La cláusula de la sonrisa

Mauricio es un chico normal, pero muy tímido, y lleva una semana sumido en la angustia. La chica más guapa del mundo le llama por su nombre, se saluda cuando le ve, le desea buen día y le sonríe con todos los dientes. Me dice que no había visto nada igual, salvo en las pelis, y que esas siempre terminan en boda. Mauricio se ha hecho ilusiones, de las sinceras, porque es un buen chico. Me dice que le ayude, que no sabe cómo entrarle a una chica de la ciudad, tan sofisticada, con tantos dientes perfectos, con tanto pelo brillante. Me cuesta verle así, pero lo entiendo. Viene de un pueblo digno, pero pequeño, de esos que envejecen a la velocidad que les puede imprimir el abuelo más optimista y donde Mauricio ostentó, durante más de 18 años, el calamitoso honor de haber sido el último en nacer… y contando. Su condición también le ha negado el privilegio del mal de amores a una edad prudente. Le he dicho la verdad hace una media hora y aquí lo tengo, de despecho, en la barra, como en las pelis. ¡Parecía tan real!, me gime. Es dependienta en una cafetería Mauricio, le dije con el mayor tacto posible, y cumple con una cláusula que le obliga a sonreír y ser amable. Es como las modelos pero al revés, porque a esas se lo prohíben… que como sonrían, malo, tan malo como que engorden. Mauricio lo entiende al vuelo; ser de pueblo no le quita lo Millennial, pero se había hecho ilusiones el pobre.