Pequeñas Tragedias Veraniegas VIII

Elena odia el verano. Sus axilas son un manantial amazónico por estas fechas y le obligan a irse de expedición cada media hora al aseo de señoras para cambiarse unas improvisadas compresas de papel de cocina superabsorbente. Trata de achicarse el sudor antes de inundarse de vergüenza.

Renunció a las camisetas de tirantes desde la pubertad y, mientras sus congéneres se exhiben graciosas ante el calor, Elena ha tenido siempre el aspecto estival de una novicia austriaca.

Ha probado sistemáticamente todas las marcas y colores de desodorantes anti transpirantes, llevando con disciplina científica las anotaciones de sus pruebas en una libretita de hojas cuadriculadas: Principio activo del producto, hora de aplicación, espectro de protección, temperatura ambiente, humedad relativa del aire, velocidad del viento. No dejó nada al azar. Incluso – más por curiosidad que por fe – comenzó a realizar sus propias combinaciones con remedios caseros que incluían el zumo de dos limones dejados al sereno, leche magnesia y aceite esencial de árbol de té.

Elena tiene en la resignación el sentimiento favorito para afrontar la timidez de sus glándulas sudoríparas, que en lugar de distribuirse a lo largo de su cuerpo, se empeñaron en el absurdo de esconderse todas juntas en un sitio en el que todo el mundo pudiera verlas.

Paz a sus restos

Mató a su mujer, la troceó con naturalidad de carnicero y la metió en una maleta que enterró cerca de su casa; en un descampado que parecía ser el inicio de las obras de una nueva carretera que circunvalaría la ciudad. Durante cuarenta años mantuvo ante sus vecinos la versión de que había sido abandonado, lo que también le permitió mantener su reputación intacta y contar con la condescendencia de la mayoría, a excepción de algunas señoras de época que no dejaban de pensar que, si un hombre era abandonado, algo habría hecho.

Una semana después viajó a Canarias y con autorización falsificada, inscribió a su mujer en el padrón de un pueblo recóndito de la montaña, tan olvidado que ya sus habitantes no consideraban el abandono un agravio. Se pasó la mañana buscando una dirección falsa pero convincente, hasta que dio con la de una casa destartalada a las faldas de un cerro, que parecía haber sufrido el mismo destino del pueblo: Calle la Rúa, S/N.

De regreso a la pensión donde se hospedaba, se detuvo en un estanco, compró unos paquetes de Winston, una boquilla, folios sueltos y algunos sellos de correo. Esa tarde no comió. Al despertar de una siesta incómoda, bajó al puerto y le compró a un estraperlista holandés una máquina de escribir Remington Portable, de teclas blancas y profundas, maletín de transporte y ausencia de eñe. Si es para cartas de amor, no sirve, le dijo en un español atropellado, no sabéis escribirlas sin eñe.

Acomodó la Remington en una mesita desconchada, de esas que hay en cualquier pensión que se precie, y en un gesto premeditado usó el catre como silla, para quedarse en una posición propicia al victimismo. La encabezó con fecha real y el mismo desprecio y parquedad expresiva que emanaba cuando vivía con ella: Martín, ésto ha sido lo mejor para los dos. No tenía estómago para seguir a tu lado queriendo a otro hombre. Eso hubiese sido estragarnos la vida a ambos. Has sido un marido ejemplar, amante y bondadoso y te doy las gracias por los años maravillosos que he pasado a tu lado. No me busques. He comenzado una nueva vida. Por siembre agradecida, Noelia. Fue poniendo los acentos a lápiz y cerrando las barrigas de las des – desgastadas por el uso enfático que los nórdicos dan a esa letra – y se tomó el tiempo para asegurarse la correcta transcripción de su dirección. La dejó caer sin culpas en el buzón del embarcadero, ya de regreso a Madrid.

Como quien compra indulgencias, viajó todos los veranos a Canarias para escribirse cartas-coartada, que sólo mostró a los más íntimos en las postrimerías de alguna sesión de güisquis.

Sus años de jubilado los ha pasado entre paseos vespertinos y una meteórica carrera dentro del movimiento ecologista, encabezando manifestaciones y oponiéndose con firmeza a los atropellos ambientales que experimenta su ciudad. Para sus seguidores, era un convencido de que no se debería facilitar el uso del coche con la construcción de nuevas y mejores vías, y que los atascos eran, a la postre, el mejor disuasivo para obligar a las personas a usar el transporte público, a todas luces, menos contaminante.

Ante la inminencia de la aprobación del proyecto al que con más fuerza se había opuesto, comenzó una huelga de hambre que lo llevó en cuestión de horas a la muerte, cayendo como un mártir, pero sin poder evitar su pesadilla: el desmantelamiento y soterramiento de la antigua vía que circunvalaba la ciudad y en la que meses después las excavadoras se toparían con ruinas románicas, restos de una muralla mora y una maleta de plástico austero que tenía grabada en una cara la inscripción: Paz a sus restos.

 

Fue un Jueves por la mañana

Nos casamos in extremis, un mes antes de que naciera la niña. Siento no haberles avisado, pero es que, como medida de emergencia para ahorrar para la boda, Cristina decidió prescindir hasta ayer de todos los servicios no esenciales (desde su punto de vista) y lo primero en caer fue la banda ancha de Internet. Luego mi móvil, mi play, el canal satélite y mi suscripción a la Muy Interesante. Lo que más me afectó fue la falta del canal satélite, durante los siguientes cinco meses me vi obligado a seguir la liga en los bares y en la radio. Pero no me preocupa, ya la convenceré de contratarla otra vez, por las bondades pedagógicas del Disney Channel.

El día en que nació la niña, con tanta euforia, estuve tentado a irme a un cybercafé para contároslo. Pero mi suegra me miró muy feo cuando, para ver si colaba, asomé la posibilidad.

Aunque me hacía ilusión una boda por la iglesia, con la que en un primer momento Cris estuvo de acuerdo, a su familia le pareció deshonroso que su hija fuera de velo, corona y tripa. Que preferían el pecado a ser la comidilla del barrio. Total, como el pecado imprime hoy en día un aire de rebelde modernidad a las familias, se decantaron por el progresista enlace civil.

Nos casaron un jueves a las once y media de la mañana. Para fin de semana no había cupo hasta dentro de un año y si esperábamos, el bebé no nacería dentro de una familia, como quería Cris. El alcalde alegó objeción de conciencia por verse obligado a celebrar una boda en un día tan desafortunado como un jueves, así que nos terminó casando un concejal de izquierdas enternecido por nuestro progresismo.

Fue una boda íntima. Mi padre no asistió porque tenía cita con el urólogo y ya saben como está la sanidad pública, si la perdía, pues otros seis meses de espera. En su nombre mandó al tío Andrés, un coronel jubilado herido en la batalla del Jarama. Mi padre pensaba que con su traje de gala militar y el lustre de sus condecoraciones, aportaría un toque marcial al acto. La cosa fue que ante él y otros pocos invitados, casi todos conocidos jubilados de los padres de Cristina y algunos amigos míos en el paro, nos dimos el sí quiero. El toque de tensión, que incluso provocó pequeñas contracciones en el útero de Cristina, fue cuando se presentó Antonio, nuestro amigo el actor porno, con tres compañeras del curro. Habían interrumpido el rodaje de una peli para asistir a la boda y, no estando en su intención llegar tarde, salieron pitando con lo puesto, que era más bien poco.

Al trabajador español, cuando le nace un hijo, le dan dos días de permiso remunerado. Pero cuando se casa disfruta de quince días con sus noches. Es raro, a mi me parece que necesitas más tiempo para adaptarte a un desconocido (tu hijo) que a tu mujer, que si vamos a ver, ya la conoces de antes. Aunque… no sé yo… dicen que con el papel las mujeres se transforman y eso lo habrá tomado en cuenta el legislador para determinar la duración de los permisos. No hay que olvidar que casi todos los políticos son hombres. Lo cierto es que, en nuestra cultura, aumentarían los índices de natalidad si nos dieran un mes por nacimiento (o bajaran el precio de los pisos)

Bueno, otro día sigo. La niña reclama su comida, o que la cambie, o que la mime, no sé. A mi todos los llantos me parecen igual. Pero la atiendo ya, como a su madre, no le gusta esperar y no quiero que me acuse con Cris, porque me quita Internet. Que aunque la niña no habla, son mujeres y se comunican con su sexto sentido.

Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.
Cristina y el Porno (y Antonio).
Cristina ronca como un camionero
Pequeñas Tragedias Veraniegas III (Concepciones)
Somatizado
Cristina es mi Viceversa
Cristina (o yo) quiere un papel