La falacia del trabajo en equipo

El trabajo en equipo es un estadio superior del proceso enseñanza-aprendizaje que se usa habitualmente con ligereza, de forma torpe y a veces desalmada. Y eso es malo. Así no se aprende. De repente, en algún momento, un docente organiza a los alumnos en grupos, les asigna un trabajo determinado, les indica que les evaluará colectivamente y, sin mayores indicaciones, los lanza a lo desconocido. Como si aprender en equipo fuera algo natural con lo que todo humano viene al mundo, y no es así. Vale a que a bailar se aprende bailando, pero una cosa es hacerlo sólo o en pareja y otra muy distinta en la exigencia de un ballet. Puede que los niños aprendan a trabajar de forma colaborativa (que no en equipo) con los juegos infantiles, pero eso está muy lejos de aprender a través del trabajo en equipo. Y, obviamente, no es a lo que están acostumbrados. Cuando juegan colectivamente se someten a unas reglas que todos siguen y por la que todos velan, pero rara vez el docente establece las reglas para trabajar en equipo.

Todo esto suele producir ruido en el aprendizaje. Muchos niños simplemente no saben cómo reaccionar y asumen una sobre carga de trabajo individual al margen de lo que hagan los demás. Otros, descubren las ventajas de actuar como gorrones en línea con la Teoría de la Elección Racional (y con grandes beneficios). Finalmente, la mayoría asume una posición de desconfianza y hastío cada vez que se encuentran ante el temido trabajo en equipo. Todas estas conductas, adquiridas a lo largo del sistema educativo, se trasladan a la vida adulta, a los centros de trabajo, a la competitividad del país y finalmente a los índices de bienestar (y felicidad) de los ciudadanos.

Mucho del trabajo en equipo en el sistema educativo viene dado por la necesidad de simplificar la evaluación ante la masificación, donde lo normal son los absurdos equipos de diez individuos. Una aproximación que no responde a fines didácticos, sino a vulgar voluntarismo formativo. Si así fuera, hubiese contenido oficial que le explicara a los alumnos en qué consiste el trabajo en equipo, qué técnicas deben utilizarse, cómo distribuir el trabajo, cómo solucionar los conflictos, cómo gestionar los liderazgos nocivos y controlar a los gorrones y, no por ello menos importante, cómo aprender conjuntamente.

Un punto especialmente crítico, es que no todos los contenidos son propicios para el aprendizaje en equipo y que no todas las personas aprenden de la misma forma. Y esto, no siempre se respeta. Esto ocasiona que todo lo que eventualmente se aprende a través de este “método”  se hace de manera informal, fuera de supervisión docente y con la excusa de que los alumnos deben aprender a enfrentarse a los retos de la vida misma. Y sí, de alguna forma aprenden de primera mano lo que significa la injusticia y que hay consecuencias que no dependen de sus propios actos y su propio esfuerzo.

Pero estas cosas nunca entran en el debate sobre la educación. Lo más cercano a ello es la discusión sobre la conveniencia o no de los deberes y los horarios. Pero casi nadie habla de los contenidos y de los métodos. No es un clamor social. Casi nadie se pregunta, por ejemplo, si tiene sentido explicarle a un niño de siete años que hay cinco océanos, cuando aún es incapaz en su estado de desarrollo mental de concebir lo que es un planeta. O de someterle a enunciados de problemas matemáticos que no están alineados ya no con su capacidad de cálculo, sino con su comprensión lectora. Así, hay tanta gente que llega a la edad adulta sin saber, por ejemplo, lo que es la tasa de interés.

Lo más curioso de todo esto es que no hay prácticamente ninguna oferta de trabajo que no exija a los candidatos el comodón de la “habilidad” para trabajar en equipo. Y, en concordancia, no existe casi ningún candidato que no infle positivamente aquella imprecisa habilidad a sabiendas de que se aprovecha de que quién se las pide tampoco sabe muy bien de qué va.

¡Y apenas es lunes!

Aquel discurso infame

Después de las once de la mañana del cuatro de febrero de mil novecientos noventa y dos se dieron dos discursos públicos en Venezuela. Uno corto, preciso y premonitorio por parte de un militar golpista que se rendía en directo. El otro, algo más largo, fue clamoroso, efectista y desde mi punto de vista, cruel e impropio.  Ese día, justo después del segundo discurso (y no del primero), supe que mi país se había jodido. Viví mi propio «momento Zavalita», pero no haciéndome la famosa pregunta del personaje de Vargas Llosa, sino con la sensación de estar asistiendo al preciso momento en todo que rompía. No porque un desconocido golpista absorbiera como un agujero negro toda la frustración de un país, sino porque un expresidente democráticamente elegido le hubiera justificado.

Rafael Caldera, que en paz descanse, había luchado por la democracia de Venezuela desde su juventud. Luego de dictaduras de variada índole —una de ellas duró veintisiete años—, en enero de 1958 comenzó para los venezolanos un periodo de estabilidad democrática gracias, según sus propias palabras, a la  inteligencia que existió en la dirigencia política de sepultar antagonismos y diferencias en aras al interés común de fortalecer el sistema democrático… la integración de los Militares y Empresarios al sistema y …. el factor más importante… la decisión del pueblo venezolano de jugárselo todo por la defensa de la libertad, por el sostenimiento de un sistema de garantías de derechos humanos, el ejercicio de las libertades públicas que tanto costó lograr a través de nuestra accidentada historia política.

Mi casera y yo estábamos viendo el discurso en directo y recuerdo que más o menos al llegar a esas palabras, sentenció: —Este viejo del carajo ha entrado en campaña electoral. Ella había vivido todos los golpes del siglo XX y sabía de lo que hablaba. Entonces me dijo: —Presta atención que ahora la va al soltar… Y así fue, un poquito más adelante clamó:

Es difícil pedirle al pueblo que se inmole por la libertad y por la democracia, cuando piensa que la libertad y la democracia no son capaces de darle de comer y de impedir el alza exorbitante en los costos de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de poner un coto definitivo al morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo está consumiendo todos los días la institucionalidad. 

Menos de dos años después de ese discurso, fue elegido presidente, por segunda vez, sin haber contribuido a cambiar nada (a mejor). Ese día fue desleal con las instituciones en lugar de serlo, como tal vez creía, con los que circunstancialmente estaban al frente de las mismas, que no es exactamente lo mismo.

La verdad no seguí escuchando con mucha atención. Me fui a mi trastienda mental a pensar en lo que acababa de escuchar. ¿Cómo era aquello de justificar el no pedirle al pueblo que luche por la libertad y la democracia porque haya corrupción? ¿Pedirle que cauterice el deseo de libertad porque pasa hambre? ¿Es que acaso el desarrollo económico derivaba siempre en democracia? ¿Es que acaso las democracias consolidadas cuando pasaban hambre se convierten automáticamente en dictaduras? Hay muchos estudios en la Ciencia Política que abordan estas cuestiones y ninguno concluyente: Por ejemplo, los Estados Unidos de América no se entregaron a una dictadura totalitaria cuando se pasó verdadera hambre en el crack de 1929; mientras otros, pongamos Alemania o Italia, si lo justificaron ante la alargada sombra de las condiciones de la posguerra de 1914.

Con la edad, tengo algunas respuestas claras a aquellas preguntas de juventud. Pienso que siempre será preferible poder gritar libremente que tienes hambre y buscar democráticamente saciarla. Preferible a tenerla y obligarse a callar, porque decir que la tienes o simplemente disentir pueda ser interpretado como traición. Pienso también que siempre será mejor el que exista la posibilidad de impedir que sinvergüenzas ejerzan el gobierno y aprender a elegir a los mejores y a escuchar con respecto e intentar entender a los que no piensan como tú. En definitiva, pienso que todos los escollos de un sistema de convivencia imperfecto como el democrático son salvables, a excepción de la claudicación de un pueblo a confiar en él para agenciarse una vida buena. Cuando esto pasa, simplemente otros empiezan a vivir por ti.

 

Mi pueblo y Dinamarca

Desengañado. Así me sentí luego de ver Bedre skilt end aldrig, una serie de televisión danesa traducida al español como «Separándonos Juntos». Pensaba yo que, como se me había dicho desde la infancia, el Caribe empezaba al sur de Luisiana y terminaba justo antes de Los Andes, en los límites de mi pueblo. Y punto. Pero ahora resulta que la exclusiva idiosincrasia caribe no lo era tanto y que si hacemos caso a Mette Heeno, la creadora y guionista de la serie, es simplemente cuestión de estilos. La serie es una tragicomedia que, sucintamente, aborda el desamor y separación de una pareja con dos niñas. Nada nuevo. Sólo que, producto de la crisis económica, se separan en la misma casa, alternándose el sótano para hacer cada uno su vida en las semanas en las que al otro le tocan las niñas.

A decir verdad, sabía yo poco de los daneses. Aprendí, por ejemplo, que fenotípicamente entre ellos no se parecen y que en su conjunto no se parecen a nadie. De corriente, ve uno tan pocos daneses por la calle que podría resultar más familiar una serie china o india. Pero en la manera en la que plantean los grandes dramas de la vida, se parecen mucho más a la sociedad de un pueblo caribe profundo que al estereotipo nórdico. Bueno, si lo ves bien, son el más sureño de los países nórdicos; y como dicen, no importa dónde, el sur siempre es el sur.

¡No saques conclusiones anticipadas!, oigo a voces en mi consciencia. Es verdad. Ni que hubiese visto todas las series danesas o convivido con ellos. Me podrían estar engañando como hacen los gringos, que monopolizan la ficción y no son como dicen que son en las series… que parece que no cagan nunca. Pero soy tan propenso a no generalizar, que debo hacerlo de vez en cuando para llenar los pulmones de aire fresco.

De momento hay dos cosas en claro: Las danesas no lloran. De hecho, en una serie tan breve como ésta, con cuatro capítulos de una hora, no se derrama ni una lágrima en los primeros tres. Por otro lado, y por muy raro que pueda parecer, no importan si están en el Caribe o en Namibia: Todos los hombres son iguales.

Salud.


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