casi se puede tocar

En el día de la fecha (más o menos) se lanzó al mercado un teléfono como nunca antes se había fabricado. Normalmente se dice eso del último lanzamiento de cualquier artilugio, pero esta vez fueron más allá y dijeron, en relación a la experiencia de usarlo, “es casi como tocar el software”.

Vaya las cosas que se dicen con tal de vender… tocar el software… no pude más que sonreír levemente, pero sin ánimo de burla, claro está. Con esos argumentos hay gente que se ha hecho infinitamente rica y yo no. Un respeto.

Pongámonos en situación: Primero, el software no se puede tocar, no se puede sentir. Sólo le están reservados sentimientos intangibles, como el odio. Casi nadie que haya estado expuesto al software alguna vez en su vida ha podido evitar sentir odio hacia el mismo. Es así. Segundo, lo que sí tiene el software es personalidad. Incluso podría pensarse que el software es digno de volición. Uno termina conociendo sus virtudes y defectos, su forma de tratarlo, lo que le gusta y lo que no. Pero definitivamente, lo más cercano que se puede estar de sentir el software es cuando éste se presenta desnudo, sin esos adornos estéticos que le recubren hoy en día para hacerle “amigable”, para transformarle. Cuando uno trata con un software así, a calzón quitao, es cuando realmente se podría decir que es casi como tocarlo.

Anticuado. Desfasado. Cuán Old-fashioned figura usted en esta nota “apreciado” cartero. ¿Qué pieza de software ampliamente usada puede quedar en este mundo hiperconectado que figure desnuda a los usuarios?

Pues más de las que podríamos imaginar. Sin embargo, mis favoritas, a mucha distancia, son las interfaces de usuario de los sistemas de reservas de viaje, pues son prácticamente las mismas desde 1960 cuando IBM se apuntó un gran tanto diseñando Sabre para American Airlines. Sin muchos miramientos, ni cambios desde entonces, Sabre, como ejemplo de estos sistemas, mueve hoy cerca de un tercio de las reservas mundiales, con tiempos de respuestas inferiores al segundo y manejando la astronómica suma de un mogollón de transacciones por segundo.

En este tipo de sistemas, el usuario se enfrenta a una pantalla limpia, sin absolutamente nada, sólo un cursor a la espera. En ella se escriben las órdenes al sistema y se espera la respuesta que, a su vez, hay que interpretar. Y nada más. Por ejemplo, si el usuario quiere ver la disponibilidad de vuelos en un día determinado puede escribir un 114DECFRADUB10A y darle al enter.

¿Críptico? Pues no mucho: 1 es el comando para decirle que lo que viene es petición de disponibilidad; 14DEC, está muy claro, día y mes; FRADUB, las tres primeras letras indican el aeropuerto de origen (Frankfurt) y las tres últimas el destino (Dublín); finalmente el 10A le indica que a partir de las 10 de la mañana. Todo en una línea. La rapidísima respuesta va de tres cuartos de lo mismo. Todo lo que necesitas saber en modo directo, en texto simple y ya. La magia de los formatos en acción. Una magia que poco a poco hemos perdido. Antes, en las cartillas de las cuentas de ahorro podíamos leer información de ese tipo sin problemas y aún hoy en día, cualquier recibo del supermercado la contiene de forma similar, pero no la sabemos leer. Precisamente, de uno de estos sistemas vienen acuerdos curiosos, como la codificación de los días de la semana, donde todos comienzan con su inicial en inglés, salvo el jueves que es Q y el sábado que es J. O que para indicar que todos los días excepto los que se indiquen se usa la X, por ejemplo, todos los días menos los Lunes sería un XM.

Y con todo ello, nadie toma un avión hoy sin que sus datos pasen por un sistema similar, aunque los sistemas de reservas para el público masivo los recubran con virguerías varias en la que aún los Millennials se pierden.

Pedirle cosas con texto a un software es lo más natural y habitual, es lo que hacemos, por ejemplo, con Google cuando usamos comandos:  define:amor ó #laventana, hora ó simplemente calculadora. Sin embargo, poco a poco, esta aproximación sigue cedido terreno a un mundo en la que hacer la menor gestión contra un software está enmarcada por un montón de opciones, botones y ruidos de avisos e información no solicitada que afean la experiencia. Tal vez el último vestigio de este tipo transparente de interacción basada en texto sea el SMS en los que aún puedes enviar, por ejemplo, ALTA al 79800 para ayudar a UNICEF.

En fin, creo que no hay que temerle a la desnudez del software esbelto, que con pocas cosas se puede escalar más que con esta aproximación, la gente no se siente incómoda con el texto plano si se le da sentido, sino, dígame usted cómo se explica el éxito del @, el # y los RT de Twitter.

Salud.

