necesidad de legislar sobre el asunto. (incluso a nivel internacional.) ¿Qué pasará con el rastro epistolar de la gente que abandona cuentas o se muere? ¿Qué pasará con la que se intercambia bajo múltiples identidades o en anonimato? ¿Crearán un cementerio digital para cartas o terminarán siendo de dominio público?… ¿eh? (odio las preguntas tan largas, pero bueno.)

De momento, nuestras cajas de zapatos digitales, no dicen nada al respecto. Los acuerdos de privacidad suponen que somos eternos y que lo que escribimos no es trascendental. Así que, la próxima vez que escriba o reciba un email, juzgue el atentado contra su privacidad imaginando que está muerto. O pida que lo cremen con su disco duro y sus sidís, cual guerrero enterrado con sus armas.

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Nota del Cartero:

Ni cuando uno da una orden para proteger su privacidad ésta se respeta después de muerto. No importa importancia del muerto.

En el testamento de Bolívar, el punto nueve dice: Ordeno: que los papeles que se hallan en poder del señor Pavageau, se quemen. Bueno, en las memorias de su médico aparece:

«Entre los papeles que por disposición testamentaria mandó El Libertador a que se quemaran me fue enseñado uno, el único que el señor Pavageau apartó para sí, y era un acta o representación de varios sujetos, cuya firma recuerdo muy bien y tal vez conocida por los contemporáneos de la época si estuvieran vivos, en la cual proponían al Libertador que se coronase. Bolívar rechazó la tal proposición en estos términos: Aceptar una corona, sería manchar mi gloria; más bien prefiero el título de primer ciudadano de Colombia. Estas palabras, afirmo como hombre de honor, haberlas visto estampadas en ese documento, que no se publicó para cumplir con las órdenes del Libertador, [si, claro] y también por no comprometer las firmas de los autores de la proposición».

Échame un cuento

Mi madre quería un hijo pelotero, como se llama en el Caribe a los jugadores de béisbol. Pero pronto la realidad le pudo y en lugar de bates y guantines me compró una colección de cuentos infantiles. La pagó a plazos eternos y fue el último lujo que nos permitimos antes del dieciocho de febrero del ochenta y tres, día en el que todos los habitantes de mi país pasamos a ser oficialmente pobres.

Junto a los cuentos venía otra colección. Se llamaba el Nuevo Tesoro de la Juventud, la cual no toqué cuando pequeño, porque no tenía dibujitos. Además decía de la juventud y no de los niñez, y esas cosas había que respetarlas. Los cuentos eran delgaditos, de tapas amarillas y olían a libro infantil: De papel de oblea, rebosante de chocolate, migas de amarillo número cinco y con marcas de sucio de uñas, por esa manía de subrayar con el dedo el renglón, típica de quien comienza a leer.

Pasaba unas tardes de agujero negro releyendo los cuentos, ya me los sabía de memoria y era tan riguroso en su reproducción, que siempre cometía los mismos errores juntando las sílabas y cantando los acentos. También me imaginaba los personajes y los cotejaba con los que el ilustrador ponía en el cuento. Casi siempre me hacía mi propia idea, modificaba en mi imaginación las caras y recreaba las voces y los detalles de los protagonistas. En resumen, ejercitaba mi imaginación.

En condiciones normales, eso haría de forma natural cualquier niño. Los he visto ejercitarse con los cuentos y aproximarse a las cosas del mundo. El bien y el mal (Caperucita Roja), los distintos tipos de personalidad (Los Siete enanitos, Los Tres Cerditos), la envidia (La Cenicienta), la soberbia (La gallinita de los huevos de oro), la estupidez (El traje nuevo del emperador) y así, pues. Eran conceptos complejos explicados muchas veces con recursos que, probablemente, no pasarían adecuadamente la clasificación por edades de hoy. Y que sin embargo, facilitaban el aprendizaje de valores a través del esfuerzo imaginativo.

Pero hoy los niños ven los cuentos, no (se) los leen. Y en eso hay una diferencia: Los ejercicios de la imaginación dejan de ser tutelados por la exigencia mental de los cuentos. Se entregan decapitados de esfuerzo, con menor variedad aleccionadora y faltos de heterogeneidad imaginativa. Tal vez lo único bueno, es que llevan canciones.

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Para hacer memoria

Cuadros de Gente Famosa

En plena sala, en la casa de mi bisabuela, había un cuadro ecuestre de Simón Bolívar. Bueno, técnicamente era un afiche, pero eso no importa. Personalmente nunca me resultó extraño, porque las imágenes de otras gentes famosas estaban repartidas por toda la vivienda: Una estatuita de José Gregorio Hernández en la entradita, una Santa Cena de Da Vinci mirando de reojo y haciendo guardia en el comedor, y alternativamente, la Virgen María o Jesús crucificado, en las partes posteriores de las puertas, o en las cabeceras de las camas.

Pero si que había un cuadro que me llamaba la atención. Estaba en un lateral de la sala. Era el de un hombre presumiblemente bajito, de nariz egocéntrica, pipa topográfica y unos lentes a lo Renny Otolina, que parecía que había nacidos con ellos. Las mujeres le llamaban Rómulo y los hombres Betancourt.

Lo que esa generación de venezolanos sentía por sus políticos, se me antoja lo más parecido al adulterio en un pueblo. Lo digo por el respeto colectivo que inspira esta institución. Todos esos políticos provocaban una admiración ganada a pulso. Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Gustavo Machado entre otros, habían trajinado durante años, en la clandestinidad o el exilio, para instaurar la democracia en Venezuela y aunque lo que vino después fue otra historia, esa relación especial que mantenían con el pueblo, definitivamente posibilitó en gran parte el logro de sus objetivos.

Conversando con la gente de esa generación, he descubierto que las cualidades admiradas, – si bien las realidades eran otras – estaban centradas en la inteligencia, la astucia, la honradez y la preparación para ejercer la política. No recuerdo que nadie haya hecho referencia a su garra o cualidad vengadora, si bien es cierto que las circunstancias lo hubiesen justificado.

Parecía una responsabilidad ciudadana, eso de elegir a un buen hombre, educado, correcto y probo, aunque ya sabemos, se relajó groseramente con el paso de los años.

Eran relaciones de simpatías también. Al no cargar con ningún lastre de gobierno, el tender por uno o por otro político, era una cosa más de feeling, que de ideales. Ante la falta de datos sobre su capacidad de gestión, el venezolano elegía como por intuición, y poniéndoles colores distintivos, como herencia caribe del periodo federal.

¿Existe esa intuición colectiva? Sé que corro el riesgo de perderme en la subjetividad, pero intuyo que sí. Lo que pasa es que sólo parece aflorar en los momentos decisivos, en los puntos de inflexión, en ocasiones estelares, en las cuales las sociedades necesitan aclararse un poco los pensamientos, estirar las piernas, y preguntarse por donde seguir.

Escasos ya de políticos políglotas, gente sin rabo de paja y sobre todo, faltos de bisabuelos sabios, hoy mi país está pasando por una de esas jornadas que templan el carácter. Me aferro a su intuición colectiva y a los ángeles y a los Santos. Lo que diga la mayoría, es lo que vale.