Pequeñas Tragedias Veraniegas IV

La bombilla del horno se ha quemado y a mi Marido se le ha tronchado un tobillo. Tiene un esguince dice el médico. La bombilla se ha quemado en medio de la cocción de una tarta de piña, la preferida de mi Marido, y como no soy muy buena en eso de la repostería no quise desafiar las instrucciones del recetario, que decía que no se abriese el horno hasta que no se formara una capa dorada y consistente.

Así que opté por inspeccionar la tarta como se inspeccionan los devanes en las películas de suspense: a punta de linterna. Pero pasó que, por algún efecto óptico, que no viene al caso explicar aquí (tampoco sabría hacerlo), cuando creí divisar a través del cristal una capa dorada y consistente resultó ser en realidad morada y repelente, lo cual demuestra la importancia de la Luz Interior.

Afortunadamente mi Marido se ha tronchado el tobillo, porque con el dolor, se conoce, a los Maridos no les apetecen las tartas.

Para ser hombre, mi Marido aguanta muy bien el dolor. Lo sé, porque en esos casos le da por reírse. Cuando a un hombre algo no le duele tanto, quiero decir, que está en el umbral de lo soportable, éste se quejará cual se tratase de una herida abierta enjuagada en agua con sal. Pero, si por el contrario el dolor es superior a su verdadera entereza, éste optará por reírse. Para disimular, ya saben: Que la cosa que más le repatea a los hombres es que se sepa la verdad. (no importa si es de la buena.)

Pequeñas Tragedias Veraniegas III (Concepciones)

Mis padres lo pasaron muy mal para concebirme. La verdad, a veces no entiendo porqué se esforzaron tanto para traer al mundo a un hipotecado como yo. Según me cuenta mi padre (que de eso no habla mi madre, por pudor) tenían que levantarse como si nada a las cinco y media de la mañana, echar un quiqui desganado y presuroso – en posición de misionero según recomendaciones del médico – y salir pitando para la consulta del ginecólogo para hacerse un análisis y determinar si había algún ovocito fecundado con cara de hipotecado. Al parecer, son fáciles de identificar al microscopio porque entre las mitocondrias, el retículo endoplasmático y los lisosomas, forman graciosamente el logo de algún banco o caja rural. Fue precisamente a partir de aquella concepción aciaga, que odio las mañanas. Vamos, que vine al mundo con esa feature. Que antes de las ocho de la madrugada no me reconozco en un espejo.

Pero Cristina no, mi Cris es otra cosa. Ella es de buena familia. Fue concebida en una tarde primaveral al resguardo de un paraje turístico a orillas del Mar de Barents. Y a la primera. Los espermatozoides de su padre no necesitaron nadar, eso hubiese sido una deshonra. Como su familia es un poco patriarcal, el óvulo dispuesto de su madre bajó a su encuentro en el cuello de útero y luego hizo, ya fecundadito, el viaje de regreso con las previsiones de llevar algo para hacer estómago y unas bolsitas para el mareo, por si el niño o niña le salía con propensión a desazonarse. Es que las madres son así.

Personalmente, todo esto de la concepción me tiene muy curioseado. Anoche vi en la tele a un experto de terapias alternativas y nueva era, que decía que el futuro de los humanos está condicionado por las singularidades de su concepción, y yo, qué les puedo decir, me veo obligado a creerle. Daba un montón de recomendaciones que iban desde el ciclo de la luna para seleccionar el sexo, hasta la posición de la cama y las mesitas de noche (y las piernas de la mujer) acorde con las recomendaciones del Feng Shui.

Hay una alineación astral al respecto. Últimamente no veo más que concepciones. En la Muy Interesante de este mes viene un reportaje con fotos a mil aumentos al respecto. En la Men’s Health atrasada de la barbería de Jose venía otro y, hasta en el especial de Formula 1 de la Mecánica Popular echaban otro. ¡Vamos! que nunca había visto tanta concepción junta.

Mi amigo Antonio me dice, basado en su experiencia, que no es una alineación planetaria ni ná, sino la primera fase, la de estupefacción. Que ya se me pasaría a medida que lo asimilase. Espero que sea rápido, porque estoy de los nervios. Me parece un siglo la semana que apenas ha pasado desde que Cristina, mientras veíamos en el telediario las noticias acerca de la epidemia de la gripe del pollo en Indonesia, me soltara, articulando cabalmente: Por cierto cariño, estoy embarazada.

Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.
Cristina y el Porno (y Antonio).
Cristina ronca como un camionero

Pequeñas tragedias veraniegas II

En lo que llevamos de Verano he contado siete. Cada una cojea con su ademán especial, con cara_de_todo_el_mundo_me_mira, y moviendo graciosamente el pie, como intentando domar un potro salvaje (me molesta usar lugares comunes, pero, querido lector, tengo mucho calor y me da flojera). Me refiero a la experiencia que, casi siempre las mujeres, viven con el más poco fiable de los artículos estivales: La sandalia de verano. Sobre todo cuando ésta sucumbe, se rompe y las abandona.

Por todos es conocida su efímera fiabilidad, pendiendo siempre de un dedo gordo y agobiado por tener que caminar estrangulado, a merced de una irritante tirita-verdugo e intentando zafarse de ella (disimuladamente). Pero la que se topa conmigo es otra curiosidad: Por qué la gente, ante semejante tragedia, no prescinde de ellas (las sandalias), y se lanza a caminar descalzo, que es como Dios lo trajo a uno al mundo.

Abstraído en el análisis soporífero bajo un sol de justicia (perdón otra vez por el lugar común) pienso que tal vez sea porque en occidente le hemos perdido el gusto a caminar descalzos. Aunque claro, me digo para mis adentros, no es lo mismo perder una sandalia al cobijo de un pueblo campestre, con senderitos de tierra blanda y travesías otoñales alfombradas con hojas ocres entristecidas por una brisa serena, que en medio de la Gran Vía madrileña con un asfalto en estado de magma y cuarenta grados a la sombra.

Así las cosas, perder una sandalia es peor que andar desnudo, sobre todo por su simbolismo. Es arriesgarse a resultar ridículo, torpe, desamparado y vulnerable. Digo, todas esas cosas que el humano medio procura evitar. Y termino brusca y torpemente: La próxima vez que tenga la oportunidad de presenciar esta frecuente tragedia veraniega, deténgase, tómese su tiempo y deje que su mente se adentre en la profunda y fascinante reflexión de cómo, sin un calzado, no somos nadie.