La papisa Juana.

Esta no es una nota. Es una sugerencia no vinculante. He terminado de leer un librito irreverente y sabroso, de esos que lees pidiendo que no se termine. Va sobre el papa Juan VIII, que propablemente no fue papa sino papisa. Está narrado con una ingeniosidad refinada y localizado en una época tan oscura (siglo IX) y dominada por la religión, que cuando habla con seriedad de los rituales, te vez obligado a una pausa para hacer espacio a la sonrisa. Fue publicado originalmente en mil ochocientos ochenta y seis por el griego Emmanuel Royidis, que además fue hombre de un sólo libro. Como era de esperarse fue prohibido por los ortodoxos, pero muy bien aceptado en Francia. El que he leído es una traducción excelente -mérito alto por que es muy difícil traducir la irreverencia- realizada por Lawrence Durrel.

Va de una heroína que llegó a ser Papa, sin que nadie sospechara nada. Hay crónicas que hacen referencia a ella, pero la iglesia lo niega. Es un asunto bastante confuso, pero que deja tantos espacios para la duda razonable, que no puedes decir tajantemente que no fue verdad. Aquí les dejo un estracto para que se hagan una idea del tono de la narración:

Entre los pasajeros del barco estaba un viejo rabino de nombre Isahar, quien, para matar el tiempo, decidió hacer proselirismo con los dos jóvenes monjes [Juana y su amante Fumencio]. Aquel viejo usurero sin principios intentaba cobrar en almas el precio del viaje. Hizo primero un resumen de los mitos talmúdicos, según los cuales Jesús era simplemente un hábil hechicero que, enseñado por una especie de taumaturgo llamado Juan el Bautista, había prometido a la hija del emperador Tiberio hacerla madre sin intervensión masculina. La muchacha, siguiendo sus instrucciones, consiguió únicamente dar a luz una gran piedra, y esto enfureció tanto a Tiberio que ordenó a Pilatos crucificar al fraudulento profesor de magia. Según esta versión el cuerpo de Jesús fue luego enterrado cerca de un acueducto, y las aguas lo arrastraron una noche que se desbordaron, dando origen de este modo a las creencias nazarenas respecto a la resurrección.

Cuando voy a las librerías me dejo llevar, con la esperanza que los libros me busquen a mí y no al contrario. Éste me hizo señas de saltos y silbidos, desde una estantería abarrotada en la última feria del libro antiguo de Madrid.

Como no voy de crítico literario, les recuerdo que es sólo una sugerencia, que no una recomendación, y que no me hago responsables por los daños y perjuicios que pueda su lectura ocasionar.

Para saber más:
La papisa Juana
Unos comentarios interesantes

Política de Gestos

De pequeño, mi madre me obligaba a vestirme con algún regalo de mi abuela -por mucho que me desfavoreciera el ánimo- cada vez que íbamos a visitarla. En correspondencia, mi abuela siempre usaba el perfume repetido con el que yo la obsequiaba cada día de las madres, el mismo que me producía una alergia de antología.

En mi pueblo de pobres, las familias dejaban lo que no tenían para celebrar las primeras comuniones de sus hijos. Me resultaba curioso ver cómo mis compañeras de clase, habitualmente ataviadas con la modesta simpleza de la necesidad, se convertían de pronto y por única vez, en esa especie de novias infantiles o monjas prematuras –si había de por medio alguna promesa que cumplir- con guantes blancos, a pesar del sopor y pulcros zapatos de charol.

Para las bodas era algo parecido. Y aunque no me resultaban atractivas, ante cada nueva invitación, mi madre nos volvía a disfrazar. A mí, con mi único traje de mayor, adaptado de uno de mi padre, y a mi hermana con un hermoso vestido de tafetán. Con los funerales pasaba lo mismo. Yo los odiaba. Sin embargo mi madre insistía, siempre alegando dos razones. Las mismas por las que me vestía con los regalos de mi abuela, por las que íbamos a bodas, y por las que siendo pobres desafiabamos la encases: Primero, porque no hacerlo era un mal gesto y eso era casi como un pecado; y segundo, porque todas esas celebraciones eran las mejores oportunidades para entablar y mejorar las relaciones sociales (e institucionales) y desperdiciarlas, si que era, con toda seguridad, un pecado.

