Tragaperras de bolsillo

Ni en el más loco de sus sueños los fabricantes de tragaperras habrían podido vislumbrar a una de sus máquinas en el bolsillo de cada humano capaz de tirar de la palanquita. Y es que, al contrario de lo que suele decirse, la imaginación humana sí que tiene límites y la realidad suele estar allí para compensarla. Treinta años después de una revolución tecnológica que pensábamos que marcaría un hito (favorable) en las comunicaciones humanas, nos encontramos atrapados por una diminuta tragaperras que embota y aliena. Y no voy de demonizar al móvil, sino a micro-reflexionar sobre un modelo de negocio basado en la generación de adicción y que no ha aceptado el reto de innovar con las técnicas.

Las técnicas de las aplicaciones de hoy, de casi cualquier categoría, desde las informativas, pasando por las que narran vidas ajenas, hasta las bancarias o audiovisuales, sucumben a copiar burdamente, secos de ideas sus creativos, los mismos métodos de las máquinas tragaperras. Pulgar inquieto para tirar de la palanquita, animaciones de esperas artificiales que simulan las ruletas dando vueltas y las de un scroll infinito que promete el premio efímero más cerca cada vez. Las técnicas de la adicción en estado puro sin las advertencias que a otros sectores obliga la ley. Porque el fin es el mismo, el secuestro de la atención para rentabilizar la vacuidad.

Los productores son conscientes, pero alegan que cada humano es dueño de sus actos y, sobre todo, libre. Y con ese argumento ni siquiera se permiten algún un pequeño slogan, como los que sueltan inútilmente otros sectores como “bebe con responsabilidad”, “fumar mata” o “el juego no es un juego”. Nada. Silencio. Los únicos que se protegen levemente son los fabricantes de dispositivos, que integran funcionalidades que miden y reportan el tiempo que se pasa frente al móvil tirando de la palanquita, pero no por un impulso ético, sino para tener argumentos por si algún día llega la demanda prescriptiva.

Y aunque en parte el reclamo de la libertad tendrá siempre un gran tirón (ejercerla es una de las formas de perderla), mi preocupación no va tanto por los que hayan sucumbido ahora.  Está claro que hay una generación irrecuperable que vivirá el resto de su vida con la adicción al móvil en las mismas condiciones de las que se vive con la adicción al tabaco. Mi preocupación es, no sólo para esto, sino para muchas cosas más, el que no se esté invirtiendo ni un céntimo de los impuestos que pagamos en fomentar el pensamiento crítico en las nuevas generaciones para que aprendan a detectar cuando les están haciendo cosas como ésta y sepan protegerse por sí solos de ellas [escucho los gritos: ¡eso es adoctrinar bastardo!].

Pues vale, no adoctrinemos en el pensamiento crítico, borreguisemos que es más barato. Pero, al menos, habría que hacer un par de cositas: i) que los productores paguen impuestos (no más impuestos, simplemente que paguen impuestos) para costear las consecuencias de esta adicción y ii) controlar que no se permita el uso por parte de menores de edad de ciertas tragaperras. Sé que la legislación siempre va por detrás, pero ya que las nuevas generaciones están siendo criadas por nuestra sociedad con la tara evolutiva de no ser capaces de ver el peligro, habrá que protegerlos de él como se hace con otros sectores como el de venta de tabaco o la entrada a casinos.

Muchos me dirán: –¡Ah-Amigo!, esas cosas se enseñan en casa, como no hablar con la boca llena o pedir las cosas por favor. Pero, no sé, es que tal vez eso tampoco se enseña ya.