Los arrepentidos

dog-601216_1280En la crónica de todo movimiento político totalitario yace una figura que compite en olvido con los ganadores del Oscar al mejor vestuario: el arrepentido. Esa persona con tribuna que desde un principio fue todo vehemencia e ilusión, que por la causa convirtió en enemigos a sus amigos, que dejó de asistir a la bodas y bautizos para no toparse con ellos y que terminó entronando al líder en el altar de su fe.

Los arrepentidos van consumiendo su cuota de dignidad a medida que los procesos se consolidan, hacen caso omiso a las advertencias del sentido común, de la historia y sólo advierten el peligro cuando ya es demasiado tarde. El destino de las personas que son éticamente superiores a las causas que apoyan es, inevitablemente, caer en desgracia. Ser utilizados a conciencia y desechados como pendejos. Y si nos ponemos, ni lo de la ética, bastará con que intenten pensar levemente diferente.

Siempre me ha intrigado el proceso mental que se lleva a cabo para abrazar lo descabellado, lo que a todas luces tiene un tufo a despotismo cautivo. No me refiero al proceso colectivo, que ya ese es otro enigma, sino al personal, al que hace el individuo consigo mismo para defender y apoyar aquéllo que, hasta hace unos días, formaba parte de sus líneas rojas. Qué pasa, por ejemplo, en la mente de un brillante científico para que abrace el totalitarismo; que pasa en el corazón de un docente para que defienda a pie juntillas el adoctrinamiento sectario; qué sucede en la mente de un optometrista jubilado para que olvide separar lo que está bien de lo está mal; qué se atrofia en el razonamiento de un periodista para que deje de desconfiar de la naturaleza humana, a escudriñar en los motivos y a denunciar la falta de veracidad.

El problema con el proceso de arrepentimiento es que casi siempre se alarga demasiado, como aquellos matrimonios fallidos que encadenan segundas oportunidades y que al final siguen estando juntos por los muchachos, creyendo que con ello logran una crianza aséptica, hasta que, a la altura en la que el mal ya está hecho, alguno de los dos dice basta.

Lo peor del asunto es que el arrepentido tiene una dualidad perpetua: para los amigos, esos que simplemente se limitaron a esperarlo, se defenderá como un engañado, pero para la causa, siempre será un traidor.

En todo caso, arrepentirse es un hecho intelectualmente más exigente que confiar en el mito de los salvapatrias. Reconocerse como un equivocado sólo tiene valor si dicha condición se exhibe con el mismo ímpetu con el que se defendió la estafa.

Lo único que se puede pedir, dado que vulnerables somos todos, es que el proceso de arrepentimiento comience cuanto antes, que no se dejen pasar los primeros síntomas porque en los populismos y los totalitarismos, las culpas se enquistan.

Nombrar y avergonzar

En los Estados Unidos de América el gobierno despliega su acción pública a través de un muy amplio paisaje de agencias gubernamentales con distintos grados de autonomía. Las hay mundialmente conocidas como NASA y otras, como la NHTSA, que no salen ni en las ubicuas series de ficción.

Un objetivo que se han trazado muchos gobiernos es el de valorar la efectividad de los programas que llevan a cabo dichas agencias y mostrar a los contribuyentes si vale la pena el dinero que están pagando por ellos. Aunque varían en las siglas con las que bautizan a los programas de evaluación y seguimiento de las agencias, casi todos han sucumbido a una estrategia muy anglosajona: la de nombrar y avergonzar (name and shame). Una forma plana en su ejecución y fácil de explicar y entender.

Desde aquel primitivo «pase a la pizarra señor Smith» para escarmentar a un alumno poco aplicado, este es un método que ha evolucionado, pasado por varios filtros de sofisticación y que todo el mundo ha vivido alguna vez en carne propia. Por eso resulta familiar. Es también la estrategia preferida de muchos grupos de «activistas»,  aunque normalmente terminen avergonzando a quien no corresponde.

En fin, es una aproximación que discurre por distintos grados de efectividad en el esfera pública, pero es prácticamente de carácter testimonial en el sector privado de la economía…. hasta ahora, donde parece que una nueva generación de «mandos medios» está adoptándola con profusión. A todo esto, resulta curioso que en otras culturas, como la mediterránea o la caribe, esta práctica sea generalmente inexistente en las cosas públicas y más habituales en la esfera de la economía privada.

A lo que iba:

Para controlar a los representantes que elegimos con la intención de darnos gobierno, son necesarios mecanismos acordes con sus temores y, probablemente, producto de la misma cultura, nuestros políticos son inmunes a la vergüenza, por lo que dicho método (nombrarlos y avergonzarlos por sus ineptitudes o falta de honradez), resulta totalmente ineficaz. Vamos, que por no hacerles pasar el mal rato y ante una hipertrofia colectiva de neuronas espejo ciertas sociedades somos capaces de volverlos a elegir una y otra vez… y cuando por fin las cosas son insostenibles, somos capaces de elegir a otros, cuya único mérito es… ¡haber nombrado y avergonzado a los anteriores!

No quisiera darle la razón a Jean Bodin, pero si la cosa es por la calor, estamos perdidos.

Él sí estuvo allí

beach-663232_1920Intuyo que mi generación dedicará en total más tiempo a sus hijos durante la infancia que todo el tiempo que lo hicieron las generaciones precedentes. Especialmente los hombres. Lo inquietante es el desasosiego que produce barruntar que nuestros hijos, de adultos, no lo recordarán porque la memoria se lo lleva muy mal con la cotidianidad.

Lo normal es que recordemos las ausencias, esas rupturas de lo que considerábamos normal, de lo que debió haber sido y no fue: El golaso que metí y que papá no vio, lo bien que bailé y papá no llegó a aplaudir o todas la veces que fracasé y no estuvo allí para consolarme. Da igual todos los golasos que previamente le hayas celebrado, los ¡bravos! que hayas gritado en sus grandes actuaciones o que le hayas levantado el ánimo cuando las cosas no salían bien. Sólo fijarán en la memoria las rupturas de esa progresión: las ausencias.

Todo esto contrasta justamente con las generaciones precedentes, donde lo excepcional era que papá estuviera allí. Mi Padre murió cuando yo tenía ocho años. Fue como cualquier otro padre de su generación, muchas horas trabajando, habitualmente  lejos de casa y con poco tiempo para jugar. Era la normalidad. Pero cuando estaba, se producía un pequeño acontecimiento. La única conversación de hombre a hombre que tuve con mi padre es uno de los más bellos tesoros que guardo en mi memoria, cuando después de una soporosa siesta de Sábado se dedicó toda una tarde a contestarme a una pregunta ingenua: Papá, ¿Cómo es el Sol?

Se lo inventó casi todo, aunque se mantuvo fiel a la verdad. Llegó hasta Plutón aguantando con ecuanimidad mis preguntas encadenadas. Fue por unas horas mi Copérnico particular, un gran traductor a mi cosmovisión y el forjador de ese momento trascendental en el que entiendes que hay situaciones en las que la realidad no se corresponde con la evidencia pero que Eppur si muove.