El ensañamiento de los nietos

I

Mi pueblo era tan pequeño que todo el mundo terminaba siendo familia. Y no era raro que cuando tocaba hacer la política, algún par de adversarios hubieran dormido la noche anterior bajo el mismo techo, y que antes de salir a la calle a contrariarse, le hubiesen pedido la bendición a la misma abuela. Entonces aquella señora entrañable, que muchas noches les quitó el miedo con su sola presencia, les decía lo mismo a los dos: —Dios los libre de todo mal y peligro y los proteja de gente mala que les quiera hacer daño. Hay suficientes pruebas para demostrar empíricamente que en esos casos de corto circuito Dios parece optar por no meterse.

II

Aprendí de pequeño a distinguir el sonido de un tiro del de un simple petardo. A identificar el penetrante ahogo del gas lacrimógeno cuando quedaba a veces atrapado en alguna protesta estudiantil muy habituales en el Caribe venezolano. Pero nunca, jamás, había visto tal nivel de saña y crueldad, como la que veo hoy en las acciones de un funcionario público en el ejercicio del monopolio de la violencia que la Constitución les reserva. Algún veneno de odio les cambió el alma y les extirpó  el sagrado deber de la proporcionalidad en el uso de la fuerza.

III

Habitualmente, el ejecutor de la represión  es el último eslabón de una cadena, y por ello, el más débil. Por mucho que tenga la fuerza de un arma y la posibilidad de matar al otro. Por eso cuando veo el ensañamiento de los nietos, jóvenes muy jóvenes que hacen de la represión de una manifestación de descontento social una normalidad; que hacen de la desproporción violenta un hábito, no dejo de pensar que sólo en manos de ese último eslabón represor está la esperanza de parar la barbarie, de negarse a obedecer el exceso, y en último caso, de hacerse el loco, porque el represor y el represaliado, son, en definitiva, nietos de la misma abuela.