Crisis Religiosa.

La duda había ascendido a certeza: Los mormones eran agentes de la CIA. Su apariencia los delataba. Nadie en el pueblo podía tragarse el cuento ese, de que eran evangelizadores de una religión. Todo en ellos olía a espía: Comenzando por sus estratosféricas dimensiones, que forzaban a levantar el cuello más de cuarenta grados para darles los buenos días. Una tez de dentera, ojos de colores y un cabello indómito. Viajaban siempre en parejas, como en las películas, con uniforme impoluto, mochila de misión selvática y además, no sudaban ni una gota en semejante sopor. Pero lo que terminó por confirmar las sospechas, fue esa plaquita negra de letras blancas con su nombre -falso por supuesto- que llevaban expuesta en el bolsillo. Hasta el más tonto sabría que era un teléfono manos libres en miniatura, que a un toque les comunicaba con la sede de la central de inteligencia.

Pero lo más desestabilizador resultó ser su doctrina. No por fantástica, sino por reciente. Afirmaban que Dios se había manifestado a su fundador hacía menos de ciento cincuenta años. ¡Que barbaridad! Ese agravio comparativo conmocionó al resto de las religiones del pueblo, que desde hacía aproximadamente dos siglos vivían sin noticias de Dios. Los evangélicos afirmaban que venían contra ellos, ya que el cura, en descarada guerra sucia, había hecho circular la especie de que el don de hablar en lenguas que les caracterizaba, era una estafa ejecutada por agentes políglotas infiltrados por la KGB. Además, de confirmarse el reciente contacto divino, quedarían obsoletos los cientos de carteles, que cual señales de tránsito, advertían sucintamente que “Cristo viene.”, dejando a la imaginación de los destinatario la magnitud de su cólera.

Los Testigos de Jehová, también se defendían. Estaban convencidos que estos recién llegados venían del imperio de norte a investigarles, a causa de un rumor engendrado por los evangélicos, quienes les involucraban en un gigantesco delito de evasión fiscal, llevado a cabo a través de su emporio editorial y de distribución puerta a puerta, que publicaba entre otros prospectos la archiconocida Atalaya.

Pero el más aterrorizado era el señor cura. Las vocaciones sacerdotales estaban en vilo. Las familias pobres reconsideraban el enviar a sus hijos al seminario, porque los mormones les resultaban más atractivos. Primero, confiaban en una mimetización milagrosa de los muchachos, siempre y cuando les iniciaren antes del desarrollo. Les ilusionaba eso del aclaramiento de la piel y una mirada tierna de uva verde. Además, aprenderían a hablar inglés, lo cual les abriría más puertas, que el difunto latín con el que serían torturados en el seminario. Finalmente, según Rubén, el agnóstico del pueblo -que curiosamente predicaba a gritos en la plaza la imposibilidad humana de verificar la existencia de Dios- no sólo estarían libres para siempre del celibato, sino que además, si eran de los ortodoxos, podrían tener todas las mujeres que quisieran, por la gracia de Dios.

Fue precisamente Rubén, quien resolvió la primera crisis religiosa de la localidad: Dado que no era creyente, todo el mundo creía en él: Contó en la plaza que los catires no tomaban café, ni te, que no tocaban el tabaco y aborrecían el alcohol. Y allí acabó todo. Sin guerras, ni muertos. Sin muros de vergüenza ni discriminaciones obscenas. Ya que al pueblo, semejantes restricciones les resultaban escandalosamente incompatibles con la fe.

Nota del Cartero: Esta es mi nota número cien. Sólo quería usarlo como excusa para agradecerles por leerlas y por su participación a través de sus comentarios. Disfruto mucho al escribirlas. Siempre he tratado de hacerlo con atención, intentando incoporar elementos suficientes para que les resulten entretenidas y cuando quepa, que inviten a la reflexión. Aunque espero seguir contando con vuestra benevolencia, en las múltiles ocasiones en las cuales no atine.

…y plantar un árbol.

El año pasado se editaron en España, sesenta y cuatro mil quinientos cincuenta y seis libros. Sin tomar en cuenta las reimpresiones. En total se imprimieron más de doscientos treinta y ocho millones de ejemplares. El sector en el cual se ha generado mayor cantidad de nuevos títulos, es el de “Literatura, historia y crítica literaria.”, con el treinta por ciento del total.

Siempre comienzo a leer los libros en las propias librerías. A veces en varias visitas. Y hasta que no me convenzo del todo, no termino comprándolo. No es una costumbre excéntrica, en lo absoluto. Es una vulgar consecuencia de la escasez de la infancia, que me obligaba a afinar las compras de casi cualquier cosa. En la pobreza, errar en una compra es un lujo muy caro.

