Pequeñas tragedias veraniegas II

En lo que va del verano he contado siete. Cada una cojea con su ademán especial, con una cara_de_todo_el_mundo_me_mira, y moviendo graciosamente el pié, como intentando domar un potro salvaje. Porque está claro, no hay cosa más poco fiable en estos días, que la sandalias de verano.

Pequeñas tragedias veraniegas

A mi barbero se le antoja una debacle eso de las bodas gays. Mi barbero es de derechas, pero del tipo cautivo, de esos que mantienen sus preferencias políticas en animación suspendida hasta que surgen temas como éste, con los cuales ya no pueden estar de acuerdo con su cliente, como dicta la profesión. Me lo dejó caer como quien no quiere la cosa, partiendo del supuesto de que estaría de acuerdo con él, y con miedo a la respuesta… se le notó, porque dejó de accionar las tijeras. Como es sabido, los barberos (y los hombres en general) no pueden tener miedo y cortar el pelo a la vez. Dejé pasar un momento de riesgo, mientras perfilaba mis patillas con la afilada navaja, a la antigua usanza, y le eché encima el balde de agua fría de mi opinión: Pues, a mi me parece bien que se casen. Total, pagan impuestos igual que usted y yo, y no lo veo como una amenaza para la familia.

Claro que es una amenaza. escupió. Me pidió que imaginara que a un niño adoptado por homosexuales le preguntaran en la escuela quién era su madre. Qué contestaría el pobre. Evité la trampa dialéctica y respondí con otra pregunta. ¿Y cómo eso puede ser una ameneza para la familia? Con las tijeras abiertas en ángulo intimidatorio y un reflejo aportado por los halógenos del espejo, me preguntó ¿Cómo que no? ¿y cuál si no, cree usted que pueda ser la mayor amenaza para la familia en España?

No hace falta pensarlo mucho Jose, le dije. Bajó las tijeras como un gesto de curiosidad que agradecí, después de lo cual agregué lentamente. Yo esa si que la veo clarita Jose, sin lugar a dudas, el altísimo precio de la vivienda.

Nota del Cartero: Esta nota está dedicada a unos desconocidos Carlos y Emilio, una pareja homosexual desde hace treinta años, que han sido los protagonistas hoy de la primera boda entre personas del mismo sexo celebrada en España, coincidencialmente, aquí, en el pueblo donde vivo.

Perder el Autobús

Perder un autobús en hora punta es un arte. No es una cosa que se deba tomar a la ligera, sino que debe cultivarse y perfeccionarse con un trabajo consciente, constante y abnegado hasta rozar la perfección. Lo primero que debe evitarse es la resignación, esa tendencia en onda zen a pensar que como es una cosa que no tiene solución, no hay porqué amargarse la mañana. En esos casos, lo mejor es desahogarse y despotricar con vehemencia del chofer, que se antoja de salir cinco minutos antes de su parada, y echar una que otra pataleta, mirar reiteradamente el reloj y poner la mejor cara de preocupación por llegar tarde al trabajo. Y, en ningún caso, culparse uno mismo pensando que todo se habría evitado saliendo un poco más temprano. En pocas palabras, cosechar autoengaño matutino.

Un error muy frecuente en los perdedores-de-autobuses noveles, es precipitarse en el insulto al conductor. Antes de insultar al conductor con un sentido, estridente y jadeante “hijo de puta”, cuando te cierra la puerta justo cuando estás a dos milímetros de ella después de una carrera imposible hasta la parada, debe uno cerciorarse que no exista la posibilidad de que, en un arranque de morbosa nobleza, se detenga y te abra la puerta, porque luego, no tienes más remedio que subir y humillarte con una disculpa de color de braza, por acordarse de su madre.

Si eso llega pasar, mantenga la dignidad. No se disculpe, porque lo que usted ha dicho no afecta en lo absoluto al conductor de autobús: como todo el mundo sabe, esas criaturas no tienen madre.