Cuento de Navidad

Yo es que iba para astronauta, pero las cosas se torcieron. Resulta curioso que sean esas torceduras de la vida las que te terminen llevando a donde querías ir; y no aquellos planes amolados con el tiempo, calculados al dedillo y tan infalibles en los que confiabas. Fui siempre muy ingenuo y nunca me distinguí por la valentía, aunque a decir verdad tampoco me dieron muchas oportunidades. Realmente conocidos, sólo tenía dos temores: a las hormigas y a los yogures caducados. Lo último no sé muy bien a cuento de qué, pero lo primero me viene de pequeño, de cuando me escapaba por las noches de agosto y me tumbaba bocarriba en las cuestas cercanas a ver las perseidas. Volvía luego a casa con más picaduras que estrellas en el firmamento. Por lo demás, no me interesaban las estrellas, sólo las perseidas, que no eran tales, sino rocas del espacio. Desde entonces esas rocas se convirtieron en mi gran pasión.

Se veía raro que un niño anduviera todo el rato mirando al suelo buscando rocas caídas del espacio. Mi madre me daba por el cogote para que no lo hiciera, pero las pasiones es lo que tienen, son un peligro. Le escribí a la señora Claus unas cuantas cartas pidiéndole en suerte una de aquellas rocas; pues pensaba que tendría mano izquierda con su marido, y aunque entendía que eran peticiones excéntricas, insistía cada año porque uno nunca sabe.  Con el tiempo, mi madre me dejó andar como quisiera, siempre y cuando disimulara si nos topábamos con la gente. Así lo hice, y en la Noche Buena de 1938, como premio a mi perseverancia infantil terminé encontrando a Katy, una condrita ordinaria y negrísima que estuve admirando en secreto durante años hasta que conocí a Linda y me casé con ella.

Rellené con cuidado todas las hojas de la convocatoria para ser astronauta. Pensé que mis estudios de física ayudarían bastante. En la carta de presentación les insistí en que ¡nada como mandar a un geólogo a la Luna!, que eso vestía mucho, que le daba un toque científico a la exploración espacial y eso. La cosa pareció surtir efecto y fui seleccionado como pre-candidato a astronauta-científico. NASA era muy suya para ponerle nombre a los cargos y a veces exageraban: por ejemplo, le llamaban pilotos a los que no pilotaban, porque no era propio llamar piloto al comandante, que era quien realmente lo hacía, y muy poca cosa llamar copiloto a un astronauta. En fin. Me revisaron desagradablemente hasta los rincones más íntimos de mi ser, aunque nunca se toparon con el dichoso miedo a las hormigas que supe disimular como un maestro. Pero cuando luchaba con mi tendencia natural a hacerme ilusiones apareció otra vez una de esas torceduras vitales: dieron con un levísimo soplillo casi imperceptible en el corazón que me dejó fuera de la carrera. ¡Qué faena! Me fui a casa a mirar al cielo con Linda que es lo que más me gusta hacer. Qué desilusión, con las ganas que tenía de pasear por la Luna, recolectar rocas del espacio en mi mochila y echarle un vistazo al bordecillo de los cráteres, a ver si percibía algún colorcillo naranja.

Y mira si pasamos noches mirando al cielo. Descubrimos cientos de cometas. A veces nos daba reparo publicar los descubrimientos, no fueran a pensar que teníamos un topo en el espacio. De aquel tiempo le vino a Linda una costumbre de amor: En cada víspera de Navidad se quedaba pegada a los instrumentos hasta la extenuación con la intención de dar con un nuevo cometa y regalármelo. Lo habitual era que me quedara dormido durante la espera, y la verdad, no creía que nadie tuviera tanta suerte como para decir, venga, ahora voy a encontrar un cometa y lo encontrara. Pero la cosa era que cuando ya estaba amaneciendo, Linda me hacía cosquillas con un papelito en la nariz para despertarme y entonces me daba a leer las coordenadas y el nombre del que había descubierto. Es que Linda es así.

Con el tiempo terminé ayudando con el entrenamiento de los astronautas que irían a donde yo quería ir. Fue una experiencia rara, pero me hizo mejor persona. Qué rotunda cura de humildad se saca de enseñar a otro a hacer lo que te gustaría hacer por ti mismo; yo me lo tomé en serio y lo hice lo mejor que pude. Sobre todo enseñarles a mirar, a escarbar, a seguir la intuición, a describir con propiedad científica lo que veían. El roce hizo el cariño y bueno, de alguna forma sentí que estuve allí con ellos.

