Elizabeth Montgomery

Mi horóscopo no podía ser más claro: Vuelve un amor del pasado, ponía. Obviamente no le presté mucha atención, no por incrédulo, que va, sino por la incompetencia manifiesta de los astrólogos modernos. Te llevan de decepción en decepción, jugando con tus sentimientos, sin asumir su responsabilidad ante los miedos humanos.

Lo cierto es que ya había olvidado la predicción astral, cuando uno de estos días Santos, mientras vagaba por la tele – que por esta época se apunta a una onda sepia con epicentro en Nazaret -, se iluminó por sorpresa el receptor televisivo con la hipnótica presencia de Samantha Stephens, una antigua novia de pubertad. Que pena. Me cogió desprevenido, en pijama, despeinado y sin afeitar.

Le recuerdo con el mismo suspiro nostálgico con el que evoco el olor a tierra mojada de mi pueblo. Era una mujer excepcional, que me acompañaba en las solitarias y aburridas tardes de agosto. Me enamoró con el sexy movimiento de su nariz, con la prestancia de su sonrisa y la ternura de su cara de travesura. Amor brujo, intenso, platónico. Y ya saben. El amor platónico es más intenso que el correspondido, pero más sufrido que el que no lo es.

Lo nuestro no pudo ser, principalmente, por mis convicciones religiosas. Yo la veía tan felizmente casada con Darrin, que nunca me atreví a ir más allá de un torpe piropo de impúber. Además, con una suegra así… Lo otro, nuestra diferencia de edad, nunca lo vi como un problema, sino al contrario.

Samantha tenía un papel en la vida real que interpretaba bajo el nombre artístico de Elizabeth Montgomery. Allí no tenía poderes mágicos pero no dejaba de hechizar con su belleza. Hacía de hija de actores bien avenidos. Se casó cuatro veces y tuvo tres hijos. Se retiró a los sesenta y dos haciéndonos creer que había muerto, copiando sin pudor una idea ya registrada por la Monroe.

En estos días, cuando el estereotipo de belleza femenina se esculpe en torno a los cincuenta kilos, nunca supera los veinticinco años de edad, y la ternura, la inteligencia y la astucia no son atributos admirados; es de agradecer el poder toparse con una mujer del pasado ante la cual puedes mostrarte vulnerable.

El hombre más rico del mundo

No. Tranquilos. No voy a hablar de algún libro del famoso Og Mandino, sino de una curiosidad de onda retro económica.

Resulta que el prójimo de la foto de al lado, Ingvar Kamprad, es ahora el hombre más rico del mundo, por encima del omnipresente Bill Gates. Ya se enterarán con suficiente detalle en la prensa, así que no voy a aburrirles con lo obvio. Lo que realmente me resulta curioso de la noticia, es que en pleno siglo XXI, este hombre no se ha hecho rico como vendedor de intangibles (software por ejemplo); esos que no toman en cuenta las economías de escala y se burlan de Taylor y las cadenas de montaje. Tampoco vendiendo coches, ni armamento, ni aviones. Este sueco frugal de setenta y siete años, ha amontonado su fortuna ¡fabricando y vendiendo muebles de madera! Es el dueño y fundador de IKEA (Ingvar Kamprad Elmtaryd Agunnaryd), una cadena de más de ciento ochenta tiendas en más de treintas países.

Eso sí, no es la típica tienda en la cual existe un dependiente de corbata que te atiende con una sonrisa. De hecho no hay dependientes. Es en realidad una gran superficie de exhibición, en la cual ves todos los productos, perfectamente expuestos y una pequeña nota al lado, en la cual te indica en cuál pasillo se encuentra, porque luego tienes que pasar por el depósito, montarlo en tu carrito, llevarlo hasta la caja y pagarlo. Trasladarlo hasta tú vehículo y una vez que lo tengas en casa, armarlo tu mismo. No importa si es una silla, una mesa, una cama, o un complejo armario. Vamos, que el señor se hace el sueco en todo el proceso. (perdón por el machacón lugar común, es que estoy un poco holgazán). Para un detalle adicional sobre la forma de nombrar sus productos, que no traducen y mantienen en inteligible sueco, pueden pasar por donde mi amigo cyberf.

En todo caso y afortunadamente, cierto equilibrio sigue manteniéndose. Ese según el cual el hombre más rico del mundo no es el más poderoso.

Finalmente, se me ocurre pensar, que de seguir así las cosas, no tardará en aparecer una Ingeniería en Carpintería y un próspero sector de servios de outsourcing en armamento. [de muebles, claro esta. 😉 ]

Canción Demanda

El problema con las revoluciones, es su obstinada costumbre de morir en cuanto alcanzan el poder. Junto con ellas, se llevan un portafolios de principios e inventos valiosos, que le permitieron unir esfuerzos y ganar adeptos – y algunos adictos -, en su camino hacia el ansiado cambio. Las revoluciones suelen ser alcabalas de estafa, que sucumben demasiado rápido al exceso de expectativas y a la frustración colectiva. Me he enterado de pocas que realmente hayan logrado ser algo más, que la consolidación de algún mezquino proyecto personal. De todos esos inventos de «vocación revolucionaria», a mi el que más me gusta, por honesto – aunque también ha muerto -, es la canción social o protesta.

En la segunda mitad del siglo pasado, surgieron diseminados por toda Iberoamérica, cantautores para todos los gustos, que clamaban valiente y honestamente, por una infinidad de reivindicaciones sociales: La libertad sindical, la reforma agraria, peticiones a Dios para que los protegiera de la indiferencia, o sencillamente canciones-relato, que narraban la (aún) depauperada realidad de los pueblos oprimidos, como solía llamarse entonces a… los pueblos oprimidos.

Eran hombres y mujeres con corazón y guitarra, que afinaban sus letras para llegar al pueblo esquivando el «intelecto» del tirano de turno. Los más osados cantaban con el estilo simple y contagioso del decreto: Si se calla el cantor, calla la vida. Otros hacían señas por las ventanas, a modo de coplas-axioma que retumbaban en el tarareo de sus protagonistas: Las entrañas de la tierra / va el minero a revolver. / Saca tesoros ajenos y muere de hambre después. Luego, surgieron poetas de tierno vozarrón, que mostraban temerariamente el pecho, con letras que no pierden actualidad: ahora que el petróleo es nuestro / no hablo de carne mechada / porque así le queda al pueblo / en la manifestación.

Eventualmente, la canción social tocó los bordes de la sofisticación, y se mudó a una nueva forma de trovar, elaborando letras de amplio espectro que solían, en su ambivalencia, confundir al menos incauto: Ojalá que las hojas no te toquen el cuerpo cuando caigan / para que no las puedas convertir en cristal./ Ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo. / Ojalá que la luna pueda salir sin ti. /Ojalá que la tierra no te bese los pasos. Poesía tan hermosa como ésta, bien podía dirigirse a un oscuro imperio de algún punto cardinal, o a aquella chica despiadada y presumida, protagonista de tu primer desengaño de juventud.

Los tiempos han cambiado y cosas como la reforma agraria y el hambre no han dejado de ser lo que eran: Sinónimos de promesa falsa. Así, bien que las revoluciones «triunfen» o «fracasen» pierden en consecuencia su capacidad de autocrítica. En el primer caso, por complicidad, y en el segundo por descrédito. La canción protesta, debería asemejarse más a un vigía experto, que levante la voz ante las injusticias. Hay muchas más vergüenzas patrias hoy en día, en toda Iberoamérica, a las cuales dedicarles una canción. De hecho, yo la llamaría canción demanda, para estar a tono con los tiempos. A ver quién se moja.