El rato de la homilía

Me gusta contar cosas; aunque habitualmente me gusta más escuchar cómo la cuentan otros. Así, cuando era pequeño, siempre me quedaba fascinado cuando escuchaba que se contaba algo. A veces me ponía a descomponer lo que la gente decía y pues, habiendo estudiando con monjas, era natural que muchos de los cuentos que escuchara viniesen de la Biblia. Siempre pensé que esos narradores eran tipos muy listos, que contaban las cosas de forma la mar de sencilla, absolutamente fieles a un estilo y que gozaron de una “absoluta” libertad de creación.

Lo recordaba estos días, en los que se celebraba una solemnidad católica denominada La Anunciación. En corto, va de cómo María y/o José se enteraron de que esperaban un muchacho. Lo cuentan los evangelios según Mateo y Lucas; y allí se dejan ver los estilos narrativos claramente, pues, en concreto, sólo coinciden en que María quedaría embarazada por obra del Espíritu Santo.

Mateo es muy sucinto y directo: “Este fue el principio de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José; pero antes de que vivieran juntos, quedó embarazada por obra del Espíritu Santo. Su esposo, José, pensó despedirla, pero como era un hombre bueno, quiso actuar discretamente para no difamarla”. Luego cuenta cómo se le aparece un Ángel a José y le dice que se quite la idea de la cabeza, que apechugue con el muchacho y le ponga por nombre Jesús, porque será el salvador de su pueblo. Y fin del asunto. Como veis, un estilo de micro relato. Personalmente me resultaba soso y pobre, el problema era que cuando se lo decía a las monjas me recriminaban: Esas cosas no se dicen.

Luego estaba Lucas, que se tomó el  tiempo para formular una narración más elaborada. Así, comienza con un sugerente  “Al sexto mes el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret.” Cómo resistirse a seguir leyendo… luego, cambia un poco el juego del asunto y pone al Ángel a conversar directamente con María, en lugar que con José, que pierde protagonismo. Genial. ¡Cuánto recurso narrativo!, especialmente para describir a María, que no se presenta pasiva, sino que pregunta de forma lógica; ya que el cuerpo es mío, ¿cómo será aquéllo Gabriel?, “si no conozco varón”. Luego, finaliza de forma dramática pero solemne, con aquel “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Y el ángel dejándola se fue”.  Cosas de genio. Incluso, hubo tiempo para introducir a un personaje de la siguiente parte, su parienta Isabel, que ya mayor, también estaba en cinta milagrosamente.

Así, pasaba el rato de la homilía con pose de prestar atención mientras masticaba un poco de narrativa comparada de forma accidental. Las monjas no dejaban de mirarme con desconfianza, sabían perfectamente que yo no estaba allí.

 

 

добро пожаловать

Creo que mi fascinación por la exploración del espacio tiene que ver más con el sentido de la épica que con la curiosidad científica. Cada país que se ha embarcado en la exploración del espacio, especialmente los que lo han hecho con vuelos tripulados, han configurado sus programas muy condicionados por su idiosincrasia. Los estadounidenses hicieron de ello un gran espectáculo por el que los contribuyentes pagaban sin mucho rechistar, incluso mientras libraban una costosa guerra en Asia. Por su parte, los rusos supieron aprovecharlo como un gran medio de propaganda ideológica con la sonriente cara de Gagarin recorriendo el mundo. Pero hay una características de estos últimos por los que siento debilidad: La cercanía. Ese momento en que los ingenieros juegan a directores de escena.

Hoy, como en cada vuelta de la veterana Soyuz, lo han vuelto a hacer. Han cogido sus sillas mecedoras, sus mantitas, las banderas, los móviles para que saluden a la abuela, los termos con sus bebidas calientes y las manzanas para el mareo; y se han agolpado juntos, técnicos y familiares, como si estuvieran en el área de llegadas de los vuelos internacionales. Es que hasta los especialistas, que figuran al fondo subidos en la nave, me recuerdan a aquella escena de la infancia, en la que lo primero que uno hacía cuando papá llegaba de viaje, era subirse al coche a escudriñar, a ver qué nos había traído.

Maravilloso.

 

desvirtualizar

Cada generación inventa sus significados. Así que cuando escuché la palabra “desvirtualizar” como sinónimo de conocer en persona a alguien a quién previamente ya se conocía en un mundo virtual, me dije: Pues vale.

En los albores de la Internet, hubo gente que se conoció por correo electrónico o chats y terminó casándose. Supe al menos de tres casos cercanos. Y aunque hay gente pató, me parecía un poco raro, porque eran amores sin feromonas, absolutamente intelectuales, sospechosos. Sin embargo, tenían una cosa en común: una tensión poderosa entre la necesidad de “desvirtualizarse” y el miedo a hacerlo.

El concepto no es nada nuevo. Hay gente que ha mantenido relaciones virtualizadas por años y que jamás accedieron a olerse o tocarse. Tchaikovski y Nadezhda von Meck son un ejemplo: mantuvieron por años una ferviente relación epistolar y un acuerdo tácito de no desvirtualizarse, ni siquiera cuando el primero se casó con otra. Pero probablemente se llegaron a conocer más que si se hubiesen comprometido el resto de sus vidas a reunirse cada noche al pie de la chimenea a hablar del tiempo y contarse cómo les había ido en el trabajo.

Sin embargo, el uso que esta generación le da a lo virtual es distinto al de antaño y tiene un problema de escalado. Los desvirtualizables exponen sus asuntos a quien esté dispuesto a verlos, pero de tal forma de que pareciera que conociera a cada uno de sus destinatarios. Cuentan su supuesta vida privada de forma pública, pero como el consumo es privado, da esa rara sensación de que te la estuviera contando a ti. Pero es algo que en la vida real, no escala. Es muy difícil seguir una relación, siquiera levente cercana, con más de unas veinte personas en tu círculo personal. Cuando se tiene cientos de seguidores, es imposible.

Pero luego pasa otro extraño fenómeno, según he notado: Cuando desvirtualizan a alguien, aunque la intención haya sido de mera amistad, parece que el interés se muere, se acaba la magia, se arrepienten; y piensan que tal vez hubiese sido mejor dejar ganar al miedo y optar por la vía de Tchaikovski y Nadezhda y, definitivamente, no conocer a nadie.

Hay gente pató.