No voy de monárquico con esta nota, espero sepas entenderlo querido lector. Pero si la política exterior hispanoamericana estuviese en manos de mi madre, ésta no hubiese errado en la política de gestos, desatendiendo a la invitación que el Jefe de Estado español, Juan Carlos I, hizo personalmente a todos los Presidentes de Hispanoamérica para que asistiesen a la boda de su hijo Felipe, curiosamente, una de las pocas personas que puede decir, que ha asistido –desde los quince años- a la toma de posesión de todos los actuales –y pasados- presidentes de nuestro continente. Quien ha escuchado, como el pueblo, una y otra vez las mismas promesas, ha visto accidentarse Rolls-Royces en explanadas suntuosas, y hasta ha sido testigo de juramentos sobre constituciones moribundas.

Sólo los de El Salvador, Panamá, Ecuador y Colombia se han apersonado. Los demás, se han inventado la falta de flux, la alergia a las colonias y la presión de la escasez. Excusas tangentes, porque ni siquiera Nelson Mandela, un tembloroso octogenario de bastón, le ha hecho un feo, y ha tomado un vuelo comercial, de catorce horas, para sonreírle al mundo con sonrisa de su pueblo, que es el gesto clave, con el que se hace política en estos actos.

Además de políticos que hablen Inglés, como decía Janet Kelly, nos faltan madres rigurosas en el protocolo exterior, de esas que te dicen que no señales, que no te saques los mocos en público y que cierres la boca que pareces tonto. En fin, esas expertas en apaciguar el orgullo inútil y evitar los pecados por desperdicio.

Onomatopeya de las cosquillas

Algunas palabras son plurales por definición; y cosquillas es una de ellas. En cierta ocasión he pensado que el principio del fin de la infancia, comienza cuando una buena sesión de cosquillas en familia ya no resulta agradable. Pero este último es un comentario al margen, que se ha escrito solo, porque esta nota no va de un tratado sobre las cosquillas, sino sobre un aspecto de éstas que me resulta muy curioso: No se dan en silencio. Sino acompañadas de una onomatopeya muy diversa y particular.

Desde madres haciendo cosquillas a sus hijos, hasta parejas de amantes en una guerra retozona de cosquillas cómplices, un domingo por la mañana; todos emplean un sonido especial y hasta personalísimo, para aplicarlas. Incluso, existen personas en extremo sensibles, a las que el solo sonido con el que le suelen aplicar las cosquillas, les es suficiente para experimentarlas.

Reproducir estas onomatopeyas suele costar el adentrarse en el ridículo. Pero yo estoy muy curtido en el asunto y allá voy. Existen algunas variaciones compuestas por sonidos de cascabel, y sobrecargados del dígrafo «Ch»; como cuchu-cuchu, chiqui-chiqui y chucu-chucu. También están los dominados por la letra «t» más un original fonema «consonántico oclusivo, velar y sordo.” Ejemplo de éstos pueden ser tiqui-tiqui, tuco-tuco, y así por el estilo. ¡Ah! y casi siempre pronunciados en grupos de cuatro y en entonación aguda. Cosa muy importante ésta: Al parecer los tonos graves son incompatibles con las cosquillas. Accesoriamente, se suelen incorporar preguntas incontestables, cuyas respuestas no salen por la risa.

Hay cosquillas más adultas, que bueno, no sé, a mí parecen ser una prolongación torpe de las infantiles, que nos permiten explorar las vulnerabilidades del otro y que sólo después de algún tiempo, adoptan una intención lúdica. En ese caso, las onomatopeyas tienden a desaparecer y pasan a formarse frases obstruidas, también en tono agudo, en las que cada envestida cosquillera suele terminar con un signo de interrogación.

Para mí estos sonidos terminan por ser uno de las pocas ocasiones en las cuales utilizamos para expresarnos, nuestras cuerdas vocales complementariamente con el tacto. Y es una lástima. Porque de hecho, en la rutina de la vida cotidiana, las otras candidatas, como las peleas, las caricias y el sexo, suelen ser particularmente silenciosas.