El tiempo es discontinuo.

Hará un mes he sido padre por primera vez. Sé que es una experiencia cotidiana en todo el mundo, sin embargo, creo que cada pareja la vive como extraordinaria. Así la hemos vivido mi Mujer y yo (y la niña), disfrutando de cada momento, mirándonos a la cara con el desconcierto de lo nuevo y preguntándonos en cada fase, ¿y ahora qué? En resumen, conscientes y felices.

Cada vez que nace un niño se inicia para los padres una época de descubrimientos y, como todos, yo he tenidos los míos. Uno de ellos (apartando claro está los más íntimos) es que el tiempo es discontinuo.

Hasta hace unos días, estaba convencido de la continuidad temporal. De que el tiempo era una línea recta, al menos, en lo que respecta a la realización de las actividades, desde las más simples y cotidianas hasta aquellas que requieren de un esfuerzo intelectual. En realidad, me refiero a la medición de tiempo empleado en realizar una actividad cualquiera.

Tomando como base la definición clásica “el tiempo es la magnitud física que mide la duración o separación de acontecimientos sujetos a cambio”. Si mi acontecimiento es, por ejemplo, comer, antes mi estado no cambiaba desde que me sentaba a la mesa hasta que terminaba con el postre o el té. Hoy día, sin embargo, durante el acontecimiento “comer”, pueden darse unos cuantos estados más regidos completamente por las necesidades de nuestra hija.

Así las cosas, he desarrollado algo así como una mejora en la configuración clásica masculina en la que somos incapaces de realizar dos cosas a la vez. En realidad, no es que haya mejorado hasta tal punto, sigo sin poder hacer más de una cosa a la vez como puede hacerlo una mujer, pero lo que si he desarrollado es la capacidad para saltar de una actividad a otra sin perder el hilo y retomando sin mucho esfuerzo las cosas en el punto en el cual las había dejado.

Me encanta, porque da la sensación de que puedo hacer varias cosas a la vez, o al menos engañarme con ello. Eso sí, la perfección no existe: aún me quedo mirando la taza girando en el micro-ondas cuando caliento la leche por las mañanas.

Ello.

Objetivar la crisis.

Nadie tiene una idea muy clara de las implicaciones reales de estar en crisis económica; salvo, claro está, quien por culpa de ella pierde su empleo. Sin embargo, dado que aún en periodo de bonanza peder el empleo tiene consecuencias similares, no puede ser tomado con una consecuencia exclusiva de la crisis.

Ningún economísta, político o sociólogo tiene la diposoción para definir clara y objetivamente las consecuencias que para el ciudadano común y corriente tendrá la crisis. De hecho, la consecuencia más palpable y que afecta a todos en nuestro entorno no suelen adjudicársela a la crisis, porque les resultaría dificil de explicar que la reducción de la inflación, cosa aparentemente buena, es consecuencia de una situación económica que no lo es tanto.

Lo que si resulta molesto, al menos para mi, es que se utilice abiertamente la aproximación «vamos a morir» para definir lo que nos depara el futuro. Vamos, que cómo se puede permitir que llamando ciencia a la economía, los economistas (y los políticos escudánse en ellos) nos suelten cosas «tan objetivas» como las últimas de Paul Krugman (Nobel 2008): «el camino que le queda a España va a ser doloroso o extremadamente doloroso».

Que desafortunado: Con lo difícil y complejo que resulta objetivar el dolor, lo que dice un dignosticador profesional y científico es que la crisis va a doler y mucho. No sé, creo que ayuda poco.

Viví una crisis económica grave en Venezuela hará ya unos quince años. Pero una crisis de verdad, donde un tercio de la banca del país se fue al garete. Y, particularmente a mi, no me dolió en absuluto. Me preocupó, me hizo ser más precabido y moverde de manera distintas con respecto a mis pequeñas decisiones económicas, pero no dejé de comer, de vestirme y pagarme una carrera trabajando. Vivir con una inflación peremne de entre el treinta y el cuarenta por ciento anual, con recursos escasos, inseguridad personal y jurírica y decisiones gubernamentales lamentables, molesta bastante, pero no duele. Estás tan concentrado en tirar para adelante, que tal vez te sirva como analgésico.

Me gustaría escuchar de políticos y economístas decir cosas objetivas, por ejemplo: cuántas personas no podrán pagar su hipoteca y cuántas de éstas son de segunda vivienda; cuántos no podrán hacer frente a sus deudas, la tipología de las mismas y las razones por las cuales no podrán hacerlo. Que aporten el perfil de dichas personas y familias para saber si voy a ser una de ellas. Que nos digas sus estimaciones sobre cuántas familias no tendrán mi para comer, o no podrán utilizar transporte público, recibir asistencia sanitaria o que sus hijos asistan a la escuela. Que nos digan si lo que perderemos será satisfacción de necesidades básicas o simplemente comodidad.

Si es lo segundo, creo que viene bien que la generación que nos sucede aprenda a valorar algunas cosas que asumía como un derecho y, de ser lo primero y si por casualidad fuese inevitable, perferiría que el dinero de mis impuestos se utilizara para preparnos para una economía de guerra en lugar de intentar rescates imposibles.

De nada nos serviría salir de una crisis si dejamos intactas las causas que la produjeron.

Ni tan calvo, ni con dos pelucas

El nueve de enero pasado nevó en Madrid. No una nevada apocalíptica de esas que vemos por la tele en los países nórdicos, sino una normalita, de las que no ameritan paralizar una ciudad. Sin embargo, aquí se cerraron carreteras, miles de personas se quedaron durmiendo en los aeropuertos por la suspensión de sus vuelos, se echaron las culpas mutuamente entre los distintos gobiernos (nacional, regional y local) y los organismos encargados de predecir el tiempo y activar y ejecutar las alarmas afirmaban cada uno haber actuado según los protocolos. Vamos, que no se escuchó aquella recurrida frase de “esto parece el tercer mundo” porque afortunadamente en los países del tercer mundo, no nieva.

Pero como a España le cuesta encontrar el punto medio, desde el nueve de Enero y para que cubrirse las espaldas, los organismos que se echaron mutuamente las culpas nos han estado anunciando en la televisión, la radio, la prensa y en los carteles informativos de las carreteras que viene el lobo, que van a caer unas nevadas cojonudas, que no usemos el coche, que no viajemos sin cadenas, que nos agarremos que esto se lo llevó quien lo trajo, que huyamos al sur que nos invaden seres de otro planeta. Pero aquí no ha caído ni un mísero copo más.

Entiendo que la ciencia de predecir el tiempo se basa en probabilidades y confío en el trabajo que hacen en la Agencia Estatal de Meteorología, pero que de allí a interpretar que un “40%-60% de riesgo de nevadas débiles” se asemeje al apocalipsis hay un trecho. Así las cosas, somos víctimas de algún político que no quieren que le echen la culpa por falta de previsión y en lugar de advertir e informar confunde éstos últimos con intimidar. Como la gente ve que no pasa nada y que las predicciones son una guachafita(*) pues ya no se las cree.

El problema con esto es que cuando comiencen a acusar a “alguien” de sobre información y de mantener a la ciudad en ascuas, éste dejará de avisar y, en algún momento en el futuro nevará, el caos volverá y vuelta a empezar.

Todo esto es consecuencia de convertir en un problema político algo que debería estar en el ámbito de la logística de una ciudad.

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(*)guachafita.

1. f. coloq. Ven. alboroto (‖ vocerío).

2. f. coloq. Ven. Falta de seriedad, orden o eficiencia.