Dreamer’s Ombudsman

Los muy pragmáticos suecos se inventaron en mil ochocientos nueve la figura del Ombudsman. Un cargo destinado a atender y representar ante los organismos públicos los intereses de los ciudadanos. En castellano, esta figura ha llegado un mucho más tarde y ha sido rebautizada con ese nombre que recuerda a los desgastados comics de superhéroes de los años sesenta: El defensor del Pueblo.

Qué decirles. Como suena tan políticamente correcto, casi todas las organizaciones se han sumado a la iniciativa y hoy existen defensores para todos los indefendidos: del consumidor, del usuario, del menor y hasta uno que me resulta especialmente curioso: El defensor del lector, muy popular en la prensa escrita. Es algo así como decirle al lector: Te pongo a un defensor, así que asume que te voy a escribir feo.

Tengo la tendencia a pensar que en estos casos, el defensor del lector no es más que un centro de acopio de las pifias reporteriles. Un mecanismo de control de los muchos que tiene estos medios. A mi me late, que hasta en este mundo auto-organizado de los blogs (bitácoras) surgirán también los defensores del lector de blog. Lo que sería además un círculo de autoprotección – como el de las carretas de los pioneros que conquistaron el oeste americano – ya que la mayoría de los lectores de blog son a su vez, escribidores de blogs y… bueno.

Así las cosas, siento que hace falta un Ombudsman para garantizar los derechos de los parias de la modernidad: Nosotros, los soñadores. Empezaría mis clamores antes nuestro defensor denunciando el trato discriminatorio que hacen los diccionarios de nuestra condición. Por ejemplo el DRAE, no se corta y dispara con recochineo: 1. adj. Que sueña mucho. 2. adj. Que cuenta patrañas y ensueños o les da crédito fácilmente. U. t. c. s. 3. adj. Que discurre fantásticamente, sin tener en cuenta la realidad.

Da vaina ¿no? Sobre todo porque se mengua conceptualmente una etapa básica de todo proceso creativo: El extasiarse contemplando las múltiples posibilidades de un futurible para luego darle forma. El sueño, es esa fase en la cual se hace provisión de esperanza, deternimación y voluntad, para el doloroso, casi siempre solitario y jodido invierno en el cual el soñador se deja la piel para llevar a cabo sus nimiedades. Tonterías como volar en un aparato más pesado que el aire, transmitir imágenes en la distancia o procurar que las mujeres paran sin dolor contraviniendo las leyes divinas.

Soñar, es mi juicio (coletilla de la cual abuso) la base fundamental del progreso humano. Es una acción que se configura con nuestras propias circunstancias y que nos permite manipular en planos el futuro. Y casi siempre un estigma social del cual tenemos que defendernos nosotros mismos. Lo bueno, es que no somos una minoría como otras discriminadas. Pienso que casi todo el mundo es un soñador, aunque lo ejerza al albergue de su intimidad.

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Dar (sentir) vaina por algo: 7. f. Am. Cen., Am. Mer. y Cuba. Contrariedad, molestia.
Latirle a alguien algo: 1. fr. coloq. Ven. presentirlo.
Futurible: 1. adj. Se dice de lo futuro condicionado, que no será con seguridad, sino que sería si se diese una condición determinada. U. t. c. s.

El hombre que confundió [lentamente] a su mujer con un sombrero.

Cuando tengan suficiente tiempo para leer con lentitud (un placer altamente recomendable) échenle un ojo a este libro de Oliver Sacks. Es ya un clásico, pero no me sentía preparado para leerlo, hasta que lo cogí los primeros días de enero y me lo comí a trocitos. Es un libro de historias clínicas de psiquiatría, que explora con una narración adherente y amena, las putadas que el cerebro le hace a los humanos (o a si mismo. según se mire) cuando existen funcionamientos aberrantes en la percepción.

Está divido en cuatro partes que abordan los casos clínicos según aquellos que representan singularidades por pérdidas, excesos, arrebatos y una sección especial para lo que Sacks denomina, los Simples. Lo que sorprende, es la capacidad del autor para narrar desde una perspectiva respetuosa las desgracias de los pacientes a los que hace referencia. Así como su tendencia a ir más allá del aspecto clínico y buscar en las profundidades de dichos desbarajustes, la esencia de la condición humana; aún para aquellos que no saben que lo son. (Humanos quiero decir.)

