Pequeñas tragedias veraniegas II

En lo que llevamos de Verano he contado siete. Cada una cojea con su ademán especial, con cara_de_todo_el_mundo_me_mira, y moviendo graciosamente el pie, como intentando domar un potro salvaje (me molesta usar lugares comunes, pero, querido lector, tengo mucho calor y me da flojera). Me refiero a la experiencia que, casi siempre las mujeres, viven con el más poco fiable de los artículos estivales: La sandalia de verano. Sobre todo cuando ésta sucumbe, se rompe y las abandona.

Por todos es conocida su efímera fiabilidad, pendiendo siempre de un dedo gordo y agobiado por tener que caminar estrangulado, a merced de una irritante tirita-verdugo e intentando zafarse de ella (disimuladamente). Pero la que se topa conmigo es otra curiosidad: Por qué la gente, ante semejante tragedia, no prescinde de ellas (las sandalias), y se lanza a caminar descalzo, que es como Dios lo trajo a uno al mundo.

Abstraído en el análisis soporífero bajo un sol de justicia (perdón otra vez por el lugar común) pienso que tal vez sea porque en occidente le hemos perdido el gusto a caminar descalzos. Aunque claro, me digo para mis adentros, no es lo mismo perder una sandalia al cobijo de un pueblo campestre, con senderitos de tierra blanda y travesías otoñales alfombradas con hojas ocres entristecidas por una brisa serena, que en medio de la Gran Vía madrileña con un asfalto en estado de magma y cuarenta grados a la sombra.

Así las cosas, perder una sandalia es peor que andar desnudo, sobre todo por su simbolismo. Es arriesgarse a resultar ridículo, torpe, desamparado y vulnerable. Digo, todas esas cosas que el humano medio procura evitar. Y termino brusca y torpemente: La próxima vez que tenga la oportunidad de presenciar esta frecuente tragedia veraniega, deténgase, tómese su tiempo y deje que su mente se adentre en la profunda y fascinante reflexión de cómo, sin un calzado, no somos nadie.

Pequeñas tragedias veraniegas II

En lo que va del verano he contado siete. Cada una cojea con su ademán especial, con una cara_de_todo_el_mundo_me_mira, y moviendo graciosamente el pié, como intentando domar un potro salvaje. Porque está claro, no hay cosa más poco fiable en estos días, que la sandalias de verano.

Pequeñas tragedias veraniegas

A mi barbero se le antoja una debacle eso de las bodas gays. Mi barbero es de derechas, pero del tipo cautivo, de esos que mantienen sus preferencias políticas en animación suspendida hasta que surgen temas como éste, con los cuales ya no pueden estar de acuerdo con su cliente, como dicta la profesión. Me lo dejó caer como quien no quiere la cosa, partiendo del supuesto de que estaría de acuerdo con él, y con miedo a la respuesta… se le notó, porque dejó de accionar las tijeras. Como es sabido, los barberos (y los hombres en general) no pueden tener miedo y cortar el pelo a la vez. Dejé pasar un momento de riesgo, mientras perfilaba mis patillas con la afilada navaja, a la antigua usanza, y le eché encima el balde de agua fría de mi opinión: Pues, a mi me parece bien que se casen. Total, pagan impuestos igual que usted y yo, y no lo veo como una amenaza para la familia.

Claro que es una amenaza. escupió. Me pidió que imaginara que a un niño adoptado por homosexuales le preguntaran en la escuela quién era su madre. Qué contestaría el pobre. Evité la trampa dialéctica y respondí con otra pregunta. ¿Y cómo eso puede ser una ameneza para la familia? Con las tijeras abiertas en ángulo intimidatorio y un reflejo aportado por los halógenos del espejo, me preguntó ¿Cómo que no? ¿y cuál si no, cree usted que pueda ser la mayor amenaza para la familia en España?

No hace falta pensarlo mucho Jose, le dije. Bajó las tijeras como un gesto de curiosidad que agradecí, después de lo cual agregué lentamente. Yo esa si que la veo clarita Jose, sin lugar a dudas, el altísimo precio de la vivienda.

Nota del Cartero: Esta nota está dedicada a unos desconocidos Carlos y Emilio, una pareja homosexual desde hace treinta años, que han sido los protagonistas hoy de la primera boda entre personas del mismo sexo celebrada en España, coincidencialmente, aquí, en el pueblo donde vivo.