Shirley MacLaine

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Shirley MacLaine es ese tipo de persona que se adapta a la ficción como si siempre dijera la verdad. A mi juicio, pocas actrices pueden lograr eso. Pocas tienen la habilidad de empatizar con el espectador y lograr que se olvide de que la chica que le está contando un cuento, no existe. Especialmente, como lo hizo Shirley bajo la dirección de Wilder tanto en The Apartament como en Irma la Douce.

Las películas de Billy Wilder son como las bicicletas, para el verano. Al menos para un servidor. Así, en cada que puedo, vuelvo a ver algunas de sus inteligentes trabajos. Me las tomo con tiempo, y sin dejar de admirar cómo administraba los escasos de recursos expresivos a su disposición para contar historias de forma exigente. En mi desinformado juicio, durante la era de los grandes estudios la mayoría de los directores seguían haciendo hablar a las cámaras como lo habían estado haciendo desde mediados de los treinta, ciñéndose a una fórmula. Wilder lo compensaba con su sigilosa e inteligente manera de narrar.

Así que este año volví a coger El apartamento y a engancharme a Shirley como si se tratase de una chica de juventud con la que no se tenían opciones. No siendo especialmente bella1 —sin negarle atractivo— y muy lejos del estándar de diva, tiene el mérito de resultar muy auténtica en un papel de comedia. Es bien sabido que en las comedias los actores tienden a distorsionarse porque el público les perdona todo. Pero en ese papel, Shirley fue muy respetuosa con el público y supo mirar al infinito con suficiente convicción para soltar la que considero la mejor frase de todo el guion, porque refleja la verdad sobre una historia mil veces contada y vivida por tantas otras chicas ilusas.

Está visto que nunca aprenderé… cuando uno se enamora de un hombre casado no debería ponerse rímel.

¡Grande Señora!


  1. Para gustos, colores.

La decadencia de Occidente

Un mal silencioso asecha la supervivencia del modo de vida Occidental. Tan sigiloso y discreto que incluso contagia a las estirpes antiguas que claudican sin mucha resistencia: Se trata de la pérdida de los modales.

Huelga decirlo, pero lo diré:

En 1854, un venezolano ilustre llamado Manuel Antonio Carreño, nieto de cura, sobrino de maestro y padre de prodigio1, publicó por entregas un reputado Manual de urbanidad y buenas maneras que rápidamente se extendió por toda la América antes española. Desde entonces, varias generaciones de naturales de dichos países hemos sido criados a la sombra de las diversas adaptaciones que ha sufrido este manual para alinearse a la edad de los destinatarios y a los cambios sociales. A pesar del tiempo, la base de muchos de sus consejos continúan representando una seña de civilidad, aunque, si se lee el original, recordad que debe ser entendido -como con cualquier otra obra cultural- desde la perspectiva de su época. Especialmente en los aspectos religiosos y el papel de la mujer.

Dicho.

Es por ello que no puedo más que desarrollar urticaria, cada vez que observo con desesperación y especialmente en espacios públicos, a tarajallos2 modernísimos a los que nadie les ha indicado que, entre otras cosas i) la comida va la boca y no al revés, ii) que se trocean los alimentos a un tamaño adecuado antes de llevarlos a la boca, iii) que se mastica con la boca cerrada, sin hacer ruidos y iv) que no se habla con la boca llena, ¡coño!

Muy acertadamente, uno de mis compadres dice que, como los Reyes, «Carreño son los padres». Pero si esos padres tienen modales y sus hijos no, estamos ante un acto de claudicación, de abandono de responsabilidades, que podría acabar con la sociedad tal y como la conocemos. Y aunque me entrego a una deriva tremendista como recurso expresivo, os digo más: Claudicar en esto es bombardear el anillo sanitario de la convivencia, que tiene en los modales el instrumento indispensables para cosas tan básicas como la capacidad de dialogar. Esto no tiene nada que ver con la ruleta social al nacimiento: Se puede ser rico pero educado.

