Timba a las 7 y media

Si quiere saber si realmente domina usted un idioma, pregúntese si satisface las siguientes condiciones: 1) Es capaz de seducir con ella y 2) puede reírse con los chistes de un humoristas autóctono.

Después de diez años hablando en Español cada día, pensaba – ingenuo de mi – que lo tenía controlado, hasta que la semana pasada me encontré sentado en un teatro como gallina mirando sal, mientras el resto de la audiencia se meaba literalmente de la risa. Los actores de la obra a la que asistíamos acababan de hacer un juego de palabras de los más ingenioso, pero como yo no sabía lo que era una timba, ni conocía el juego de cartas siete y medio, me limité a esperar que mi mujer terminara de reír para pedirle, con esa tosesita que intenta ahogar la ignorancia, que me explicara el chiste; cosa tonta, porque como todo el mundo sabe, no hay nada con tan poca gracia como un chiste explicado.

A veces pienso que uno no aprende un idioma, sino que lo usa como medio para aprender una cultura, o al menos, eso es lo que me pasa. Hablar bien una segunda lengua (a veces también la primera) es un efecto colateral de haber asimilado una cultura y de entender como ésta interpreta y manipula su realidad a través del idioma. Es probable que sea esa la razón por al cual se aprende mejor una lengua cuando más joven se es: no has creado aún suficientes prejuicios que funjan de obstáculos para entender la realidad del otro y hacerla tuya.

Mientras tanto, seguiré pidiéndole a mi mujer que me sirva de intérprete.

Ecolalia Inversa.

En el pueblo de mi madre vive un curioso personaje al que todo el mundo llama Chiborrito. Tiene aspecto de perro inofensivo, responde a un talante solidario y tiene fama de lograr una extraña empatía con la gente. Sin embargo, su signo distintivo salta a la vista con sólo mantener una breve y trivial conversación con él. Pongamos que hablamos del tiempo:

– ¡Qué calor hace Chiborrito!
– Si, calor, pues… hace.
– Yo así no salgo de viaje.
– No, así no, de viaje, no.
– ¿Y vos pa’onde vais a estas horas?
– A estas horas, yo, poray pues, voy.

Así os podéis imaginar el resto. Chiborrito repite de forma inversa en sus respuestas las palabras que su interlocutor ha usado con anterioridad. Entiende lo que se le pregunta y aunque pueda pasar por tonto, no lo es. El resto de sus comportamiento son normales y lleva una vida normal ganándose la vida con trabajos ocasionales.

Inquietado un poco e intentado indagar más allá de la anécdota, creo haber dado con lo que podría padecer. Sin la intención de hacer diagnóstico – que no soy quien- sus características parecen coincidir con algo que los médicos llaman Ecolalia: una perturbación del lenguaje en la que el sujeto repite involuntariamente una palabra o frase que acaba de pronunciar otra persona en su presencia, a modo de eco. En el caso de Chiborrito, la repetición se realiza en orden inverso e intercalado dentro de sus propias respuestas, por lo que la he adjetivado como inversa.

Como hago dos horas diarias de coche en solitarios para ir e volver del trabajo, tengo tiempo para elucubrar un poco (o escuchar la radio) y he imaginado, que tal vez, esta perturbación ponga de manifiesto lo que realmente sucede en el cerebro. Digamos que todos de alguna forma sufrimos de ecolalia, sólo que el eco se emite dentro del cerebro, como una forma de buscar dentro de un enorme índice, las referencias contextuales para poder mantener una conversación con nuestro interlocutor. Algo así como cuando uno se repite frenéticamente una palabra que conoce pero de la cual ha olvidado momentáneamente su significado. O un nombre, al cuál no logras ponerle cara mientras repites las pistas que te van dando.

– ¿Te acuerdas de Paco?
– ¿Paco?
– Si, el primo que conocimos en la fiesta de Lola
– Paco… fiesta… si me suena pero no me acuerdo.
– Uno alto, de barba.
– Paco, Paco, Paco… eh…¿alto con barba? ¡Ah! Sí, el que contaba los chistes de gallegos…
– Ese mismo, el de los chistes de gallegos.

Pequeñas Tragedias Veraniegas IX

Dormir con calor fue uno de los primeros ejercicios de adaptación al ambiente que permitieron al hombre conquistar el planeta. Una cosa es que nos hayamos adaptado y otra muy distinta que haya sido de nuestro agrado. Porque intentar conciliar el sueño sobre los treinta grados deviene rápidamente en la pequeña tragedia del insomnio veraniego. En el invierno, pues te levantas, coges un libro o enciendes la tele. Pero en pleno verano, no tienes ánimo ni para darte la vuelta en la cama, ni tan siquiera para abrir los ojos y te ves obligado a ver con la mente, con la consecuente aparición de la alucinación insomne, sobre la cual hablaremos otro día.

El otro problema del verano son los perros insomnes. Nunca fallan. Justo cuando se abre una ventana de agotamiento, que tal vez te permitiría caer en fase REM, comienzan un concierto de ladridos en cadena que terminan por complicar aún más situación. Resulta curioso, porque tu sales a la calle una tarde cualquiera y no tienes la sensación de que haya tantos perros en tu vecindario. Además, como no puedes abrir los ojos, te obligas a maldecirlos con la mente, lo cual requiere concentración y evita que te duermas.

Finalmente, cuando ya cerca del alba, exhausto y resignado logras coger un poquito de sueño, cuando crees que ya nada más puede pasar, entonces, los pajaritos comienzan a cantar. Con frío, en plena primavera, vale. Pero en verano, el hermoso canto del amanecer es una verdadera calamidad. A mi se me antoja un error de diseño por parte de Dios: En verano los pájaros deberían estar invernando.

Tengo sueño.