Profesión de respaldo.

Existen profesiones que no pueden ser ejercidas toda la vida. Que por razones sociales o tecnológicas, o simplemente por condicionantes del mercado laboral no pueden tener una continuidad sana y fructífera en la vida de quienes la ejercen. La vida laboral de algunos deportistas es el referente de esta realidad. Pero en las nuevas tecnologías, probablemente se esté fraguando una situación que haga que ésta le pise los talones. Es un fenómeno que puede extenderse a muchos ámbitos laborales que necesiten mano de obra especializada, la más requerida en occidente.

El equilibrio emocional de muchas personas depende de lo a gusto que se encuentren con su trabajo, la seguridad que éste les aporte y las expectativas de que les pueda acompañar el resto de sus vidas. Esta mayoría tiene en su profesión lo único que saben hacer para ganarse el pan. (y la hipoteca, la luz, el teléfono, el colegio de los niños y el agua entre otros)

Las sociedades no se están preparando para ofrecer alternativas a vidas laborales breves. Hombres y mujeres que alrededor de los treinta y cinco años, no podrán continuar ejerciendo la profesión para la que las familias y los estados se gastan grandes cantidades en formación, sin la previsión de diversificar el riesgo. Porque la elección de una profesión suele ser una apuesta de todo o nada.

A las razones externas de la obsolescencia profesional, se suman otras de carácter más personal, como el simple y llano desencanto. Casi siempre ocasionado por el extraño y descabellado sistema por el cual, la vocación no es tomada en cuenta a la hora de asignar las plazas de formación técnica y universitaria.

Las ciudades están llenas de médicos y arquitectos vocacionales que se ganan la vida con la menos mala de las profesiones a las que pudieron optar por sus índices académicos. Siempre que tengo la oportunidad de visitar a un cliente, trato de indagar lo que le hubiese gustado hacer, en lugar de lo que hace, y las respuesta casi siempre van precedidas de un suspiro de resignación. Mira si he visto aviadores, docentes, militares, choferes de autobús, músicos, agrónomos, periodistas y escritores que murieron en etapa embrionaria.

Independientemente de las razones por las que una persona comienza a divisar para su profesión un futuro desalentador, las sociedades, a través de sus gobiernos, deberían estar preparándose para ofrecer alternativas. Como la posibilidad de desarrollar, tal vez de forma paralela o más espaciada en el tiempo, profesiones de respaldo, que permitan que una porción importante de sus ciudadanos puedan dar un nuevo aire a sus vidas laborales. Más aún, cuando muchos países están considerando el aumentar la edad de jubilación para salvar sus sistemas de seguridad social. Esto ya existe en profesiones que no tiene formación universitaria pero si etapas y soluciones de continuidad. Incluso en la desagradecida profesión de deportista, se puede pasar a ser entrenador, comentarista, empresario deportivo o especulador inmobiliario. Pero la formación más costosa, la universitaria, carece de un diseño esperanzador.

Otra alternativa es el fomento del prestigio social de la formación no universitaria. Desmitificar el título, que por el camino que va, sólo quedará para consolar al abuelo que siempre quiso tener un graduado universitario en la familia.

La resignación es una constante el la vida, pero tiene varias especies. La peor y más tóxica es aquella que condena a una persona a sustentarse en el planeta, haciendo de forma consciente precisamente aquello que no le gusta hacer.

Tradiciones Milenarias

El maltrato psicológico de baja intensidad suele ser un recurso de enseñanza muy extendido. Tan arraigado en la sociedad que casi siempre pasa inadvertido dentro de la endemoniada maraña en las que a veces se convierten las relaciones humanas. De hecho, es la predilecta de una de esas relaciones, la que existe entre el maestro y el alumno.

Este tipo de maltrato está presente en la madre que enseña a su hijo a controlar los esfínteres, en el padre que le adiestra para andar en bicicleta o en la maestra que agobia a sus alumnos con la tabla de multiplicar.