Finalmente, la prueba del algodón de la actualidad de dicho manual la encontréis, sin duda, a lo largo de muchos detalles, pero especialmente, los de buenas maneras dedicadas a la felicidad del entorno familiar. Os dejo una muestra.

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Más claro, cosa difícil.


  1. Ha sido complicado desmentir el rumor secular de que su padre Cayetano fuera hijo del cura Alejandro Carreño. Por otro lado, lo que si es totalmente cierto es que era sobrino de Simón Rodriguez -expósito junto a Cayetano- y maestro de Bolívar. Por último, Manuel, además de pedagogo y diplomático fue músico y se dedicó en cuerpo y alma a formar a su hija única, Teresa, como pianista. Cosa rara para una mujer en la época. De momento, además de dar nombre al principal teatro de Venezuela, Teresa ostenta el anecdótico privilegio de ser la única pianista de esta nacionalidad que haya tocado en la Casa Blanca, siendo niña y a petición del presidente Lincoln. Como ya os habrán dicho, el realismo mágico no es más que lo que encuentras cuanto tiras del hilo por aquellos lares.
  2. http://dle.rae.es/?id=ZAT47iQ

 

El último divo

Juan_Gabriel_en_El_Palacio_de_Bellas_Artes_coverCuando me aprendí de memoria Lágrimas y lluvia, rondaría los cuatros años y aún era hijo único. Como mis padres trabajaban, me dejaban al cuidado de Otilia, una muchacha de frontera, cómplice y responsable que no podía vivir en silencio. El aparato de radio estaba siempre encendido, acompañando cada actividad de nuestra jornada juntos. Había música al desayunar, al jugar, mientras me preparaba unas tajadas de plátano maduro con queso o lavaba a escondidas su ropa íntima. La mayoría de las veces a las canciones se les dejaban estar, a lo sumo se tarareaban. Pero cuando echaban un éxito, especialmente de los añejos, todo se detenía para cantarlo en condiciones; gesticulando el dolor ajeno o bailando la alegría de un coro pegadizo. De niños somos muy permeables a la intensidad.

Esta canción en especial forma parte de un género muy escaso que me gusta llamar nana de despecho. Es poco habitual, porque precisa de una dotación instrumental que a veces se aleja de la tradición y se acompaña de un Mariachi, con solos de trompeta asordinada y acoples de órgano Hammond. Pero especialmente, porque requiere de una interpretación apocada y sensible, que no encaja en lo absoluto con el estereotipo de vozarrón viril mejicano. Por eso, es una canción que sólo podía cantar Juan Gabriel, una excepción artística y representante de una estirpe, la de los divos auténticos, a quién, precisamente por ello, todo se les perdona. Incluso la muerte.

Veinte años después, durante las largas jornadas que un compadre y yo dedicábamos a un proyecto -de esos que te cambian el rumbo de los acontecimientos- nos solíamos acompañar, sin proponérnoslo (o sí), por una selección ecléctica de música con la que alcanzábamos la velocidad de crucero y que sólo tenían en común, visto en retrospectiva, el estar interpretada por divos. Era lo único que podía explicar que alternásemos el soberbio History de Michael Jackson, el Queen Greates Hits (del 81 y del 91) y el Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, el bueno, el de 19901.

Décadas más tarde, habiendo dado paso a menos música que antes, y a que el silencio haya sustituido a los decibelios para logar concentración; descubro que el helecho creativo de Juan Gabriel se ha apagado hoy sin aviso previo. Cosa que, por otro lado, no debería extrañarme: Es así como se mueren los divos.

Como agradecimiento a tantas horas de su compañía musical y de recuerdos de intensidad, reproduzco el elegante y cercano brindis que hizo, casi al final del concierto, con un público entregado en esas memorables jornadas en Bellas Artes.

¡Salud! Que cuando nos vaya mal, nos vaya como esta noche.

 


  1. Puedo agregar una incorporación tardía, el Euforia del 96, un gran directo de Fito Paez y una mala noche del ingeniero de sonido. Lástima.