[Domingo de reposición] VI

Publicado originalmente el 26 de octubre de 2004

Towns History

Vivo en un pueblo de probeta, diseñado en laboratorio. Ha venido al mundo desde esos amplios mesones de delineantes de tinta china y lamparitas articuladas con tubito de neón. No existe una calle (nombre incluido), plaza, acera, poste, escuela o jardín, que no haya sido concebido de antemano y escrupulosamente dibujado en papel por los urbanistas, siquiera antes de poner la primera piedra. De hecho, para su construcción se creó una sociedad anónima, una compañía que lleva el nombre del pueblo, y las S.A. de sufijo. Lo de pueblo ya se lo digo de cariño, es más bien una ciudad pequeña, porque ya tiene poco más de cuarenta mil habitantes y la contaminación sónica lo corrobora.

Cuando lo visité por primera vez, parecía otro país. Echaba en falta las señales típicas de los pueblos españoles, como las que indican la dirección hacía el casco histórico. Nada de calles estrechas y esa heterogeneidad en las fachadas de las casas, que dejan ver el paso de las costumbres ornamentales. Aquí todo resulta muy armónico, muy hecho a la vez. Lo de otro país va en serio. Todas sus estadísticas son un poco opuestas a la tendencia nacional. Por ejemplo, la pirámide poblacional es ancha en la base y estrecha en la punta, he oído alguna vez, que es el municipio europeo con la tasa más alta de natalidad. Los ancianos son muy escasos y la penetración de Internet es cercana al cien por ciento. Las direcciones se dan nombrando sectores y no por calles y en fin, que parece hecho con SimCity 3000, ya que cuenta con su parque tecnológico y su propia zona industrial.

Pero a mí lo que me resultó curioso, fue que este pueblo que, al contrario nuevamente de lo normal, me eligió a mí para que viviera en él… un momento: esto último no es más que un eufemismo de consolación para decir que, vivo aquí, porque fue el único sitio donde encontré a un humano que me alquilara su propiedad, a pesar del estigma de ser, este humilde servidor, un extranjero del tercer mundo. Bueno, decía que lo curioso, es que iba a vivir en un pueblo sin historia, (en el sentido clásico con el que usamos ese término para los pueblos) ajeno a fundadores ecuestres o a colonos pioneros desterrados.

Le di vueltas a esta cuestión por unos días, porque aún no había comprado el televisor, y el único sonido en todo el apartamento, era el monótono y nada estereofónico motor de la nevera, complementado de vez en cuando por el escándalo de la poceta. Donde por cierto la tecnología no avanza. Pero al cabo de la reflexión, caí en cuenta de que, para efectos prácticos, casi todos los humanos vivimos en pueblos sin historia. Mejor: que no somos conscientes de ella, que no podemos contarla y que nuestra memoria colectiva, se limita a comentar con ademán anecdótico, una vez que construyen un nuevo centro comercial o un parque, -¿te acuerdas que eso era antes una peladero de chivos?

Incluso aquellos pueblos que celebran o conmemoran sus tradiciones, lo hacen desde la perspectiva festiva, porque el significado histórico de cualquier acontecimiento que ya no afecte la cotidianidad, se diluye precisamente en ella. No importa si vives en uno que se formó caóticamente o se planificó de antemano, la vida de los pueblos se alimenta principalmente del presente, y para la mayoría de sus habitantes, la historia local, no va más allá en significado, de su particular experiencia de vida, en ese invento humano que llamamos ciudad.
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Nota del cartero: Si bien ya no vivo en aquél pueblo, la idea más o menos se mantiene. Aunque mi preocupación se eleva cuando este mismo fenómeno ocurre con todo un país.

Zenobia, Mercedes y Patricia

Los premios de un escritor son siempre cosa de dos. Desde el Nobel hasta el más humilde premiecito de cualquier ayuntamiento de rebuscada toponimia. Si a extendernos vamos, no hay ningún premio —en ninguna categoría— que pueda reconocer la labor de un hombre en el que aquéllo no termine siendo cosa de dos. Porque sin una mujer que salga perdiendo por él, un nombre no puede llegar a nada, ni siquiera a morirse con la conciencia en paz.

De vez en cuando se hacen reconocimientos públicos a hombres en el desempeño de su labor. Una vez escuché como elogiaban a un celador a punto de jubilarse y padre de cinco hijos, por no haber faltado ni un sólo día a su trabajo en los cuarenta años que estuvo en activo. De su señora no dijeron nada, ni él tampoco. Obviamente, resulta imposible imaginarse la impoluta hoja laboral de aquel señor sin la intervención divina e invisible, por asumida, de una mujer facilitándole todo para que «no faltara».

Hay que tener mucho aguante, mucho guáramo para anonimarse de tal forma. Aguante como el que podríamos asociar a Zenobia, Mercedes y Patricia, mujeres de Juan Ramón Jiménez, García Márquez y Vargas Llosa respectivamente. Claro que hay millones más de ellas, pero tiro por ejemplos cercanos en el tiempo y ligados a la creación literaria, porque se me antoja pensar que allí las manía deben ser superlativas, aunque no menos importantes que las del señor de los cuarenta años sin ausencias. Es difícil establecer rangos, pero tal vez de las tres haya sido Zenobia la que se llevara la peor parte; porque intuyo que aguantar a un poeta debe ser infinitamente más sacrificado que sobrellevar a un novelista. Cada vez que leo la obra de cualquier hombre no dejo de pensar en la mujer que apoyaba con resignación a un soñador mientras éste se dedicaba a hacer cosas inútiles porque simplemente no sabía hacer otra cosa. La imagino en la intimidad de una micción preguntándose por qué coño no tuvo la fortuna de enamorarse de un hombre de verdad, verdad. Más cuando la obra es mala y absolutamente indigna de elogio. Cuánta pérdida de tiempo y juventud. Y hasta es comprensible: ¿cómo diferenciar a un buen escritor de otro que no lo es si todos los hombre mienten?

