Vidas públicas

Tuve un profesor de inglés que dejó de creer en Dios tras su divorcio. Otra de mis docentes era una refugiada de Trinidad y Tobago que había insultado al gobernador porque se acostaba con su madre de ella. También tuve otro muy alto, muy alto y de andares calmos que recomendaba poner la boca como los pijos para aplacar el acento. Éste gustaba de contar su breve vida feliz en un condado del sur de Gales mientras aprendía el idioma. ¡Nuestro país es una mierda!, solía decir con resignación para cerrar sus evocaciones. Estaba enfermo de frustración desde que le tocó volver porque se le acabó la beca y nunca se casó porque tenía terror del qué dirán: al hombre sólo le gustaban las mujeres bajitas, como a quien sólo le gustan las rubias. La típica infelicidad de los pusilánimes, se acotaba él mismo mientras intentaba volver a la clase sin mucho éxito. Sabrán ustedes que los verbos en inglés no tienen un tiempo futuro propio, como mi vida, para entendernos.

 


Nota del cartero (ya que contamos secretos):

Durante años desfilaron ante mi atrofiada capacidad para las lenguas —que aprendí por pura supervivencia— montones de profesores mochileros que eran lanzados ante lobos mansos sólo porque eran nativos, eso sin duda, pero con muy poca vocación para el enseñar idiomas. Simplemente pasaban por las academias y empresas para ganarse algún extra para comprar cervezas y divertirse bajo el sol ibérico. Otros no, ciertamente, pero eran minoría. Hay un momento en que los profesores de inglés se aburren de seguir los textos recomendados y empiezan a contar sus vidas y, para un servidor, ese momento se convertía en un importante distractor (al que culpo de todas mis deficiencias gramaticales) pues como ya intuirán, me veía conminado por las propias historias a tomar nota cual típico alumno distraído que dibuja caricaturas en la clase de química.