добро пожаловать

Creo que mi fascinación por la exploración del espacio tiene que ver más con el sentido de la épica que con la curiosidad científica. Cada país que se ha embarcado en la exploración del espacio, especialmente los que lo han hecho con vuelos tripulados, han configurado sus programas muy condicionados por su idiosincrasia. Los estadounidenses hicieron de ello un gran espectáculo por el que los contribuyentes pagaban sin mucho rechistar, incluso mientras libraban una costosa guerra en Asia. Por su parte, los rusos supieron aprovecharlo como un gran medio de propaganda ideológica con la sonriente cara de Gagarin recorriendo el mundo. Pero hay una características de estos últimos por los que siento debilidad: La cercanía. Ese momento en que los ingenieros juegan a directores de escena.

Hoy, como en cada vuelta de la veterana Soyuz, lo han vuelto a hacer. Han cogido sus sillas mecedoras, sus mantitas, las banderas, los móviles para que saluden a la abuela, los termos con sus bebidas calientes y las manzanas para el mareo; y se han agolpado juntos, técnicos y familiares, como si estuvieran en el área de llegadas de los vuelos internacionales. Es que hasta los especialistas, que figuran al fondo subidos en la nave, me recuerdan a aquella escena de la infancia, en la que lo primero que uno hacía cuando papá llegaba de viaje, era subirse al coche a escudriñar, a ver qué nos había traído.

Maravilloso.

 

desvirtualizar

Cada generación inventa sus significados. Así que cuando escuché la palabra “desvirtualizar” como sinónimo de conocer en persona a alguien a quién previamente ya se conocía en un mundo virtual, me dije: Pues vale.

En los albores de la Internet, hubo gente que se conoció por correo electrónico o chats y terminó casándose. Supe al menos de tres casos cercanos. Y aunque hay gente pató, me parecía un poco raro, porque eran amores sin feromonas, absolutamente intelectuales, sospechosos. Sin embargo, tenían una cosa en común: una tensión poderosa entre la necesidad de “desvirtualizarse” y el miedo a hacerlo.

El concepto no es nada nuevo. Hay gente que ha mantenido relaciones virtualizadas por años y que jamás accedieron a olerse o tocarse. Tchaikovski y Nadezhda von Meck son un ejemplo: mantuvieron por años una ferviente relación epistolar y un acuerdo tácito de no desvirtualizarse, ni siquiera cuando el primero se casó con otra. Pero probablemente se llegaron a conocer más que si se hubiesen comprometido el resto de sus vidas a reunirse cada noche al pie de la chimenea a hablar del tiempo y contarse cómo les había ido en el trabajo.

Sin embargo, el uso que esta generación le da a lo virtual es distinto al de antaño y tiene un problema de escalado. Los desvirtualizables exponen sus asuntos a quien esté dispuesto a verlos, pero de tal forma de que pareciera que conociera a cada uno de sus destinatarios. Cuentan su supuesta vida privada de forma pública, pero como el consumo es privado, da esa rara sensación de que te la estuviera contando a ti. Pero es algo que en la vida real, no escala. Es muy difícil seguir una relación, siquiera levente cercana, con más de unas veinte personas en tu círculo personal. Cuando se tiene cientos de seguidores, es imposible.

Pero luego pasa otro extraño fenómeno, según he notado: Cuando desvirtualizan a alguien, aunque la intención haya sido de mera amistad, parece que el interés se muere, se acaba la magia, se arrepienten; y piensan que tal vez hubiese sido mejor dejar ganar al miedo y optar por la vía de Tchaikovski y Nadezhda y, definitivamente, no conocer a nadie.

Hay gente pató.

