Va de Putas.

El Gabo ha escrito su peor novela. Gracias a Dios. La característica divina de su indefectibilidad siempre la he achacado al efecto hipnótico que produce su prosa en mi; desde que siendo un adolescente me lo dieron a beber por fotocopias. Un capítulo a la semana de Cien años de soledad, gesto que agradezco sobremanera a un delgaducho profesor de castellano y literatura. El Gabo es mi escritor preferido, realmente no por lo que cuenta, sino por cómo lo cuenta. Y por eso es que afirmo que ¡por fin! ha escrito su peor novela, y que sólo por eso, tiene el mérito suficiente para ser leída y recomendada ampliamente.

Lo primero que hay que dejar claro es que Memorias de mis putas tristes, no es una novela, es un cuento corto al que se le enredó el papagayo a la hora de cerrarse. Lo cuenta en primera persona, con lo que obviamente gana en intimidad, pero pierde una barbaridad en amplitud narrativa. Por eso creo que tuvo que abastecer al personaje principal con unos dotes literarios excepcionales para que resultara creíble que alguien normal fuese capaz de escribir así.

El tono ha quedado pues un poco atosigado, con las ideas compactadas de tal manera que contrastan con el acento reposado y desleído con el que debería contarlo una persona de noventa años. Por más obnubilado de amor que estuviera. Yo conocí a un emperrado tardío, y aunque cada persona reacciona de forma diferente, lo que recuerdo de aquél es que le daba no por mejorar su expresión, sino por simplificarla al punto de expresar sus sentimientos de felicidad en monosílabos y de frustración en silencios.

Esta vez, es por lo que cuenta que me gusta. Aunque, basado en el cariño que le tengo, me esperaba de su parte una aventura temeraria. Que lo hubiese sacado del contexto seguro y calientito del Caribe y contara la misma historia, pero ambientada, pongamos por ejemplo, en una tribu nómada de Mongolia. Creo que a los setenta y seis años, un escritor consagrado puede darse ciertos lujos, sobre todo si ya disfruta del sosiego económico y no sufre la enorme inestabilidad financiera de un escritor que viva de escribir. A los que compadezco sobremanera. Yo no entiendo aún cómo alguien puede vivir de escribir. Eso es como decir que alguien puede vivir de leer. (¡que los hay!)

Bueno, que nada. Que en contra de mi comportamiento cotidiano, me dio un arranque amateur de crítica literaria. Si, es que algo ya me olía raro desde que vi en la portada, que el nombre de Gabo estaba escrito en caracteres más grandes que el título de la obra. Pero que no por ello dejo de recomendarla, van a pasar un buen rato.

Cuento de Navidad

Betty lavaba a mano hasta ayer. Pablo se ha aparecido esta tarde en casa con una lavadora automática, vasta y multibotónica. Un ingenio importado de Italia, que no plancha la ropa, pero casi. En el pueblo está bien visto que los hombres compensen su torpeza emocional con magníficos electrodomésticos; dejando a la imaginación de la mujer parida y enamorada la determinación de la intensidad del amor de su hombre. (Por eso es importante cerciorarse de comprar el más grande.) Pablo tiene dos hijos con Betty, a los que sólo visita cada quince días, por causas de fuerza mayor. No pasan necesidades, van a la escuela con aspecto pulcro, hacen el lujo de la merienda y los sábados por la tarde asisten a catequesis, porque en mayo harán la primera comunión.

Pablo más que un marido, es un Tutor. Quince años mayor que ella, se presentó una tarde por la casa de la Familia de Betty buscando una muchacha para que le limpiara la quinta que tenía en el pueblo, que sólo utilizaba ocasionalmente cuando venía de la capital por asuntos de negocios. En menos de seis meses, las visitas se hicieron más frecuentes, aunque motivadas por otro tipo de lucro. Al año y medio, ya había un Pablo Segundo, la casa estaba a nombre de Betty y la antes insulsa vivienda, ya tenía hasta seibó, y un cuadro de la Última Cena observando aburrido el comedor.

Betty es un tipo especial de mujer. Agradecida, paciente y tierna, con un pragmático sentido de la vida y asumida en su papel de La Otra. Lleva con orgullo ser junto a sus hijos, la familia alternativa de Pablo y hace unos meses organizó una fiesta para celebrar los diez años que llevan juntos. Pero a medida que los niños han ido creciendo, se despierta un poco incómoda por las mañanas. Le molesta que sus hijos vean la vida como los hijos de Romelia, la viuda. No es que pablo no sea un padre generoso, que lo es; pero sólo los fines de semana. Las noches de navidad y año nuevo, las tiene que pasar con su familia. Es un acuerdo tácito, que no se discute. Ella es mi esposa Betty, ya te lo he dicho.