Entonces, pasados los años, una noche de marzo nos hicimos famosos. No estábamos buscando lo que encontramos, pero pasa con tanta frecuencia en la ciencia, que hasta le hemos pues nombre: serendepia. La cosa fue que Linda, David (un amigo) y yo dimos con un bicharango enorme, un cometa de fábula, que al cabo de un año terminaría impactando en directo contra Júpiter. Tan, tan, tan fue la cosa, que le terminaron poniéndole nuestros nombres y todo. A NASA le vino de perla. Todo el mundo estuvo expectante con el dichoso impacto. Y venga a dar conferencias por el mundo hablando del comenta y dando entrevistas y todo eso.  Fue luego de una de esas conferencias en Australia cuando apareció otra de esas inesperadas torceduras. NASA estaba embarcada por entonces en otro proyecto para enviar sondas a la Luna, pues estaba segura de que encontraría agua en algún cráter de los polos. Al principio, Linda no estuvo de acuerdo, le daba reparo pues todo aquello fue un gran imprevisto, pero también estaba por esos días la alharaca formada con la vuelta al espacio de John Glen y parecía que estaba de moda lo de mandar ancianos al espacio. Lo cierto es que en la Noche Buena del 1997 Linda no encontró ningún comenta que regalarme, por más que insistió la pobre, y como compensación, accedió a que cumpliera mi sueño. Y en ello estoy. Los científicos no se conformaron con detectar agua a través de los instrumentos, así que decidieron zambullir la sonda espacial en bomba, ya que si realmente la había, se vería el vapor de agua del chapuzón. Y aquí que estoy yo, cogiendo carrerilla junto a mis cenizas adosadas a la nave en una capsulilla de policarbonato. No os podéis ni imaginar las vistas que tengo mientras me acerco a mi gran roca del espacio.

A la memoria de mi admirado Eugene Shoemaker.


Nota del Cartero:
Como todos los años, mi sincero agradecimiento querido lector por pasarse de vez en cuando por aquí.

Cuentos de Navidad y Otras Historias Jeroglíficas

Felices fiestas y Gran Año Nuevo.

 

 

Cuestión de ejemplo

Dieciocho meses después se dieron cuenta del error y tuvieron que mandar a traer niños. El señor cura se quejaba en sus reportes semanales de que carecía de bestiecitas que evangelizar, ya que las nuevas parejas —que a duras penas se habían formado—, no cuajaban prole. Al parecer, se debía al efecto que la humedad repentina causaba en las mujeres. Se conoce que aún no estaban hechas a la meteorología local. Eso trajo consigo otros problemas seglares, dado que comenzaron los unos y las otras a descubrir los aspectos beneficiosos de ayuntarse sin riesgo de descendencia.

San Edermo se llenó de júbilo cuando llegaron los niños. Fueron repartidos por criterios fenotípicos, de tal forma que sus padres y madres sobrevenidos mantuvieran cierto parecido en barbilla, pelo, nariz y ojos. Querían ahorrar a los críos explicaciones futuras y aunque eran todos expósitos, aún estaban en la edad propicia para que los recuerdos fueran los que se les mandaran tener. Así, aún quedan en la tradición oral anécdotas que los contemporáneos han recibido de sus ancestros basadas en recuerdos de hechos verídicos que jamás existieron.

Una vez acostumbrados al estruendo de las agudas voces de los recién llegados, el señor cura realizó un bautismo colectivo sorteando los nombres del santoral e instaurando la costumbre de combinarlos para darle originalidad. Si se mira con cuidado, en un lateral del Arco del Triunfo puede verse un grabado que recuerda el momento en el cual se le otorgaba el Gran Cordón de San Edermo en su primera clase a señor cura como padre de la iniciativa. Entre otros considerandos destacaban que, como consecuencia de la misma, se vieron activados los humores de los unos y las otras, y así las parejas del pueblo comenzaron a reproducirse por sus propios medios. Debajo del grabado aparecen en latín las palabras con las que don Eleazar solía resumir su logro: Sólo les faltaba el ejemplo.

Hágame caso.

margaritaNo sea pendeja Araceli, el polvo de despedida no existe. Eso es un cuento que se han inventado los hombres para exprimir hasta el último suspiro a las tontas que se enamoran como usted. Sólo lo hacen para asegurarse de tener la última palabra. Simple machismo, muchacha. A ellos el mono se le pasa en tres tardes, o en menos si encuentran a otra ingenua a la que embaucar inspirando lástima, pero si usted cae en la trampa, se puede pasar toda la vida intentando olvidar a ese malnacido. Fíjese en la pobre Milaidi. Aún vaga por ahí arrastrando los pasos y suspirando por las aceras mientras el desgraciado ese ya está casado y con la mujer preñada. Eso le pasó por lo mismo que podría pasarle a usted. La desdichada estuvo despidiéndose de ese desgraciado durante casi seis meses con todos sus sábados. Así que no caiga en la trampa Araceli. Hágame caso. Usted seguro que piensa como lo hacen todas, que si le hecha un buen polvo de despedida no la deja, pero eso es mentira mija. Y también es un peligro. Una está tan desecha que se somete a lo impensable. Dígale que no. Se lo digo por experiencia. Si yo hubiera tenido el guáramo de negarme, usted no estaría aquí pasando por esto. Hágale caso a su madre, !carajo!