El otro libro, es un libro de periodista. No es que tenga nada contra los libros de periodistas, algunos son hermosos. Lo que pasa es que siempre me queda con ellos un sabor a soja en la boca, porque terminan escribiendo los libros más como reporteros que como periodistas. Es decir, con una «deformación» profesional hacia la imparcialidad que les deja con los libros a medio hacer. Desde mi humilde opinión, éste es más o menos el caso, sólo que la cantidad de información es tal que vale la pena. Se titula: Elogio de la lentitud y lo escribe un Canadiense de Londres llamado Carl Honoré. Lo cogí del estante porque últimamente estoy “acelerado” por el tema de la lentitud. Una noche, mientras cenaba en compañía de la tele, caí en cuenta que masticaba a toda velocidad, aún sin una presión aparente de hacerlo así. Me preocupé. La velocidad estaba mermando mi calidad de vida y eso era malo. Dejarse llevar por la presión inconsciente de la inmediatez hace que te enrutes hacia una necesidad insana que no te deja disfrutar de las experiencias que vives. El libro está lleno de referencias a las múltiples variantes del movimiento slow, sobre el que ya hablaremos en otra ocasión. Con respecto al trabajo y la velocidad, hay una cita bastante esclarecedora que sirve de guía para el espiritu del libro.

¿Por qué tantos de nosotros trabajamos en exceso? Una de las razones es el dinero. Todo el mundo ha de ganarse la vida, pero el apetito interminable de bienes de consumo significa que necesitamos más y más metálico. Así pues, en lugar de tomar los beneficios de la productividad en forma de tiempo libre, los tomamos como ingresos superiores.

Como me di cuenta de la cosa mientras comía, pues empiecen por el principio. Por aquí nació el movimiento slow. Aquí.

Ya saben que este tipo de notas las escribo con la intención de que no sean vinculantes.

Abrazos.

Acuarelas improbables.

Nemesio viste desgarbadamente de blanco, a juego con sus bigotes. La vida se lo gana haciéndole pintar acuarelas con escenas improbables, que la gente compra con admiración a pie de calle cautivada por su originalidad y rebuscamiento. Pero Nemesio no ve mérito en su arte; a veces, cuando está de humor, cuenta que se limita a reproducir lo que ve salir de la puerta.

Desde la acera de enfrente – cada viernes por la tarde – ayudado por la paciencia eterna del desesperanzado, adopta la postura del observador distante mientras contempla la puerta cerrada de una casa ajardinada con pensamientos morados y tulipanes naranja.

Mientras espera desdobla ocasionalmente un trajinado pañuelo turquesa y se seca la nostalgia que le escurre por la frente. Luego se aclara un ojo primero y otro después para no perder de vista la puerta. Cuando el tercer bostezo refleja la debilidad de su atención, la puerta se entreabre, como llamándole con el índice, y entonces Nemesio se prepara para acudir extasiado a los motivos que ha de pintar.

Hoy ha salido en primer lugar un quejumbroso y saturado esportillero, que carga con infinitos sacos aderezados de recuerdos, a la par que escucha en un viejo walkman sin baterías, el mantra de sus desdichas… Nemesio sólo alcanza a pensar. ¡vaya¡, se parece mí.

Después de un rato, cuando ya se ha hecho la distancia entre cata y cata, se asoma por la puerta una lección privada de francés, donde una alumna de indignación tierna le reclama a las vocales desconsoladas, el que bailen su pronunciación al son y conveniencia de las consonantes que le hacen compañía. Como los antojadizos senderos de los afectos, se dice a si mismo Nemesio.

Finalmente, y caminando con sus propias piernas, aparecen dos polímeras tazas de café acanelado, curtidas de ilusiones y auspiciadas por revelaciones alucinantes. Lo más parecido a la serenidad que Nemesio había visto jamás.

De vuelta a su taller, Nemesio pinta como si estuviera descubriendo un dibujo oculto en las entrañas de la cartulina, sin cerrar los ojos, dejando que su mano reproduzca lo improbablemente visto. Esas escenas que hacen de sus acuarelas objetos de culto a pie de calle, mientras él sólo ve mérito en vestir desgarbadamente de blanco, a juego con sus bigotes.


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Esportillero: Mozo que estaba ordinariamente en las plazas y otros lugares públicos para llevar en su espuerta lo que se le mandaba.

M.