Cuento de Navidad

María comenzó a notar la ausencia de Juan cuando tocaba doblar las sábanas. Hay tonterías que dejan de serlo cuando se hacen en soledad. Lo asumía como algo normal de la viudez hasta que un sábado por la tarde, mientras quitaba el polvo de las repisas del salón, notó que se había acostumbrado a aparecer sola en las fotos que solía reponer, en una colección de portarretratos de plata repartidos por toda la casa. Le gustaba sobre todo fotografiarse frente a las iglesias de los pueblos que visitaba en los viajes que organizaban los jubilados de la parroquia.

Lo que peor lleva María de la soledad, son estos días aciagos de Navidad en los que se ve forzada a decorar con recuerdos la casa. A Juan no le gustaba tirar los adornos. Decía que en ellos guardaba las historias infantiles de las niñas que le servían para gestionarse las noches buenas. Las niñas habían hecho sus familias y por fuerza mayor – como habituaba contarles a los vecinos – no podían pasarlas con ellos.

Para no aburrirse, a María le ha dado por entablar conversaciones íntimas con unos renos de porcelana marcados con heridas de guerra. Eran una tentación para las niñas y de tantas reparaciones con superglú, parecen ahora tener arrugas en lugar de grietas. A María le encantan. Dice que son renas, porque de ser machos no escucharían tan bien.

La reflexión que les ha montado esta mañana va de su condición de abuela. Les cuenta que ella es una abuela de protocolo, a la que los nietos llaman de oficio el día de las madres, en noche buena y año nuevo. De resto, sólo se acuerdan de ella cuando ha sufrido una caída o está malita por los achaques de la vejez. Bueno, entre nosotros, les dice a los renos. No es que se acuerden. Lo hacen para quitarse de encima a las pesadas de sus madres que se pasan todo el día preguntando si han llamado a su abuela.

Pero del que no ha recibido noticias es de Octavio, su nieto favorito. Desde que entró en el seminario y se ordenó, no llama. Sabe de él por el mismo resumen que le hacen sus hijas cuando pregunta que tal le va: Está bien, usted sabe mamá, ocupado en sus cosas.

Mi marido decía que lo mejor para paliarse esta puñetera noche de paz era ceñirse a los rituales. Así, María lleva años cocinado en noche buena para ella sola, como si fuera para cuatro. Compra en gramos los ingredientes de la cena de navidad y pone un plato más para Juan, no porque desvaríe, sino como un homenaje de Amor al hombre de su vida. Cena justo después de las nueve, luego de escuchar el mensaje del Rey, permitiéndose unos chupitos de licor de Almendras, con la excusa de que son buenos para la digestión.

Cuando ha recogido la mesa, coge el teléfono y marca el número de la esperanza buscando consuelo como somnífero. Lo hace con la misma intencionalidad de quien confiesa sus desdichas en los programas de radio de madrugada. Lo de su nieto Octavio si que no tiene perdón de Dios, le dice a María esa anónima voz al otro lado de la línea. No crea usted, le contesta María con resignación. Mi niño no hace más que seguir las enseñanzas del Señor, y que yo sepa, en ninguna parte de la Biblia pone que Jesús se haya acordado de su Abuela por Navidad.

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Nota del Cartero

Aunque Jesús haya tenido el despiste de no acordarse de su abuela en las sagradas escrituras – muy probablemente con la excusa de proteger su intimidad – usted querido lector, échele una llamadita a su Abuela si la tiene y dígale que la quiere. Le va a alegrar la noche.

Feliz Navidad a Todos y una vez más, gracias por la deferencia de leerme.

Nota simbólica

Como no es bueno escribir los días trece, pues esto es solamente una nota simbólica. Una invitación a pasearse por los archivos del blog, que aunque últimamente me esté decantando por el mutis, no olviden que el que calla, escucha (y toma nota en su moleskina.)

Besos.
Oca.

va de Amores

Apareció en pantalla con un chubasquero colorado y la mirada pedagógica del aprendiz de meteorólogo. Durante la última semana habíamos amanecido mirando el cielo, intentando adivinar en las formas de las nubes, si nos había alcanzado ya el mal tiempo. Un anunciado temporal de lluvia y viento, de esos que nos disuelven la sal de las vacaciones.

Esa mañana no hizo falta. La chica del tiempo, en directo desde Galicia, con su atuendo de caperucita y el micrófono por barbilla, nos confirmaba que un fenómeno meteorológico producto de la fusión entre una Tormenta Tropical y una Borrasca Atlántica, se acercaba a la península. “Para que se hagan una idea”, continuó, “es como un Amor Imposible que nace, pasa fugaz e intensamente y se va para no volver.”

Lo dijo con el mismo tono de quien narra el atraco a una joyería pero con ese dejo a compasión por los no iniciados en el arte de interpretar la jerga del tiempo.

No dudo que cortara la conexión con el convencimiento de que todo el mundo le había entendido la atípica analogía, porque, al parecer, no hay nadie que no sepa algo de Amores Imposibles.

Al Amor Imposible se le reconoce en el primer segundo, por eso no hay borrasca ni tormenta que lo amilane. Se sabe de vida corta, intensidad compacta y de resaca larga. No es de los que tiene tiempo para ponerse a ver nevar por la ventana ni pasarse las tardes de domingo sacándole lustre a los zapatos favoritos.

La analogía de la chica del tiempo se me antojó perfecta. La diferencia es que, en el caso de los Amores Imposibles, el mal tiempo comienza cuando se acaban. Aunque es de agradecer, que vengan con la misma dosis de resignación con la que vemos llover en vacaciones: No se puede hacer más que esperar a que escampe.