Tartamudez

De pequeño tenía un compañero de colegio que tartamudeaba. Era diferente. La seño decía que era tan inteligente como todos nosotros para los estudios, pero que él tenía más mérito porque pensaba de a pedacitos. De no haberme dicho eso la maestra, no me hubiese agobiado tanto cada vez que hablaba con él. Uno de pequeño no reflexiona sobre esas cosas, y aquello de pensar antes de hablar era una incongruencia. A esa edad existe la sensación de que uno dice los pensamientos que se nos cruzan por la cabeza en línea. Que hablar no es más que pensar en voz alta. Así que sólo imaginar que a mi compañero le costaba pensar, soñar y fantasear fluidamente, me resultaba, cuando menos, incómodo.

Pienso que pasa lo mismo con los adultos, sobre todo por esa costumbre de juzgar por las apariencias. Creen erróneamente que un tartamudo piensa marcando el ritmo de la onomatopeya que da origen a su adjetivo: de tart en tart.

El origen de la tartamudez es un misterio. Las definiciones asociadas a ella se han construido a partir de los síntomas, pero nada o poco se sabe sobre qué la origina y cómo remediarla o prevenirla. Casi todas las definiciones llevan ideas parecidas a interrupciones o disrupciones involuntarias en la fluidez del habla y comienzan a variar cuando toca definir sus causas.

Con el tartamudo ocurre algo que socialmente es muy injusto a la vez que absurdo. Por poner un ejemplo, si usted ve a una persona con disminuciones asociadas a la movilidad; cuando menos no le molesta. Se aparta y ya. En el caso de los tartamudos, el hastío aflora muy rápidamente, en ocasiones empeorados con la burla y la incomprensión, y eso es aún peor que la lástima.

Es curioso que, en general, le demos más importancia a la fluidez que a la sensatez. Vamos, que hay un gentío ingente que dice fluidamente cantidades siderales de sandeces y nadie se inmuta. Pero que ante un tartamudo se crispan, comienzan a completarle las frases, se inclinan odontológicamente como para sacarle las palabras cual si fueran muelas; y en el mejor de los casos, fungen de guías lingüísticos: Habla más despacio, No te pongas nervioso, Respira profundo, Relájate.

Sucintamente: Eso no ayuda. Porque nadie conoce tanto sus limitaciones como uno mismo. Y actitudes como esas, sólo sirven para crear limitaciones artificiales, a veces más condicionantes que las reales.

Volviendo a la seño, y su desafortunado halago hacia nuestro compañero, me ha dado por pensar que a veces nosotros, los fluidos, somos más bien lo contrario, una especie de ciclomudos, que pensamos una o otra vez en círculos, sobre las mismas preocupaciones y los mismos miedos. Y no sé, eso si que suele representar, un obstáculo mayúsculo hacia la fluidez de la comunicación.

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Para más información:
Nosotros los tartamudos
Asociaciones de Tartamudos

Música para planchar

Una madrugada de hace ya algunos años, me topé con un programa de televenta que anunciaba una oferta insuperable (como todas) que consistía en cincos discos compactos con la mejor música para conducir. (manejar carros)

Entre lo que pude entender del anuncio, que iba en Inglés, el vendedor aseguraba que la selección estaba hecha a partir de detallados estudios científicos sobre temas clásicos y contemporáneos de Pop, Country y Rock, interpretados por los más populares artistas. El anuncio dejaba ver la imagen de un adulto contemporáneo emprendiendo un largo viaje en su mercedes descapotable, atravesando valles y montañas, sonriente y escuchando su musiquita. En ese momento pensé en aquella resignada y sabia frase de mi abuela: ¡Ya no hayan como sacarle los cobres a uno!

La semana pasada, una lectora, maléfica (que no es adjetivo sino nombre, que he puesto la coma), me comentaba sobre su preferencia de escuchar música mientras planchaba, al igual que este servidor, y pues se activó una sinapsis oxidada que hizo que me acordara del anuncio con el que he comenzado la nota. Y algo más, de aquel antaño popular efecto Mozart.

Sobre la música y el estudio también se ha hablado mucho, y curiosamente los científicos en lo que se han puesto de acuerdo, es que lo mejor para estudiar, sobre todo cuando se hace en soledad, es el silencio. Pero no funciona así para otras aventuras humanas como conducir, cocinar, limpiar, hacer ejercicio, el amor –que también es un ejercicio- y demás, en esos casos se les potencia el sabor, o simplemente se hacen más llevaderas en compañía de la música.

Así, cada actividad tiene un ritmo y la música que se escucha (u oye) mientras se realiza suele estar en concordancia con éste. Por ejemplo, hay cierto tipo de música que sólo tolero planchando y en ningún otro contexto. Si escucho otra cosa, las camisas me quedan arrugadas y las franelas no las doblo igual, e incluso por descuido, hasta me descubro haciendo excentricidades, como planchar la ropa interior. ¡Hasta donde puede llegar la influencia musical!

Si que hay cierta música especial para determinadas actividades, pero no sé hasta que punto responda a patrones aplicables a todos, y no se trate más bien de preferencias particulares. Vamos, que en mi caso el efecto Mozart pudo haberse llamado efecto Billo’s y todos tan tranquilos.

¡Vayá!

Pan de reta

Hay sonidos que se jubilan. En la música, cada generación se hace con un sonido particular y unas letras afines, pero en esencia se ejecutan con similares instrumentos y se escriben en los mismos pentagramas. Se nota sobre todo en los directos (en vivo). Allí se reconocen fácilmente los sonidos de los instrumentos tradicionales, aunque en manos de una generación que se esmera por presentarlos y combinarlos de una forma diferente.

Pero a veces, de entre los devaneos de la evolución, algún que otro instrumento se descarta, y se le ve hacer la maleta y enrumbarse hacía la residencia de instrumentos ancianos, rechazados por la sociedad. Ese es el caso de la pandereta.

Luego de años de haberse dejado oír presuntuosa y con presencia inequívoca entre la percusión de casi cualquier manifestación musical, abarcando desde la tradición de las representaciones folclóricas de la vieja Europa hasta la rompedora generación hippie, la pandereta se encuentra en peligro de extinción. Con su aire portátil y su naturaleza delatora -esa manía por dejarse escuchar al mínimo movimiento- la pandereta ya casi ni se oye ni se escucha en las canciones de la radio, como tampoco se ve en los conciertos por televisión. Los solistas de antaño que no sabían tocar ningún instrumento, participaban de la puesta en escena con una pandereta en la mano. Hoy esta iniciativa, sería una exposición al ridículo, como casi lo es ya el ver a un cantante con un micrófono alámbrico.

Pero en fin, también dejó de usarse el clavicordio, el címbalo, el órgano o la flauta. Mientras asistimos a su agonía, el cascabelero sonido de la pandereta seguirá refugiado en algunos templos nostálgicos como las radios de los pueblos, que programan y reprograman a Leonardo Fabio o a Nicola Di Bari; en las Iglesias cristianas que amenizan el aleluya con este sonajero y la guitarra acústica, y en los eternos y lustrosos recopilatorios de los Beatles.