la guerra

La Guerra fue corta. Los delegados Wollcot y Bowen cobraron religiosamente sus viáticos mientras alargaron la etapa del pre-conflicto en Nueva York —además, esas cosas se respetan—, pero hechos los cálculos, nos terminaba saliendo más a cuenta declarar la guerra al enemigo desoyendo a las autoridades, que negociar. Los historiadores han debatido mucho al respecto y algunos han llegado a calificarla de guerra económica, sin embargo, eso lo dicen desde la distancia.

El enemigo fondeó sus destructores en la costa más cercana a San Edermo. Según nuestros informantes, no tenían buen lejos, pero no por ello eran menos amenazantes. El USS Butler era el mayor de ellos, seguido por el HMS Archibald, el SMS Türk, y cerrando el cuadro el IJN Togo. Los alumnos de la escuela de agrimensores comprobaron los datos y concluyeron que nuestra disposición geográfica funcionaría como una barrera natural para el fuego enemigo lo que nos ponía en una situación de librar una guerra a trecientos kilómetros de distancias con seguridad… siempre y cuando no se animaran a bajar de sus acorazados.

Todo varón en buen estado de salud fue llamado al frente. Al principio hubo pequeños problemas de tráfico de certificados de aptitud, dado que externalizamos el servicio en los médicos del pueblo —que estaban muy mal pagados—, pero pronto fueron solventados quedando la decisión sobre la incorporación a filas en manos de doña Eusebia Torres Soto, catequista de profesión. Conocía desde pequeños los resabiados del pueblo, por lo que resultaba difícil engañarla. Dispuestos los efectivos, el sargento de las milicias don Alberto Wyke Gaztelumendi procedió a pronunciar la arenga preceptiva, que según las crónicas, hinchó de valor el pecho de los Sanedermeños y a continuación dio la orden que a la postre sería loada como la más brillante táctica militar jamás intentada: sentarse a esperar.

Los envíos de café a los puertos europeos fueron inmediatamente suspendidos y el mal tiempo hizo el resto con los envíos que ya iban en camino. Los precios internacionales del género se dispararon y la escasez comenzó a hacer estragos en el alto mando militar del enemigo, muy acostumbrados al vicio por su abolengo, y francamente débiles para soportar por la patria un duro síndrome de abstinencia. La tropa, habituada a la achicoria, no entendía las contradictorias órdenes de sus mandos, alteradas por los continuos dolores de cabeza, fatiga, somnolencia, falta de concentración, oblaciones extemporáneas y disfunciones sexuales de múltiples tipos. Hartos, los mandos inferiores recurrieron al motín. No hay nada tan efectivo como atacar al enemigo en sus vicios.

La rendición incondicional del enemigo, tras siete semanas de calmo asedio, dio por concluido el incidente Bermúdez. Las consecuencias para San Edermo del Cortijo no pasaron de un lamentable error administrativo, pues las arcas municipales siguieron honrrando a los delegados Wollcot y Bowen con viáticos por diligencias jamás realizadas.

 

Casus belli

Durante toda la guerra de 1903, mi pueblo siempre estuvo del lado de los buenos. Incluso llegó a ser condecorado con la medalla al valor colectivo por su actuación heroica en las primera horas del incidente Bermúdez; en el casi toda la humanidad estuvo a punto de desaparecer. A pesar de las presiones internacionales, San Edermo del Cortijo declaró unilateralmente la guerra al enemigo, sin autorización previa de la autoridades religiosas y militares. El casus belli fue una la falta de respecto.

Hay líneas rojas que la idiosincrasia no tolera. El enemigo mantuvo un bombardeo continuo e inclemente de octavillas incendiarias durante gran parte de la temporada de lluvias de aquel año. Sólo para provocar. En las mismas lo intentó todo, desde llamarnos lerdos retrasados, meterse con la honorabilidad de nuestras mujeres, la virilidad de nuestros hombres y hasta intentar poner en duda los méritos de virtud de nuestro Santo Patrón.

Como ya habíamos sido preparados por la autoridades para no caer en provocaciones (mientras los delegados Wollcot y Bowen discutían los términos de un acuerdo en Nueva York) mantuvimos escrupulosamente la calma. Hasta que un día, un espía que actuaba como agente doble facilitó al enemigo un mensaje acerca de nuestra única debilidad. Lo había cifrado entre las líneas de unas cartas sicalípticas que un prisionero de guerra escribía, a petición de su padre, ya que el pobre se encontraba muy aburrido de esperarle.

Fue un grandísimo fallo de inteligencia. No sólo porque la censura fue incapaz siquiera de sospechar, sino porque tampoco lo hiciera toda la cadena de mando de las autoridades religiosas y militares por las que —a todo su largo y ancho, hasta el último cura y cabo—, estas cartas circulaban. Lo cierto es que el enemigo fue capaz de hacerse con la información y cesó repentinamente el bombardeo de octavillas. Pero sólo para hacer fuerza. Cuando nos habíamos olvidado del incordio que significaba leer los mensajes de las octavillas a causa del estrago que la lluvia causaba en la tinta —de muy mala calidad, se conoce—, fuimos sorprendidos por una maniobra trapera, que violaba flagrantemente, la convención de Ginebra sobre usos y costumbres de la guerra. En una desenfrenada y renovada oleada de bombardeos, la cantidad de papelitos caídos llegó ocultar la luz del sol y comprometer peligrosamente la hora de la siesta. En éstos sólo figuraba una frase, la que lo desencadenó todo: Sanedermeños: !No tenéis el mejor café del mundo!