Cuento de Navidad

Llevaba la nota en el bolsillo izquierdo del pantalón desde hacía tres semanas. Álvaro la traía sujeta al abrigo con un imperdible y lo único reconocible era el nombre de Frau Müller, su profesora de infantil. El papel ya presentaba síntomas de fatiga, de tanto salir y entrar del bolsillo, cuando en los descansos de la fabrica, Urbano podía echarle otro vistazo para intentar descifrar lo que ponía.

Había sido de los primeros en llegar y no conocía el idioma. Se agenciaba la comunicación con gestos universales, frases hechas y una dosis de amor propio que le impedía rebajarse a preguntar, como cualquier hombre que decide dar vueltas en círculos antes de admitir que está perdido.

Eran las primeras Navidades fuera del pueblo y María, su mujer, se había quedado atrás, a ultima hora, por insistencia de su madre que no la veía pariendo en Alemán de un embarazo que llegaría a término por estas fechas. Así, Álvaro y papá eran uno desde el verano y habían aprendido cada uno a vivir con el otro sin la mediación de mamá.

A Urbano se le daba bien explicarle la realidad al niño inventándose historias que la plasticidad de hijo admitía como la única verdad, así le enseñó a combatir el frío, los regaños que no entendía de la vecina que lo cuidaba por las tardes y la velocidad de los coches de la postguerra que le obsesionaba, pero la nota de Frau Müller había llegado a sus vidas como un intruso que alteraba la paz de aquel hogar de dos.

Imaginó que era una queja por comportamiento e interrogó al niño por si salía algo por allí, sin resultado. Memorizó las kilométricas palabras, para intentar encontrarlas en las marquesinas o en los rótulos de los comercios y asociarles algún significado. Escuchó conversaciones ajenas en el comedor para pescar alguna frase y escrutó los anuncios en los periódicos para ver si las descubría despistadas entre las ofertas felices de un país arrasado por la guerra y resucitado por el olvido. Solo una se repetía: Weihnachten, pero era tan obvia, que probablemente fuese la traducción de comprar, así que no le dio importancia.

El no entender la nota parecía no tener consecuencias para Álvaro, pues los martes, cuando libraba, su padre le había ido a llevar y vuelto a buscar al cole sin notar nada raro, salvo saludos sonrientes de su maestra y una canción agotadora que el niño repetía hasta en sueños. Urbano miraba al resto de las madres, como buscando pistas pero sin éxito, hasta que un martes, al llevarlo al cole, su alma literalmente se le vino a los pies.

Esa mañana la entrada del cole se llenó de pastores diminutos, ángeles mocosos y unos cuantos duendes del bosque ataviados con gorritos con pompón de estrella. Allí entendió el alemán de la nota. Eran todos los niños de la clase, menos Álvaro, que lucía embutido en un abrigo raído que su madre había reforzado con holandillas de lana vieja, y lágrimas de entereza mientras lo preparaba para el invierno.

Frau Müller les invitó a pasar a la clase, pues ese día los niños cantarían en honor a la Navidad. Pensó en volverse, antes que hacer pasar a Álvaro por una humillación. Total, fue para evitar eso por lo había salido del pueblo, pero era tarde, pues los niños estaban dentro. 

Sin embargo, ese día Urbano aprendió a explicarle los milagros a su hijo: Álvaro apareció con una capa roja resplandeciente, una corona de cartón y todo un traje de Rey mago que Frau Müller le había preparado. El niño cantó, sonrió, y buscó a su padre entre el público para decirle hola con la mano, como todos los demás, sin las diferencias que había fuera y con la igualdad de la torpeza encantadora con que cantan y bailan los pequeños de tres años.

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