Santiago de León (de Caracas)

Monseñor Carrillo no podía renunciar a su deber. El martes 21 un poco antes del medio día, estaba diciendo su misa ordinaria cuando una manifestación de médicos se refugió en su Iglesia. En la confusión la misa fue interrumpida, y agentes uniformados y civiles irrumpieron en el recinto, armados de fusiles y ametralladoras. En un instante la Iglesia de Santa Teresa se impregnó de gases lacrimógenos, pero los policías impidieron la salida de las 500 personas – hombres, mujeres y niños – que se asfixiaban en el interior. Una bomba estalló a pocos metros de Monseñor Carrillo. Los fragmentos se le incrustaron en las piernas y el párroco, con la sotana en llamas, se arrastró hasta el altar mayor. A pesar de la confusión, un grupo de mujeres mojaron sus pañuelos en el agua bendita de la sacristía y apagaron la sotana del párroco.
Cuando la Iglesia fue evacuada, la policía se opuso, incluso, a que las ambulancias se llevaran oportunamente a los heridos. El Arzobispo llamó por teléfono al comandante de la policía, Nieto Bastos, cuando todavía la Iglesia estaba sitiada. Nieto Bastos respondió: Son ellos quienes están acribillando a la policía.

Monseñor Carrillo no pudo ser conducido al hospital. Con las piernas inutilizadas por los fragmentos de la bomba, fue llevado al despacho parroquial, hasta donde logró penetrar, al atardecer, un médico que le prestó los primeros auxilios.
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Durante toda la noche, mientras el párroco sufría en su dormitorio del primer piso, presa de terribles dolores, la policía disparó contra la Iglesia para dar la impresión de que allí había grupos atrincherados. Energúmenos, subrayaban las descargas con toda clase de expresiones obscenas. Pero Monseñor Carrillo, a pesar de su estado, sabía que aquel asedio no podía durar mucho tiempo. Así fue. El heroico pueblo de Caracas, con piedras y botellas descongestionó el sector a la mañana siguiente. Horas después, el párroco experimentó una inmensa sensación de alivio. La misma sensación de alivio que experimentó Venezuela. Era la madrugada del 23 de Enero. El régimen había sido derrocado.

Gabriel García Márquez escribió la crónica de la cual he tomado este extracto. La tituló el Clero en la lucha. Lo contado lo cuenta, con la propiedad del testigo que fue, cuando residió ilegalmente en Caracas entre los años 1957 y 1958. Junto con otros excelentes artículos se armó un compendio que publicó bajo el título. “Cuando era feliz e indocumentado.” Yo guardo mi ejemplar como un tesoro, porque los artículos son tan específicos, que tan sólo tiene significado histórico para una generación, que ya casi ha perdido las ganas de leer. Lo reproduzco hoy, tal vez con la misma ilegalidad de antaño del Gabo, y sólo como una reflexión restrospectiva, de una realidad cotidiana, en la cual, cambiando apropiadamente el perfil de las víctimas, los métodos siguen siendo aterradoramente similares. Algo básico se ha dejado de aprender.

Las putas de pueblo

En las grandes ciudades hasta las putas terminan siendo un problema. En los pueblos en cambio, las putas – que no la prostitución – son “aceptadas” cual otros males necesarios, como la iglesia, los políticos, el matrimonio o el adulterio. Pero en la gran ciudad todo se desmadra y lo que en un pueblo es una profesión que sigue una tendencia estadística casi ancestral, como el porcentaje de corruptos, de homosexuales, mojas, choferes o maestros; se transforma en la ciudad en el infierno aterrador de la trata de blancas.

En Europa por ejemplo, casi el setenta por ciento de las prostitutas son extranjeras indocumentadas, traficadas por bandas organizadas que las someten a explotación sexual. De hecho, no me gusta llamarlas prostitutas, porque en realidad son esclavas sexuales que generan para las mafias cerca de 100.000 millones de euros anuales. Un alto porcentaje de ellas, son capturadas en países pobres y obligadas a prostituirse bajo amenaza de muerte, propia o de sus familias. En España, de ese 70%, treinta y siete de cada cien son subsaharianas, un veintidós por ciento latinoamericanas y el resto de Europa del este. Eso ya no es un fusible social a las presiones de la carne, como solía decir un profesor amigo, sino un horrendo escenario de aniquilación humana.

Las putas de pueblo también eran indocumentadas, pero bastaba mirarle a los ojos para identificarles. Incluso me atrevería a decir que socialmente se les tenía en alta estima, aunque bajo el silencio al que invitan las buenas costumbres. Tarde o temprano, ante la falta de primas alegres, las familias recurrían a ellas para encomendar la iniciación carnal de los varones, que con mayor o menor suerte, se quitaban de encima la etiqueta social de la indefinición. En la dual simplicidad del pensamiento tribal se solía dicir: en la familía habrá locos, pero maricos no.

Aunque casi todas no fuesen más que damnificadas de la vida, se agenciaban un ambiente asociado a la alegría. Este contrastaba con las tristes historias que contaban a sus clientes-confidentes, cada vez con nuevos matices, y ante una botella de ron, que jamás probaban. Particularmente me inclino más a pensar que se contaban sus propias vidas a sí mismas, e iban cambiando los culpables y los odios, a medida que el tiempo se encargaba de borrar los recuerdos de su piel.

Era curioso, pero muchos prostíbulos eran regentados por mujeres, casadas y señoras de su casa, que ofrecían a la propia sociedad los mecanismos de control que protegían la salud y la moral del pueblo. Las putas eran pocas, conocidas y “ejercían” la profesión con unos rasgos muy caribes: Puta se llamaba sólo a las freelance, las otras eran “las muchachas”, que ejercían cada una en su pieza-casa. Detrás de cada puerta, la cruz de palma bendita, el cuadro de la mano poderosa (ver la imagen que acompaña esta nota) y el certificado de salud.

La jerarquía entre ellas, como en cualquier poder moderno, se fraguaba a base de rumores y mentiras, que terminaban minando por igual la curiosidad de imberbes inexpertos y adultos incautos. En mi pueblo por ejemplo, había una próspera hacendada, de origen chino, dueña además de un restaurante y un almacén. Todos cuentan que su fortuna la hizo cuando siendo una joven y exótica meretriz, puso a circular la tentadora especie, de que las chinas tenía sus partes íntimas de forma tan horizontal como sus ojos.

La gran decepción

Usted sabe que yo he mandado veinte años y de ellos no he sacado más que pocos resultados ciertos: 1) La América es ingobernable para nosotros. 2) El que sirve a una revolución ara en el mar. 3) La única cosa que se puede hacer en América es emigrar. 4) Este pais [La Gran Colombia] caerá infaliblemente en manos de una multitud desenfrenada, para pasar después a tiranuelos casi imperceptibles, de todos los colores y razas. 5) Devorados por todos los crímenes y extinguidos por la ferocidad, los europeos no se dignarán conquistarnos. 6) Si fuera posible que una parte del mundo volviera al caos primitivo, éste sería el último periodo de la América.

Simón Bolívar a Juan José Flores, un nueve de noviembre de 1830.

Me he topado – en la acepción más purista de la palabra – con esta crudeza premonitoria ya tres veces en una semana. Y por más que me he resistido, no me queda otra que publicarla, por más republicada que ya esté. Espero entonces sepan dispensarme.