Enamorarse de un artista es mala práctica, pero inevitable. Hacerlo de un poeta es para pasar hambre, especialmente en estos días. De un novelista es jugar a la lotería, ya que pocos llegan a nada y escasamente tienen ingresos para ayudar a la perpetuación de la especie; aunque enredarse con un músico es esculpirse de antemano unos grandes cuernos en las sienes. Sin embargo, hacerlo de un hombre que no haya publicado nada de nada en su ámbito es directamente una locura. Y ese fue el pilar se sensatez de las tres mujeres a las que hago referencia, pues aunque sin sus sacrificios aquéllos tíos no hubiesen sido lo que fueron (y aunque el enamoramiento no tienen nada de sensato) al menos sus destinatarios ya habían producido algo para medir el potencial de su obra y dado alguna pista a la qué atenerse.

A Gabo lo mantuvo durante un tiempo una mujer enemorada, que conquistó en la época en que comía aire y cenaba frío en París y no había aún publicado ninguna novela. Años después, cuando a María Concepción Quintana le vuelven al tema de haberse perdido la oportunidad de un probable gran amor, ella hace un exquisito alarde de ternura para dejar entrever que, esencialmente, lo abandonó después de un año de amor porque aquel hombre no hacía otra cosa en todo el día, que escribir.

Y así todos, hasta los malos. Imagínense.

La fe en 300 preguntas

Hice la primera comunión a mediados de los ochentas del siglo pasado en una calurosa iglesia del Caribe. Ya era un poco mayor para la gracia y fue más para quitarme la persecución de las monjas del colegio. Ellas veían como una afrenta mayúscula que un alumno a punto de emigrar saliera al mundo hostil sin el esencial sacramento. Por lo demás, eran bastante tolerantes. Mi madre no me obligaba, pero me dijo que me las arreglara por mi cuenta. Así que me presenté una tarde en la parroquia y le dije al cura que quería hacer la primera comunión. Me dio un catecismo y me dijo que me aprendiera las oraciones y que me incorporara a la catequesis. — ¿Habría alguna forma de librarme de asistir? —le pregunté. Me miró y se rio como lo hacen todos los adultos con los críos que van de autosuficientes. Se tomó su tiempo y entonces, con aquel acentazo gaditano que jamás se quitó de encima, respondió: —Si de aquí al sábado te aprendes el catecismo entero, te libras chaval.

Aquél catecismo había sobrevivido desde su edición de 1958. Contaba con una primera parte donde venían las oraciones básicas y otra, de casi trescientas preguntas breves, que había que memorizar sin preguntar. Dogma sin mucho miramiento. El cura me pasó con doña Juanita, una analfabeta devota para que me preguntara las oraciones. Era la más temida por todos, no sólo por su bigote, sino porque no perdonaba el mínimo error. Estuvo a punto de suspenderme la Salve, porque ella decía “después de este entierro” queriendo decir “destierro” y tuve el atrevimiento de corregirle. Me miró muy feo, me dijo que me daba una última oportunidad y que lo volviera a recitar. Entonces entendí que con la iglesia había topado y dije, con retintín, “entierro”. Así me libré de las clases de catequesis, aunque no de la preparación de la que ya se encargaba directamente el cura. En ella describía las partes de la misa y cerraba con la confesión. Un trance que dejamos para otro día. Total, en cuatro sábados había resuelto un trámite que normalmente tomaba algunos meses. Pero eso, algunos meses.

Ahora, en el siglo XXI las tornas han cambiado. La iglesia ha decidido comenzar el proceso muy temprano y tener a los niños en formación durante tres años, ayudada por un catecismo para pequeños, con muchos dibujos que, a su vez, representa un resumen el Catecismo de la iglesia Católica, un tocho de casi quinientas páginas. No estoy seguro de su eficacia, pienso que es mucho tiempo; suficiente para que los niños se dispersen o se confundan. Pero bueno, ellos sabrán. En nuestra época Dios tomaba otras formas, más cercanas, cotidianas y contundentes, y ciertamente necesitaba menos justificación. Se adoptaba con más sencillez, aunque aquello estuviera lleno de doctrina pura y dura. En resumen: Dios se traía aprendido de casa.

En todo caso, aquella era una obligación. De hecho, en mi pueblo se desconfiaba de los ateos que no habían hecho la primera comunión  y se les calificaba de simples flojos antes que rebeldes. El ateo no hace, se hace,  porque para no creer se tuvo que haber creído antes. No creer es una desilusión, una emoción.

Todo esto viene a cuento por un encuentro fortuito del verano pasado. Mientras estaba en misa en un recóndito pueblecito del norte de España me topé de repente con una portada trajinada de aquel catecismo de mi infancia y pasé un buen rato hojeándolo. Yo es que le cogí mucho cariño como obra de iniciación a la vida adulta. Con él aprendí muchas palabras arboladas que los mayores vetaban a los pequeños, como lujuria, tentación o injuria; todas muy útiles para el conocimiento interior. También me permitió entender otras cosas más prácticas, como porqué los peloteros se santiguaban antes de batear; especialmente si estaban las bases llenas con dos outs: