Porqué los niños deben ver épica científica

A priori, resulta una muy mala recomendación. Someter a los niños a un mundo de egos exorbitados, salarios de miseria, explotación y malos tratos perfectamente asumidos; una jerarquía cuasiclerical con muchos papas, y una galería de actores obsesionados con publicar bajo el férreo control de las publicaciones científicas: si no publicas no eres nadie (y si no eres citado menos). Las publicaciones saben muy bien que sólo existe la ciencia que se expone en ellas, por mucho que se escuden en la validación por pares para justificar la rigurosidad. Un rigor, dicho sea de paso, harto difícil de mantener cuando hay que decidir entre la propuesta rupturista de un anónimo equipo -no-apadrinado y el comentario insulso firmado por una celebridad.

Si a esto sumamos el calvario para conseguir financiación (pública o privada) por la que pasan los científicos, especialmente aquellos que quieren dedicarse a la habitualmente calificada como inútil investigación básica, creo que podemos concluir, y podría seguir, que es, efectivamente, una mala recomendación. De hecho, aunque sea triste admitirlo, muchas de las grandes promesas que carecieron de cintura necesaria para bailar en el citado ambiente terminan en la, a mi juicio, honrosa divulgación científica, vistos por encima del hombro por los “científicos” de verdad. En especial, por los científicos-gestores —llenos de carísima político— que pueden firmar sin escrúpulos los logros ajenos como si fueran propios. ¡Ah!, y no sólo por ellos, es triste, incluso por sus compañeros menos relevantes.

Sin embargo, mi recomendación no se orienta en esta dirección. Me refiero mas bien a la búsqueda de la felicidad a través del hacer la ciencia. La épica a la que aludo, es la que podemos ver en muchas vidas menos fulgurantes y que están detrás de muchos grandes descubiertos o hazañas técnico-científicas. Lo bueno de la ciencia, es que se basa en un método que tarde o temprano puede sacar a la luz las miserias humanas a las que aludía antes. Es un método lento, pero seguro.

Algunas de las cosas que pueden combatirse con esta exposición a la épica científica (en realidad a cualquier épica sana), es la muy peligrosa incapacidad de las nuevas generaciones en dos aspectos fundamentales: i) la incapacidad para resistir la postergación de la recompensa, es decir, la tendencia a todo aquello que ofrece gratificación inmediata y ii) el sufrimiento que experimentan, diría que incluso físico, cuando son sometidos a un mínimo de ejercicio mental para abordar situaciones sin masticar, es decir, distintas a las que reciben desde pequeños en la escuela. Es decir, a descubrir por sí mismos.

Por eso creo que la épica, ese tipo de exposición narrativa que fomenta valores positivos, entrega, perseverancia, autoconfianza, fracasos, muchos fracasos y pocos éxitos, podría ayudar a los niños a percibir otras posibilidades. Estoy sesgado, lo sé, pero creo en el poder la narración, porque, esencialmente, somos una máquina que procesa narrativas y crea sus valores a través de ellas.

Tragaperras de bolsillo

Ni en el más loco de sus sueños los fabricantes de tragaperras habrían podido vislumbrar a una de sus máquinas en el bolsillo de cada humano capaz de tirar de la palanquita. Y es que, al contrario de lo que suele decirse, la imaginación humana sí que tiene límites y la realidad suele estar allí para compensarla. Treinta años después de una revolución tecnológica que pensábamos que marcaría un hito (favorable) en las comunicaciones humanas, nos encontramos atrapados por una diminuta tragaperras que embota y aliena. Y no voy de demonizar al móvil, sino a micro-reflexionar sobre un modelo de negocio basado en la generación de adicción y que no ha aceptado el reto de innovar con las técnicas.

Las técnicas de las aplicaciones de hoy, de casi cualquier categoría, desde las informativas, pasando por las que narran vidas ajenas, hasta las bancarias o audiovisuales, sucumben a copiar burdamente, secos de ideas sus creativos, los mismos métodos de las máquinas tragaperras. Pulgar inquieto para tirar de la palanquita, animaciones de esperas artificiales que simulan las ruletas dando vueltas y las de un scroll infinito que promete el premio efímero más cerca cada vez. Las técnicas de la adicción en estado puro sin las advertencias que a otros sectores obliga la ley. Porque el fin es el mismo, el secuestro de la atención para rentabilizar la vacuidad.

Los productores son conscientes, pero alegan que cada humano es dueño de sus actos y, sobre todo, libre. Y con ese argumento ni siquiera se permiten algún un pequeño slogan, como los que sueltan inútilmente otros sectores como “bebe con responsabilidad”, “fumar mata” o “el juego no es un juego”. Nada. Silencio. Los únicos que se protegen levemente son los fabricantes de dispositivos, que integran funcionalidades que miden y reportan el tiempo que se pasa frente al móvil tirando de la palanquita, pero no por un impulso ético, sino para tener argumentos por si algún día llega la demanda prescriptiva.

Y aunque en parte el reclamo de la libertad tendrá siempre un gran tirón (ejercerla es una de las formas de perderla), mi preocupación no va tanto por los que hayan sucumbido ahora.  Está claro que hay una generación irrecuperable que vivirá el resto de su vida con la adicción al móvil en las mismas condiciones de las que se vive con la adicción al tabaco. Mi preocupación es, no sólo para esto, sino para muchas cosas más, el que no se esté invirtiendo ni un céntimo de los impuestos que pagamos en fomentar el pensamiento crítico en las nuevas generaciones para que aprendan a detectar cuando les están haciendo cosas como ésta y sepan protegerse por sí solos de ellas [escucho los gritos: ¡eso es adoctrinar bastardo!].

Pues vale, no adoctrinemos en el pensamiento crítico, borreguisemos que es más barato. Pero, al menos, habría que hacer un par de cositas: i) que los productores paguen impuestos (no más impuestos, simplemente que paguen impuestos) para costear las consecuencias de esta adicción y ii) controlar que no se permita el uso por parte de menores de edad de ciertas tragaperras. Sé que la legislación siempre va por detrás, pero ya que las nuevas generaciones están siendo criadas por nuestra sociedad con la tara evolutiva de no ser capaces de ver el peligro, habrá que protegerlos de él como se hace con otros sectores como el de venta de tabaco o la entrada a casinos.

Muchos me dirán: –¡Ah-Amigo!, esas cosas se enseñan en casa, como no hablar con la boca llena o pedir las cosas por favor. Pero, no sé, es que tal vez eso tampoco se enseña ya.

Este país es un mierda

Crecí rodeado de inmigrantes que enaltecían sus patrias lejanas. Todo el rato. Desde las cosas más nimias, como la calidad inconmensurable de la pasta de dientes de su país, pasando por la excelsa educación que parecía una fábrica de gente culta, hasta un sistema postal tan puntual que las cartas sólo podían haberse transmitido por telepatía. El superlativismo (con perdón) era generalizado. Si yo decía que el himno de mi país tenía tres estrofas, alguno saltaba y me decía: eso no es nada, el del mío tiene once. Si me quejaba del estado del trasporte público, alguien evocaba un añorado terruño donde había más traviesas que gente. Los nacionales éramos minoría y vivíamos muy lejos de la capital, en la frontera y puerta de acceso de la inmigración. Mi mente infantil no podía llegar a otra conclusión: mi país era una mierda y el resto del mundo el paraíso terrenal que me estaba siendo vedado.

Se lo conté a mi madre, quien en su infinita sabiduría me dijo: —y si tan malo es, por qué crees que están aquí. Un momento de revelación. Pronto entendí que el inmigrante se alimenta de nostalgia, un alimento duro y peligroso donde los haya y que hace falta rumiar como las vacas. Al parecer, incluso quién emigra del infierno sufre en algún momento de dicha enfermedad.

Pero ya era tarde. Creo que con tanto machaque crecí con la ilusión de irme y en cuanto pude me convertí en inmigrante. Uno por elección, afortunadamente. Uno que cuidaba (y cuida) hasta el extremo no parecerse a aquellos enaltecedores de patrias de mi infancia. La verdad, como quedaba ya poco que enaltecer me resultó más fácil.

Sin embargo, en los primeros meses en el mejor país del mundo noté que pasaba algo raro. Todas las maravillas que me machacaban de pequeño estaban allí: las prometidas pastas de dientes mágicas, el correo puntualísimo, los miles de kilómetros de vías férreas, las electricidad que nunca se iba, el agua que jamás faltaba, la alegría y solidaridad de la gente, la seguridad de caminar por la calle luego del anochecer, la salud pública, el pago de impuestos, la escolarización casi absoluta, los parques infantiles, la ausencia de colas en los bancos, el precio del pan y de la leche, y el agua caliente. Había cosas malas, sí, como los políticos corruptos y muchos trabajos precarios, pero también encontré una clase media tan consolidada y un entramado familiar tan particularmente fuerte que lograba mantener los defectos a raya (aunque no lo parezca) en un elaborado ejercicio de inteligencia colectiva.

A pesar de ello, había algo en ambiente que no podía definir, como si aquello no fuera suficiente… ni siquiera surgía una falsa modestia en los locales de lo maravilloso que era todo… hasta que comencé, poco a poco a escuchar la gran frase lapidaria que resultó para mi otra revelación: ¡Este país es una mierda! Es una frase que está en casi cualquier contexto y como gran conclusión de los más dispares temas de conversación. ¿Una mierda? ¿Es que hay tanto inmigrante machacando a los locales con la cantinela de que en mi país eso no pasa, allá todo es mejor como para que le hayan comido la moral? No podía ser eso. Mas de veinte años atrás éramos unos pocos. Pasaba algo más.

Con el paso de los años y de haber conocido a mucha gente, haber digerido su historia y de echar raíces, he llegado a la conclusión de que se trata de una compleja costumbre social, una muy arraigada y que ha superado la prueba de selección natural. No es el espacio adecuado para abordar la explicación en la que seguramente entraré en muchas contradicciones, pero creo que este caso de valoración irónica de un país es uno de los pocos en el mundo.

Creo que es una costumbre tan perjudicial como la de aquel enaltecimiento ciego de los inmigrantes de mi infancia, pero es innegable que para ellos tenía una utilidad como reafirmación de identidad. Aquí, en el mejor país del mundo, pareciera funcionar justo al revés, como un elemento que procura oponerse a cualquier efluvio que pudiera contribuir a fortalecer algo parecido a una identidad colectiva.

Algún sentido evolutivo tendrá la frase en cuestión, no soy experto en la materia y mis dotes de chamán son más bien cortitas, pero creo que las nuevas generaciones tendrían que comenzar a matizar la frase, a darle una vuelta o, al menos, dejar que muera renunciando a repetírselas a sus hijos. El futuro cercano lo avizoro tan complejo, que estimo que habrá poco espacio para algunos lujos de la idiosincrasia.