 

Silencio Estético

Cuando un adulto se hace la ortodoncia todo el mundo calla. Es un raro silencio estético, a veces incómodo, como el que se produce en el hacinamiento de los lentos ascensores de los hoteles del centro. Procuras no mirar, pero están allí. Esos aparatosos brackets que le hacen hablar raro al señor del octavo, quien hasta hace unos días sonreía sin complejos, pero que ahora baja en silencio después de los buenos días, con la venia de los vecinos. Nadie dice nada. Parece un reflejo de la evolución, porque seguro que dirían algo ante el nuevo corte de pelo de su señora o el vaporoso cambio de armario del divorciado del primero derecha. Vamos, ni las nuevas tetas de la chica del quiosco dejarían de encontrar a alguien que se las alabe a gusto con una mirada lateral de torpe disimulo. Pero con los brackets no. ¿Por qué a estas alturas? pensarán unos. Será la crisis de los cuarenta, dirán los más mayores. Pero siempre en silencio.

Creo que pasa porque nos guardamos inconformidades con mucha facilidad y por mucho tiempo. En el fondo, no nos resignamos nunca a aquella nariz que nos tocó en suerte o a esos dientes cancán que no terminaron de alinearse nunca. Por eso el silencio. Simplemente, tratamos a los demás como nos gustaría ser tratados: no vaya a ser que un día de éstos nos dé por arroparnos más allá de donde nos llega la cobija, nos calcemos unos brackets y empecemos a hablar raro, como el marido de la señora del octavo.

.

La falacia del trabajo en equipo

El trabajo en equipo es un estadio superior del proceso enseñanza-aprendizaje que se usa habitualmente con ligereza, de forma torpe y a veces desalmada. Y eso es malo. Así no se aprende. De repente, en algún momento, un docente organiza a los alumnos en grupos, les asigna un trabajo determinado, les indica que les evaluará colectivamente y, sin mayores indicaciones, los lanza a lo desconocido. Como si aprender en equipo fuera algo natural con lo que todo humano viene al mundo, y no es así. Vale a que a bailar se aprende bailando, pero una cosa es hacerlo sólo o en pareja y otra muy distinta en la exigencia de un ballet. Puede que los niños aprendan a trabajar de forma colaborativa (que no en equipo) con los juegos infantiles, pero eso está muy lejos de aprender a través del trabajo en equipo. Y, obviamente, no es a lo que están acostumbrados. Cuando juegan colectivamente se someten a unas reglas que todos siguen y por la que todos velan, pero rara vez el docente establece las reglas para trabajar en equipo.

Todo esto suele producir ruido en el aprendizaje. Muchos niños simplemente no saben cómo reaccionar y asumen una sobre carga de trabajo individual al margen de lo que hagan los demás. Otros, descubren las ventajas de actuar como gorrones en línea con la Teoría de la Elección Racional (y con grandes beneficios). Finalmente, la mayoría asume una posición de desconfianza y hastío cada vez que se encuentran ante el temido trabajo en equipo. Todas estas conductas, adquiridas a lo largo del sistema educativo, se trasladan a la vida adulta, a los centros de trabajo, a la competitividad del país y finalmente a los índices de bienestar (y felicidad) de los ciudadanos.

Mucho del trabajo en equipo en el sistema educativo viene dado por la necesidad de simplificar la evaluación ante la masificación, donde lo normal son los absurdos equipos de diez individuos. Una aproximación que no responde a fines didácticos, sino a vulgar voluntarismo formativo. Si así fuera, hubiese contenido oficial que le explicara a los alumnos en qué consiste el trabajo en equipo, qué técnicas deben utilizarse, cómo distribuir el trabajo, cómo solucionar los conflictos, cómo gestionar los liderazgos nocivos y controlar a los gorrones y, no por ello menos importante, cómo aprender conjuntamente.

Un punto especialmente crítico, es que no todos los contenidos son propicios para el aprendizaje en equipo y que no todas las personas aprenden de la misma forma. Y esto, no siempre se respeta. Esto ocasiona que todo lo que eventualmente se aprende a través de este “método”  se hace de manera informal, fuera de supervisión docente y con la excusa de que los alumnos deben aprender a enfrentarse a los retos de la vida misma. Y sí, de alguna forma aprenden de primera mano lo que significa la injusticia y que hay consecuencias que no dependen de sus propios actos y su propio esfuerzo.

Pero estas cosas nunca entran en el debate sobre la educación. Lo más cercano a ello es la discusión sobre la conveniencia o no de los deberes y los horarios. Pero casi nadie habla de los contenidos y de los métodos. No es un clamor social. Casi nadie se pregunta, por ejemplo, si tiene sentido explicarle a un niño de siete años que hay cinco océanos, cuando aún es incapaz en su estado de desarrollo mental de concebir lo que es un planeta. O de someterle a enunciados de problemas matemáticos que no están alineados ya no con su capacidad de cálculo, sino con su comprensión lectora. Así, hay tanta gente que llega a la edad adulta sin saber, por ejemplo, lo que es la tasa de interés.

Lo más curioso de todo esto es que no hay prácticamente ninguna oferta de trabajo que no exija a los candidatos el comodón de la “habilidad” para trabajar en equipo. Y, en concordancia, no existe casi ningún candidato que no infle positivamente aquella imprecisa habilidad a sabiendas de que se aprovecha de que quién se las pide tampoco sabe muy bien de qué va.

¡Y apenas es lunes!