El ensañamiento de los nietos

I

Mi pueblo era tan pequeño que todo el mundo terminaba siendo familia. Y no era raro que cuando tocaba hacer la política, algún par de adversarios hubieran dormido la noche anterior bajo el mismo techo, y que antes de salir a la calle a contrariarse, le hubiesen pedido la bendición a la misma abuela. Entonces aquella señora entrañable, que muchas noches les quitó el miedo con su sola presencia, les decía lo mismo a los dos: —Dios los libre de todo mal y peligro y los proteja de gente mala que les quiera hacer daño. Hay suficientes pruebas para demostrar empíricamente que en esos casos de corto circuito Dios parece optar por no meterse.

II

Aprendí de pequeño a distinguir el sonido de un tiro del de un simple petardo. A identificar el penetrante ahogo del gas lacrimógeno cuando quedaba a veces atrapado en alguna protesta estudiantil muy habituales en el Caribe venezolano. Pero nunca, jamás, había visto tal nivel de saña y crueldad, como la que veo hoy en las acciones de un funcionario público en el ejercicio del monopolio de la violencia que la Constitución les reserva. Algún veneno de odio les cambió el alma y les extirpó  el sagrado deber de la proporcionalidad en el uso de la fuerza.

III

Habitualmente, el ejecutor de la represión  es el último eslabón de una cadena, y por ello, el más débil. Por mucho que tenga la fuerza de un arma y la posibilidad de matar al otro. Por eso cuando veo el ensañamiento de los nietos, jóvenes muy jóvenes que hacen de la represión de una manifestación de descontento social una normalidad; que hacen de la desproporción violenta un hábito, no dejo de pensar que sólo en manos de ese último eslabón represor está la esperanza de parar la barbarie, de negarse a obedecer el exceso, y en último caso, de hacerse el loco, porque el represor y el represaliado, son, en definitiva, nietos de la misma abuela.

 

 

[Domingo de reposición] VI

Publicado originalmente el 26 de octubre de 2004

Towns History

Vivo en un pueblo de probeta, diseñado en laboratorio. Ha venido al mundo desde esos amplios mesones de delineantes de tinta china y lamparitas articuladas con tubito de neón. No existe una calle (nombre incluido), plaza, acera, poste, escuela o jardín, que no haya sido concebido de antemano y escrupulosamente dibujado en papel por los urbanistas, siquiera antes de poner la primera piedra. De hecho, para su construcción se creó una sociedad anónima, una compañía que lleva el nombre del pueblo, y las S.A. de sufijo. Lo de pueblo ya se lo digo de cariño, es más bien una ciudad pequeña, porque ya tiene poco más de cuarenta mil habitantes y la contaminación sónica lo corrobora.

Cuando lo visité por primera vez, parecía otro país. Echaba en falta las señales típicas de los pueblos españoles, como las que indican la dirección hacía el casco histórico. Nada de calles estrechas y esa heterogeneidad en las fachadas de las casas, que dejan ver el paso de las costumbres ornamentales. Aquí todo resulta muy armónico, muy hecho a la vez. Lo de otro país va en serio. Todas sus estadísticas son un poco opuestas a la tendencia nacional. Por ejemplo, la pirámide poblacional es ancha en la base y estrecha en la punta, he oído alguna vez, que es el municipio europeo con la tasa más alta de natalidad. Los ancianos son muy escasos y la penetración de Internet es cercana al cien por ciento. Las direcciones se dan nombrando sectores y no por calles y en fin, que parece hecho con SimCity 3000, ya que cuenta con su parque tecnológico y su propia zona industrial.

Pero a mí lo que me resultó curioso, fue que este pueblo que, al contrario nuevamente de lo normal, me eligió a mí para que viviera en él… un momento: esto último no es más que un eufemismo de consolación para decir que, vivo aquí, porque fue el único sitio donde encontré a un humano que me alquilara su propiedad, a pesar del estigma de ser, este humilde servidor, un extranjero del tercer mundo. Bueno, decía que lo curioso, es que iba a vivir en un pueblo sin historia, (en el sentido clásico con el que usamos ese término para los pueblos) ajeno a fundadores ecuestres o a colonos pioneros desterrados.

Le di vueltas a esta cuestión por unos días, porque aún no había comprado el televisor, y el único sonido en todo el apartamento, era el monótono y nada estereofónico motor de la nevera, complementado de vez en cuando por el escándalo de la poceta. Donde por cierto la tecnología no avanza. Pero al cabo de la reflexión, caí en cuenta de que, para efectos prácticos, casi todos los humanos vivimos en pueblos sin historia. Mejor: que no somos conscientes de ella, que no podemos contarla y que nuestra memoria colectiva, se limita a comentar con ademán anecdótico, una vez que construyen un nuevo centro comercial o un parque, -¿te acuerdas que eso era antes una peladero de chivos?