Por eso, a mí me sorprende que haya lectores para tantos libros. O, tantos escritores para tan relativamente pocos lectores. Bueno, a decir verdad, esto último no me sorprende tanto. Realmente se escribe sobre casi cualquier cosa y la tirada media por título tiende a ser baja. Cerca de tres mil ejemplares. Además, sólo basta echar un vistazo a las librerías para darse cuenta por qué se abultan tanto las cifras:

Hay biografías sobre jóvenes futbolistas, y sobre casi cualquier actor o cantante medianamente famoso. Libros de fotos de películas y tratados sobre cocina celta. Abundan también los títulos que comienza por un “Cómo” o un “Qué”. A mí me entretiene pasarme por esa sección, aunque casi siempre la capacidad creativa del escritor se esfuma después del título. Veamos algunos de estos libros, sin menospreciar su contendio, claro está. Que por no haberlos leído, no puedo opinar. El directo: Cómo dejar de hacerse pajas mentales y disfrutar de la vida. El estratégico: Cómo defenderse de los ataques verbales. El sofisticado: Metrosexual: guía de estilo. Y el excelso: Manual de ejercicios tántricos pleyadianos.

Yo no me meto, porque hay gustos para todos. Mi única preocupación es ecológica. Porque detrás de cada libro está el sacrificio de varios árboles. Y si yo fuese árbol, a juzgar por algunos libros, me sentiría indignado de morir en balde. Además, sacando mis cuentas, que para eso soy malo, llego a la triste conclusión de que aunque hay mucha gente que ya tiene un hijo, son muchos más los que escriben libros que los que plantan árboles. Vaya déficit.

La máquina democrática.

La Rockola era una máquina que propiciaba el ejercicio de la tolerancia y la convivencia democráticas. Por eso fue víctima de un complot internacional, que la ha llevado a vivir en cautiverio, escondiendo sus voluptuosas dimensiones y su cabellera Art Deco, en reconditos pueblos asolados por la nostalgia. De hecho la Rockola, como ejercicio democrático, es mejor que el voto. Que por poco frecuente, agobiante y aburrido, sólo nos deja el equivalente emocional, de esas molestias musculares que sufrimos cuando volvemos torpemente al gimnasio. Raccionarios. Después que una mañana adulta, nos redescubrirmos sosos ante el espejo.

Con la Rockola se estudiaba comportamiento democrático con una frecuencia saludable. En primer lugar, se aprendía el respeto por las preferencias ajenas. Por los, a veces desesperantes, gustos del prójimo. Si queríamos escuchar nuestra canción, teníamos que escuchar también la de los demás. En ocasiones nuestros gustos coincidían, y en otras no. Pero todos aceptaban las reglas del juego. Asimismo, se ejercitaba el concepto de alternancia en el poder, dado que cada quien tenía su momento de gloria, cuando la máquina tocaba su selección.

Las sociedad estaba perfectamente representada, incluso se garantizaba el respeto a las minorías. Las máquinas menos avanzadas podían albergar hasta doscientos vinilos de cuarenta y cinco revoluciones. Eso daba cabida a todas las corrientes de opinión; suficiente como para que todos se sintieran representados. Recuerdo de pequeño haber escuchado sesiones tan eclécticas, que incluían los aullidos de Yolanda del Río, goteando veneno en una copa de vino; a unos Abbas traslúcidos interrogando a una Chiquitita; o a unos Beatles minimalistas que enseñaban a decir ayer en inglés. Colateralmente, con la Rockola los ciudadanos aprendían otras normas cívicas, como esperar el turno y tener paciencia, elemento básico de la democracia, dada su poca fascinación por los apuros justicieros.

En plena época dorada, existían unos modelos muy sofisticados que incluían mecanismos para evitar las tiranías y respetar la disidencia. Para repeler a los tiranos, incorporaban una opción que evitaba que se pudiese programar una canción más de tres veces seguidas; y para garantizar los derechos de los disidentes, incorporaban una funcionalidad maestra, hermosa a mi juicio, que permitía comprar silencio. Debo este dato a mi querido amigo Restituto, que me contaba como metía su moneda y seleccionaba tres minutos de silencio, para tomarse el café en un ambiente sosegado. En calma.

Como hicimos en su momento con el picó (philco) para los tocadiscos, o el paper mate para los bolígrafos, los caribeños adoptamos una marca para denominar a todos los coin-operated phonographs, también conocidos como jukebox. David C. Rockola, un canadiense emprendedor, nombró así a su compañía (Rock-Ola), una más en un ambiente otrora competitivo.

A mi juicio, la contribución de la Rockola a la democracia, hubiese sido maravillosa. Ejemplar. Pero la humanidad camina hacia el individualismo estandarizado, que le vamos a hacer. En todo caso simpre sorprende ver, como la vocación pluralista de la Rockola contrasta enormemente con la dictadura sonora en los locales de hoy día, en los que la música sólo figura como un calculado elemento del ambiente, que se elige a juego con la decoración.