 

El hijo de Limber

De mayor quiero ser refrán. Creo que son de los que mejor viven: nadie sabe de dónde vienen, nadie los cuestiona y no tienen que complicarse en dar explicaciones. Tampoco perseguir con afán lo de realizarse como refranes ni esas cosas que exige el córtex prefrontal a los humanos. Además, no importa lo que les digan, siempre responden lo mismo. Lo que sí he descubierto es que son muy celosos de su vida privada; basta con que intentes indagar un poco para que se pongan evasivos. A mí me costó casi toda la adolescencia averiguar lo que significaba uno que me decían los mayores cuando me veían desubicado, dubitativo y reflexionando sobre la quietud de las piedras; en fin, esas cosas que hacen las hormonas con uno por esa edad: ¡Estás más perdido que el hijo ‘e Limber!

Mis pesquisas comenzaron por un lugar muy alejado de su origen. Yo creía erróneamente que Limber era un personaje de Las mil y una noches, así que de aquello sólo me quedó el asombro por la ingeniosa técnica narrativa de los cuentos del libro, que tenían forma de muñeca rusa o matrioska, pero ni rastro del Limber (ni de su hijo). Así que, desilusionado, continué por otros derroteros culturales sin mucha más suerte. Obviamente, no valía preguntarle a los mayores, porque no tenían ni idea; simplemente lo habían aprendido de sus padres y con el tiempo desarrollaron la técnica por uso. Y entonces, por casualidad, un día lo vi escrito en un artículo de prensa. La grafía ponía Limberg, y me dije, ¡cajaro! ¿No será Lindbergh? Total, no sería la primera vez que por culpa del petróleo adoptásemos una palabra que escribíamos como escuchábamos: Por ejemplo, macundales, en referencia a enseres para el ejercicio de una profesión, que proviene de la marca de la caja de herramienta que utilizaban los primeros obreros petroleros denominada “Mack & Dales”. O guachimán, en lugar de vigilante, en referencia a “watchman” del inglés (ambos reposando ya en el DRAE por méritos propios).

Busqué en la enciclopedia y ¡bingo! No podía ser otro que Charles Lindbergh, el primer humano en cruzar el Atlántico en un vuelo sin escalas entre Nueva York y Paris abordo de un primitivo avioncito en 1927. Además de ello (y a causa de) también se convirtió en el padre del fenómeno fan globalizado. Hasta un cráter de la Luna lleva su nombre. Los Beatles se quedan pendejos a su lado; creo que ni Justin Bieber le llegaría a los talones. También fue el primer famoso a quién agobió la fama y, por añadidura, el primero a quién la gente terminó olvidando.

¿Y el hijo? Triste historia.

Lindbergh ya era peculiar antes de la fama, pero logró casarse y tener su primer hijo. Estaba realmente contento y asentando, se compró una granja alejada de los medios y ganaba un dineral sólo con ser él. Pero cuando su hijo estaba de unos veinte meses se lo secuestraron. La prensa cubrió aquello con tanto empeño que prácticamente no se hablaba de otra cosa en todo el mundo. Y especialmente en Latinoamérica, donde se le conocía muy bien pues Lindbergh la había recorrido de cabo a rabo poniendo equis en los terrenos adecuados para construir aeropuertos.

Por más que lo buscaba medio mundo, el bebé no aparecía. El niño estaba muy perdido. Fue una verdadera tragedia. Lindbergh se sentía tan seguro de sí mismo, que enturbió más el asunto iniciando una búsqueda con sus propios “métodos”, sin mucho éxito. Vamos, cualquier padre habría hecho lo mismo. No terminó bien. Dos meses después, el cadáver del niño fue encontrado en la inmediaciones de su granja. Había muerto la misma noche del secuestro. El largo juicio contra el único sospechoso también fue tan omnipresente en su seguimiento, que a raíz de ello hasta el congreso hizo una ley que convertía en crimen federal el secuestro.

Así que es fácil deducir cómo el ubicuo tema de 1932 derivó desde la idiosincrasia caribe en un refrán que, probablemente, ya pocos usan, pero que de joven un servidor escuchaba cada vez que se descubría desubicado, dubitativo y reflexionando sobre la quietud de las piedras, unas de las muchas acepciones de estar perdido.