Incluso aquellos pueblos que celebran o conmemoran sus tradiciones, lo hacen desde la perspectiva festiva, porque el significado histórico de cualquier acontecimiento que ya no afecte la cotidianidad, se diluye precisamente en ella. No importa si vives en uno que se formó caóticamente o se planificó de antemano, la vida de los pueblos se alimenta principalmente del presente, y para la mayoría de sus habitantes, la historia local, no va más allá en significado, de su particular experiencia de vida, en ese invento humano que llamamos ciudad.
—–

Nota del cartero: Si bien ya no vivo en aquél pueblo, la idea más o menos se mantiene. Aunque mi preocupación se eleva cuando este mismo fenómeno ocurre con todo un país.

Zenobia, Mercedes y Patricia

Los premios de un escritor son siempre cosa de dos. Desde el Nobel hasta el más humilde premiecito de cualquier ayuntamiento de rebuscada toponimia. Si a extendernos vamos, no hay ningún premio —en ninguna categoría— que pueda reconocer la labor de un hombre en el que aquéllo no termine siendo cosa de dos. Porque sin una mujer que salga perdiendo por él, un nombre no puede llegar a nada, ni siquiera a morirse con la conciencia en paz.

De vez en cuando se hacen reconocimientos públicos a hombres en el desempeño de su labor. Una vez escuché como elogiaban a un celador a punto de jubilarse y padre de cinco hijos, por no haber faltado ni un sólo día a su trabajo en los cuarenta años que estuvo en activo. De su señora no dijeron nada, ni él tampoco. Obviamente, resulta imposible imaginarse la impoluta hoja laboral de aquel señor sin la intervención divina e invisible, por asumida, de una mujer facilitándole todo para que «no faltara».

Hay que tener mucho aguante, mucho guáramo para anonimarse de tal forma. Aguante como el que podríamos asociar a Zenobia, Mercedes y Patricia, mujeres de Juan Ramón Jiménez, García Márquez y Vargas Llosa respectivamente. Claro que hay millones más de ellas, pero tiro por ejemplos cercanos en el tiempo y ligados a la creación literaria, porque se me antoja pensar que allí las manía deben ser superlativas, aunque no menos importantes que las del señor de los cuarenta años sin ausencias. Es difícil establecer rangos, pero tal vez de las tres haya sido Zenobia la que se llevara la peor parte; porque intuyo que aguantar a un poeta debe ser infinitamente más sacrificado que sobrellevar a un novelista. Cada vez que leo la obra de cualquier hombre no dejo de pensar en la mujer que apoyaba con resignación a un soñador mientras éste se dedicaba a hacer cosas inútiles porque simplemente no sabía hacer otra cosa. La imagino en la intimidad de una micción preguntándose por qué coño no tuvo la fortuna de enamorarse de un hombre de verdad, verdad. Más cuando la obra es mala y absolutamente indigna de elogio. Cuánta pérdida de tiempo y juventud. Y hasta es comprensible: ¿cómo diferenciar a un buen escritor de otro que no lo es si todos los hombre mienten?

Enamorarse de un artista es mala práctica, pero inevitable. Hacerlo de un poeta es para pasar hambre, especialmente en estos días. De un novelista es jugar a la lotería, ya que pocos llegan a nada y escasamente tienen ingresos para ayudar a la perpetuación de la especie; aunque enredarse con un músico es esculpirse de antemano unos grandes cuernos en las sienes. Sin embargo, hacerlo de un hombre que no haya publicado nada de nada en su ámbito es directamente una locura. Y ese fue el pilar se sensatez de las tres mujeres a las que hago referencia, pues aunque sin sus sacrificios aquéllos tíos no hubiesen sido lo que fueron (y aunque el enamoramiento no tienen nada de sensato) al menos sus destinatarios ya habían producido algo para medir el potencial de su obra y dado alguna pista a la qué atenerse.

A Gabo lo mantuvo durante un tiempo una mujer enemorada, que conquistó en la época en que comía aire y cenaba frío en París y no había aún publicado ninguna novela. Años después, cuando a María Concepción Quintana le vuelven al tema de haberse perdido la oportunidad de un probable gran amor, ella hace un exquisito alarde de ternura para dejar entrever que, esencialmente, lo abandonó después de un año de amor porque aquel hombre no hacía otra cosa en todo el día, que escribir.

Y así todos, hasta los malos. Imagínense.