Where are you from, mijita?

Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir por ejemplo… Mi harina PAN adorada / Mi harina PAN tan oriunda / Ya no te gusta el joropo / Ahora me bailas cumbia.

Cuando la vi en el anaquel, eché en falta su guiño cómplice de los viernes por la tarde. Me acerqué para cogerle y se giró un poco, como para mostrarme su vestido nuevo. Un empaque igual de amarillo, de exportación, pero más fashion y políglota que antes; anunciando en español, portugués, inglés, holandés, italiano, alemán y francés, sus intimidades. Si bien la pañoleta y los zarcillotes estaban en su lugar, había algo nuevo que me dejó horripilado. El producto que hasta ahora había visto como un pedacito de mi país, legítimamente autóctono, tan de la tierra como el petróleo, decía ser ahora, Product of Colombia.

Por más que he hablado de ella aquí, no es lo mismo cuando la crueldad de la deslocalización te toca de cerca. Les he contado cómo en el primer mundo, la producción de ciertos productos se ha ido poco a poco deslocalizando en busca de mano de obra más barata. Se trata generalmente de trasnacionales y productos de alcance mundial: Televisores, carros o ropa, que puden venderse alrededor del mundo, con etiquetando adecuado y tirando inteligentemente de la publicidad. Pero rara vez los productos-símbolo de un país se deslocalizan. Uno de esos raros ejemplos son los jeans Levi’s Straus, de los que ya no queda ni una sola fábrica en los Estados Unidos. Pero en general, hay un conjunto de productos-símbolo que perderían su esencia si se produce fuera del país. Es como si el champán francés se hiciera en Italia, o el jamón ibérico se curara en Grecia.

He soportado y hasta comprendido que hace dos años el ron Cacique, que coloca el noventa por ciento de su exportación en España, haya extirpado quirúrgicamente de su imagen aquella frase emblema Puro Ron de Venezuela y en su lugar haya puesto el ambiguo Espiritu del Amazonas. La situación actual del país probablemente le restaba prestancia al producto. Aunque bueno, aun dejan en la etiqueta eso de Hecho en Venezuela. Pero lo de producir la Harina PAN fuera -aunque sea para exportación- me resulta, cuando menos, triste. No por el hecho en si, que al fin y al cabo forma parte de una estrategia económica. Sino por razones de índole más filosófica y de tintes marcadamente metafísicos: Es decir, porque da vaina.

Planillas y direcciones

Según los grafólogos, las personas con letra pequeña andan faltos de autoconfianza, tienen un concepto más bien modesto de si mismas, se decantan por los caminos de la introversión y sucumben ante la tacañería. También tienen cosas buenas, pero como necesito sesgar la nota, pues no me sirven. Entonces: en el supuesto negado de que los diseñadores de formularios o planillas, se toman la molestia de probarlas, rellenándolas con su propia letra, nos vemos forzados a llegar a dos conclusiones: 1) son liliputienses, con lo cual, no importa cuan grande escriban, siempre les cabrá en esos minúsculos espacios que dejan, ó 2) reúnen en extremo las características grafológicas previamente expuestas. Más directamente: En qué coño estarán pensando, con perdón, cuando diseñan sus planillitas, con esos espacios manifiestamente insuficientes y esas divisiones irreales.

En esto los bancos se llevan el palmarés. Pongamos por ejemplo las planillas de depósito. Cualquiera estaría de acuerdo en que poner en ellas la cantidad en letra o simplemente un nombre de titular cuya longitud exceda la de un conciso Juan Pérez, es una misión imposible. Aunque también me permitirán una mención especial para esos trípticos diabólicos de solicitud de tarjeta de crédito. Es como un requisito implícito el ser capaz de llenarla.

Pero un elemento presente en casi todos estos medios de tortura y que pone de manifiesto la disociación de la realidad que padecemos, es la dirección. Hay unos que se empeñan en desglosar ésta en partes incoherentes, como si tuviésemos una tradición urbanística ancestral. Te piden calle, edificio o casa, apartamento, piso, número y un desconocido llamado código postal. Todo contenido obviamente, en mínimos espacios, que dada la costumbre caribe de ponerle nombre de próceres y fechas patrias a nuestras calles y avenidas, empeora la situación. A ver cómo metes allí calle Generalísimo Francisco de Miranda o Avenida Intercomunal Cabimas Ciudad Ojeda. ¿Eh?. Es que hasta cuando usamos una sola palabra, la escogemos kilométrica. Avenida Cuatricentenario.

Qué les cuesta reservar un generoso espacio para nuestras direcciones y dejar la descripción a juicio del facultativo. Porque no es tan desventajoso que, a diferencia del primer mundo, nuestras direcciones sean autoexplicativas. Es decir, ellas mismas te dicen cómo llegar. Ejemplo: Calle Los comerciantes, entre Díaz Moreno y Farriar. Diagonal a la Inspectoría de Tránsito. O ese célebre, esquina con calle tal o el muy Caraqueño, Dolores a puente Soublette. Nada de número, que eso no funciona. Porque las edificaciones, por muy modestas que sean, llevan nombre y prefijo. Si vive gente en ellos son Residencias o Conjuntos Residenciales y si trabajan son Edificios o Torres.

Creo que si nuestro espíritu es frondoso, las planillas deberían reflejarlo. Y si queremos ser más pragmáticos, colocar un espacio para instrucciones adicionales como: Subiendo por los palos grandes, como quien va para el Cada.

Creo que es más fácil cambiar las planillas, que hacer una replanificación urbanística. Aunque les aseguro que no faltará algún político progresista, que se empeñe en cambiarle el nombre a las cosas para adaptarnos a las formas.

Ya sé dónde queda Osetia del Norte

Las únicas palabras que conozco en ruso están relacionadas con el espacio. Todas bonitas: Soyuz (unión), Mir (paz), Voskhod (amanecer), Progress (progreso). Ellas siempre han entrado en contradicción con un recuerdo infantil, en el que un cura nos contaba que allá se comían a los niños, y que cualquier simpatía con el comunismo era pecado mortal. Así que la masacre de antenoche fue para mí, como si aquella contradicción surrealista hubiese cobrado vida.

Los niños son las víctimas inequívocamente inocentes de los conflictos, penurias y guerras que como viejos volcanes en activo, se diseminan por el planeta. Y la mayoría de las veces, sus verdugos ni se toman la molestia de secuestrarlos. Los niños caen por bojotes, todos los días. Desde las poco mediáticas guerras africanas, pasando por el cotidiano oriente medio, hasta los prostíbulos asiáticos o las calles latinoamericanas. Pero ya se sabe, como son niños, su escasa estatura hace que las cámaras no los puedan ver, como asociando aquí también lo pequeño con lo poco importante.

Pero lo que más inquieta, es que horrores como éstos también se olvidarán. Que en efecto son daños colaterales de conflictos inolvidables. Vamos, que son números simplemente y que según leía en la prensa por estos días, para el promedio de la población rusa, el balance era positivo, porque la cantidad de rescatados con vida superaba a los rescatados con muerte. Y para el resto de occidente, pues nada: La memoria colectiva, de la que tantas veces he hablado aquí, es lo más parecido a la memoria de los peces.

Disculpen ustedes, pero antes de comenzar a escribir el mes, necesitaba sacar algo de la tristeza contenida.