Lo curioso es que esa experiencia, la del maltrato psicológico de baja intensidad, se intenta seguir usando en los adultos para guiar cualquier proceso de aprendizaje. La proyección en la edad adulta, pasa de un enérgico sacudón, una reprimenda aireada o la simple adjetivación menospreciativa (“¡muchacho bruto!”) a un nivel más sofisticado, indirecto y disimulado, pero no menos machacante y repulsivo.

Enseñar no es una experiencia común, lo es más el aprender, por eso me parece justificado que la mayoría de las personas que se ven obligadas en la edad adulta a enseñar algo a alguien, lo hagan siguiendo la única pauta que conocen, la del zarandeo emocional del aprendiz. Pero lo que resulta desconsolante es que gran parte de las personas que enseñan como medio de vida, suelan rodearse de un arsenal de elementos intimidatorios, claramente obstáculos del aprendizaje.

La petulancia, el cetro de poder con el que se atavían y la charlatanería, están presentes en mayor o menor medida, en un gran porcentaje de enseñantes de casi todas las disciplinas, porque enseñar en occidente, rara vez se elije como medio de vida con la mediación de una vocación. El maltratar psicológicamente, se convierte entonces en una forma económica de mantener una distancia de seguridad, basada en la impotencia del alumno. En la sumisión incondicional y muchas veces en un juego perverso en el cual el enseñante se siente, sencillamente, superior. Y ese sentimiento es adictivo.

Uno de los elementos que hacen que se consolide esa tendencia anómala, es algo que se da por hecho, porque sencillamente siempre ha sido así, y es que la persona que enseña, sea la misma que evalúa el grado de aprendizaje del alumno. Las historias de humillaciones basadas en esta realidad son inextinguibles, alumnos que arañan puntos a base de triste adulación o sistemático lisonjeo y otros que los pierden por no caer simpáticos, porque así las cosas, evaluar no es una operación aséptica, sino una manifestación de poder.

Habimétricas.

El Atlántico es un bar español regentado por una viuda vietnamita y su hija. Desde hace unas semanas acudo a él junto con algunos compañeros de trabajo a desayunar. Es un bar dónde sólo se pide una vez, la primera que lo visitas, porque, por alguna rara costumbre de la región donde se encuentra, la gente siempre termina comiendo lo mismo regularmente, incorporando, a lo sumo, variaciones en el relleno o en la cantidad.

Mientras entras y tomas asiento, la madre y la hija realizan la rueda de reconocimiento, recitando lo que comerá cada uno y esperando su confirmación, casi siempre, con un leve asentimiento con la cabeza por parte del comensal.

A principios de esta semana, dos de los compañeros, después de varios meses acudiendo ininterrumpidamente, han faltado por vacaciones. Al notar su ausencia, la hija de la dueña, de cuerpo breve y alma de pizpireta, ha preguntado por los chicos: Luis y Antón están de vacaciones, le respondimos, ante lo que curiosa preguntó: ¿Quién es Luis, el de la tostada mixta o la de atún?

Fue bonito redescubrir cómo socialmente nos identificamos con mucho más que un nombre. Nuestra identidad es también un conjunto de hábitos, desarrollados de tal manera que nos identifican de forma inequívoca. Si pudiéramos medir esos hábitos y codificarlos, posiblemente serían mucho más efectivos que los sistemas de identificación biométrica.

Porque los hábitos van más allá de la identificación, nos permiten realizar reconocimiento. Un solo hábito, es suficiente para hacerte una idea del carácter de una persona, de su temperamento e incluso de su forma de pensar. Hay hábitos pivote, que una vez expuestos, permiten deducir todo un subconjunto de otros hábitos, que finalmente conforma la personalidad del individuo.

Cuando llego a un nuevo trabajo, un sitio alternativo para hacerme una idea de la gente nueva que voy conociendo, no es la cafetería, sino el baño. Allí salen a relucir algunos desafortunados hábitos pivotes. Por ejemplo, cuando te cruzas con compañeros de trabajo en el baño, se pueden identificar a los que se lavan las manos luego de hacer alguna necesidad y comprobar con horror, que son minoría. Si me dejo guiar por eso y resulta ser éste un hábito indispensable para un perfil profesional, les puedo asegurar, que jamás seré jefe.