Betty intentó canjear la lavadora por una noche de navidad de Pablo con los niños. Total, el azulillo del jabón ya no podía hacer más daño a sus manos. Sólo te pido que abras los regalos con ellos, le dijo, que le pongas las baterías y te dejes ver acompañándolos en la plaza. Pablo sorbió el último pocito del café, se chupó los labios, la miró con firmeza y le dijo: No puedo.

Betty se vistió de salir una vez más, como había hecho todas las navidades anteriores. Le puso la ropa de estreno a los niños, le troceó la comida a Eugenio, el menor, y luego estuvo un rato en la plaza, encendiéndole las luces de bengala a sus muchachos, y dando lástima, como Romelia. Suelen sentarse juntas por estas fechas, pero obvian hablar expresamente de las penas que arrastran.

Antes de volver a casa, para acostar a los niños y poner los regalos al pie del árbol, se hizo un silencio entre las solas. A veces pienso que estaría mejor si simplemente fuese la querida, y no La Otra. dijo Betty, con hombros de resignación. Romelia se recogió el cabello que le estorbaba en la cara, juntándolo con naturalidad espartana detrás de la oreja. ¡Ay hija! respondió. A veces pienso que estaría mejor si simplemente fuera tu.

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Nota del Cartero: Si bien es cierto que, probablemente, por estas fechas nadie pase por aquí, quisiera dejar escrito un deseo sincero de que la pasen bonito. Además agradecerles la deferencia que manifiestan al leerme. Lo asumo como un presente de Navidad.

Como la vida misma

De donde dicen elevator

Don Bernard Kerik llamó a su jefe en relación con la propuesta de ascenso que le había ofrecido apenas unos días antes: Jefe, pues mire. Va ser que no. Es una lástima. Para Bernard era un cargo Súper, nada más y nada menos que jefe máximo de la seguridad de su país: El coloquialmente llamado superpolicía. Con atributos anchos y vastos sobre un montón de cuestiones, para las que ciertamente él se encontraba más que capacitado. Como mandan las buenas costumbres en estos casos, se alegaron razones personales, pero lo cierto es que la oposición se había encargado de escudriñarle la vida: Kerik había cometido el desliz de contratar a una sin papeles, a una ilegal, como asistenta doméstica. Y no es por nada, pero entre las tareas que Kerik asumiría en su nueva etapa laboral, estaba el control de la lucha contra la inmigración ilegal. Y por más que sea, se vería feo. ¿no?

De donde dicen lift

David siempre ha dicho que hay que ponerse duro con la inmigración. Vale, que son necesarios los extranjeros para la economía, pero que debe poderse expulsar sin contemplaciones y automáticamente, por ejemplo, a los demandantes de asilo a los que se les niegue el refugio. Que qué vaina es. Y está bien, además de cónsone con su cargo de ministro del Interior, es válido que vele por los intereses del país. De hecho hasta tenía pinta para llegar a primer ministro. Pero David trabajó hasta anenante. Le pudo el escándalo que se formó por una ayudita, empujoncito, o hablando más en caribeño, por la habilitación que promovió para que la niñera de su amante, una ilegal (la niñera) obtuviera ágilmente sus papeles.

Lo dicho, desde que le caparon el tráfico de influencias, el poder ya no es lo que era.

De aquí:

Ángel Manuel (nombre ficticio) era un hombre feliz. La vida le había regalado cuatro muchachos, y una mujer maravillosa. La confianza sostenía el matrimonio; de otro modo no se hubiesen atrevido por una senda tan prolífica. Pero una mañana, después de catorce años de matrimonio, Ángel Manuel descubre que su mujer hacía siete que mantenía una relación extramatrimonial y pues, cívicamente, le pide el divorcio. Como padre responsable, le estuvo pasando lo que estipula la ley en estos casos, para el mantenimiento de los muchachos y visitándolos y eso. Al cabo de un año, llega el sacudón: Ángel, dubitativo, le pide una prueba de paternidad de los muchachos, porque hay cositas que le hacen ruido y pues ¡zas! La mujer le dice que no hace falta. Que en efecto tres de los cuatro muchachos, no son de él sino de su amante. La negligencia le ha salido cara. Hace unas tardes que un juez la ha condenado a ella y a su amante a pagar a Ángel Manuel cien mil euros por daños morales y secuelas psicológicas.

Y después tildan de irreales los argumentos de las telenovelas.

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Las fuentes:
Don Bernard
Don David
Don Ángel