Fulía en Texas

imageHará unos doce años escribí una nota sobre los efectos que la nostalgia culinaria producía en el organismo Caribe. Pienso, como entonces, que es una condición paradójica, porque las culturas sin tradición migratoria, como la japonesa o la estadounidense no tendrían  problemas para quitarse un antojo en cualquier gran capital del mundo: siempre hay un McDonald en una esquina o un sushi a domicilio.

…la nostalgia sólo es posible ante la escasez.

Sin embargo, la expansión de estas costumbres gastronómicas no son producto de la iniciativa de vastas colonias migratorias, sino de la planificación empresarial. De hecho, la nostalgia a la que hacía referencia no es posible en estos ámbitos, porque la nostalgia sólo es posible ante la escasez.

Ahora, lo que años después resulta curioso es ver cómo la evolución de la situación política de un país convierte a un producto autóctono de exportación en un extraño deslocalizado. Es el caso de la Harina de Maíz Precocida más popular de Venezuela.

Para poner un ejemplo: Antes del año dos mil cuatro encontrar este producto en un supermercado español era excepcional. Me refiero al producto original fabricado en Venezuela. Sobre ese año, su presencia en los establecimientos fue en aumento a raíz del traslado de su fabricación para exportación a Colombia, principalmente por las trabas a las exportaciones impuestas  por el gobierno de entonces. Aunque pudo ser interpretada como un despropósito, los colombianos y venezolanos comparten gustos similares por este producto y ante la escacez total, era lo menos malo.

Lo que este año ha marcado un punto de inflexión es que cuando un inmigrante venezolano se coma una arepa o cualquier otro producto tradicional derivado de la masa del maíz, sólo estará aplacando la nostalgia con un placebo, porque lo que queda de original en la harina de maíz precocidad es su  llamativo y tradicional empaque amarillo. Ahora la base de la idiosincrasia culinaria venezolana se fabrica en Texas.

Es como si un jamón pata negra lo importásemos de China o un Jack Daniels lo destilásemos en Helsinki.

La vertiente emocional, la más importante cuando hablamos de nostalgia, es una sensación contrapuesta. No puedes celebrarlo pero tampoco puede prescindir de ello. Me recuerda mucho a la Fulía, un expresión musical autóctona venezolana de orden religiosa y que se interpreta en ocasiones muy solemes: Su ritmo cadencioso invita el baile, pero éste está prohibido por respeto a la Santa Cruz.

 

Placeres extraviados

place2Hubo una época en la que escuchar música era un placer excluyente. Se parecía mucho a leer la prensa un domingo por la mañana o a podar un bonsái. La máxima distracción permitida estaba asociada al tacto de la carátula del disco y la primera vez que te exponías ante una obra era todo un acto de descubrimiento.

Daba igual el género musical. Hasta el más salvaje de los rockeros te ataba al momento y no dejaba que lo mezclaras con otra cosa que no fueran tus emociones. Estabas atento a los matices y sonriendo ante las genialidades. Los cascos eran una distorsión y la gran mayoría de las veces lo hacías aprovechando un solo en casa.

Sin embargo, hoy me da por pensar que escuchar música se ha degradado al estatus de complemento a otras actividades, sobre todo de aquéllas que solas no tienen suficiente fuerza para llenar el momento: hacemos deporte con música, limpiamos con música, conducimos con música, nos amamos con música, conversamos y hasta cometemos el improperio de estudiar con música.

Hemos desritualizado muchos placeres a cuenta de querer hacer mas al mismo tiempo y hemos reservando ese nivel de atención suprema, ese llenar todos los sentidos, ese dejarse afectar hasta la médula, exclusivamente a otro sentimiento: al dolor.

Somos raros.

Cuento de Navidad

Guardaba esa caja como un tesoro. Tenía que protegerla de mis hermanos, de los gatos y de mis propias ganas de comerme todo lo que traía de una sentada: Una naranja, una mandarina, algunas castañas cocidas, higos secos y tres roscas de sartén. A veces dejaban un trozo de turrón de piedra y, si ese año había sido muy bueno, un puñado de peladillas. «Es que los Reyes antes se dedicaban al negocio de la agricultura y eso era todo lo que traían hijo mío», decía mi padre.

Recuerdo que antes de irme a la cama abría la tapa un poquito y el olor de la naranja sobresalía de lo demás. Lo malo era que ya a mediados de Marzo a la Naranja se le había pegado el seco de las roscas  y le pasaba como a las alegrías, que de tanto verlas se revienen.

Con el tiempo los Reyes cambiaron de sector porque lo de las tierras les resultaba muy sacrificado. Uno se dedicó a la carpintería, otro a la pintura y el tercero a la ingeniería electrónica, porque no le gustaba mucho ensuciarse las manos.

¿Y eso de qué va a Abuelo?
Son los que se dedican a hacer los juguetes a pilas
¿Esos que nunca funcionan?
Sí Sebastián, pero que alguna vez lo hicieron.

Como igual no tenían tanto dinero para hacer regalos como antes – las naranjas le cundían más – decidieron pasar una noche de cada verano por todos los pueblos y en cada casa ir pidiendo a los padres que les dejasen los juguetes viejos que los niños ya no utilizasen. Era la peor noche del año para los niños: Los pequeños no dormían de los nervios por saber, a la mañana siguiente, cuáles eran los juguetes que se habían llevado los Reyes. Aunque muchos estaban abandonados desde hacía tiempo siempre se resistían a separarse de aquellos con los que se habían divertido tanto. Pero ¿sabes Sebastián? a los juguetes les pasa como al negocio de las creencias: Cuando hay santos nuevos, los viejos no hacen milagros.

Los Reyes cogían lo que podían y se lo llevaban a sus talleres para ajustarle los tornillos, redondearles las ruedas, pintarle las cicatrices de la diversión, retrenzarle las greñas y darles una ducha. Llegaban bastante guarros, la verdad. Había juguetes casi nuevos que apenas habían sido jugados y otros que parecían que volvían de una guerra. ¿Sabes lo que te digo? Pero a ninguno le faltaba la sonrisa en la cara mientras se dejaban mimar por las manos de estos buenos artesanos. Las muñecas y los coches, como el tuyo, eran los más agradecidos. La gente empezó a llamarles magos, porque parecía magia lo que lograban reparando los juguetes que aunque no quedaban como nuevos, pues casi.

Desde entonces cada víspera de Reyes estos buenos hombres pasan por las casas de los niños que han sido obedientes con sus padres y les dejan juguetes como premio para que se lo pasen bien. Por eso no es que tu cochecito venga con esa pegatina rota por que sí, sino que son tantos, que por fuerza a alguno se les tiene que pasar en tanta reparación.

¿Y cómo es que también vienen al refugio Abuelo, nosotros no tenemos casa?
Por algo los llaman Magos Sebastián, ellos encuentran a los niños donde quiera que estén.

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Nota del Cartero:
Muchas Gracias un año mas, porque pasar por aquí, aunque sea a sólo leer este humilde Cuento de Navidad.

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