La nano-escritura

La obsesión por lo minúsculo ha llegado a la creación literaria. Ya sabía yo eso de la narrativa breve, de concursos de poesía brevísima por SMS, y de la preferencia generaliza por los bloggers sucintos. Pero lo que vi ayer, de novelas por entregas vía mensaje de texto, que comienzan en España y ya causan furor en Japón, me dejan el mismo feeling de quien sale de viaje con la seguridad de olvidarse algo en casa.

Yo admiro mucho a los escritores que viven de escribir, porque debe ser la profesión más inestable que existe. Hacer que disfrutes con la forma de contar los cuentos, más que de los cuentos mismos, es una virtud muy mal pagada. Por eso siento que los nano-escritores, deben ser unos seres especiales, porque no reducen, sino que crean en pequeño. Y eso es extremadamente agobiante.

Hace como dos años, padecía de una economía indecorosa. No jugaba a la lotería porque recordaba las palabras de mi madre: El que juega por necesidad, pierde por obligación. Una mañana, mientras capeaba el temporal, leí que un periódico gratuito abría un concurso de narrativa mínima, con un premio de quinientos euros. Ajá, me dije, ¡quinientos euros! :>

Yo no escribo ni mucho menos. Dios me libre. Me medio gano la vida como podólogo. Pero una que otra vez, me salen escritos espontáneos, indisciplinados, como para drenar alguna contrariedad, como saco de boxeo pues. Así que cogí uno de esos, el más pequeño, y me dispuse meterlo en las ¡200 palabras! límite del concurso. Lo releí hoy para esta nota y de verdad, debí estar muy desperado para haberme atrevido :crazy:: Parafraseando a mi madre. El que escribe por necesidad, se muere de hambre por obligación. Lo muestro aquí, con la sensación de quien expone a un hijo deforme y como una excusa perfecta para tirarlo por el barranco.

Lo siento, usted no tiene reservación para el infierno. Así se lo soltó la chica del mostrador, maquillada con el reflejo de pantalla verde, y sin la cortesía del contacto visual. Él intentó explicarle infructuosamente, como a una novia enojada, que era imposible, que había venido al mundo con esa reserva. Pero la chica, con aire de diplomático japonés y fingiendo escuchar, le pidió dejar pasar a las otras personas de la cola.

Colapsado salió al pasillo, arrastrando su equipaje antiguo, el papel higiénico en caso de desesperación de su metabolismo y un cargamento de etcéteras para gestionarse el infinito. Tras una reflexión de asfixia, decidió solucionar su problema al estilo antiguo: implorando misericordia ante la elevadísima excelencia de la señorita de Atención al Pasajero. Como esperar no le era extraño, optó por disfrutar del jugueteo previo y así apreciar más la frase orgásmica del “en qué puedo ayudarle”. En eso, respiró hondísimo y escupió precozmente la carga de sus conflictos existenciales, que fueron a dar a la mueca neutra de un: sea tan amable de anotarse en esta lista de espera. Es todo lo que puedo hacer por usted. ¡Ah! le informo que hay previsiones de mal tiempo.

Contened las burlas. Haz click en «leer más» para ver la versión hidratada, sin ninguna corrección, que se escribió sola hace como diez años, en un aeropuerto rural. Aunque estoy tranquilo, esta nota ya está muy larga como para que nadie haya llegado hasta aquí. :>> Sigue leyendo

Atención Telefónica

Desde que entró en desuso la Santa Inquisición, hemos hecho infructuosos esfuerzos para buscar formas eficientes de torturar al hereje. El advenimiento de la modernidad ha resuelto el entuerto, y nos ha dotado con una de las más sublimes, a la par que eficaces, formas de tortura: El servicio de atención al cliente.

Todo empezó un lunes por la mañana, cuando el dueño del negocio se encontraba indispuesto. En eso se le ocurrió delegar la recepción de quejas, que cortésmente ofrecía a sus clientes, a un empleado sobrino del marqués de Sade, que estaba desocupado y a quién no le importaba para nada el negocio. Éste, auspiciado por la complicidad masoquista de sus clientes, hacía ver como que las cosas iban de maravilla y que los clientes necesitaban de atención, mientras repartía con ímpetu las dosis de latigazos. Se hacían colas y colas de espera y se intuyó que era bueno.

De la noche a la mañana, surgieron los Departamentos de Atención al Cliente, como eufemismo sustitutivo para el malsonante Departamento de Quejas. Se contrató personal y se encargó su formación en caradurismo, a funcionarios expulsados del sector público por maltrato de animales. Consecuentemente, las empresas comenzaron a ¡cobrar al cliente por recibir sus quejas! y a refinar sus tratamientos para evitar las antiestéticas marcas corporales, producidas por los latigazos: Colas interminables, caídas del sistema, variaciones de temperatura, abandonos programados de taquilla, y un fondo musical de AM dominguera. Todo con una pulcritud científica ante la cual Taylor se quitaría el sombrero.

Con el tiempo, se reportaron hechos lamentables de agresiones físicas y hasta asesinatos en las oficinas de las empresas. Había que buscar una solución, así nació el servicio no presencial. La temida «Atención» Telefónica. De paso, se borró de un plumazo el requisito de “buena presencia” en las solicitudes de personal, y se comenzó a emplear a los feos, que además son más baratos.

Pero en el primer mundo es donde han alcanzado el cenit, con la invención del Call Center y el completo outsourcing de la atención telefónica. De entrada no hace falta formar a nadie, el único requisito es saber leer y escribir (más o menos). También está muy bien visto si no tienes conocimientos acerca de los servicios de la empresa, eso ayuda a desesperar a los clientes sin esforzarse. Luego, el cliente realiza la llamada a un teléfono de pago por el que la empresa recibe ingresos. Lo programan con el tiempo mínimo de espera y hay algunos que hasta tienen una rutina de ruleteo aleatorio incorporado, para alargar la llamada.

Finalmente, luego de preguntar por obviedades dilatantes, los simpáticos “operadores” – que a mi juicio también son víctimas – se limitan a pulsar un botón en el sistema que les proporciona una respuesta aleatoria, de forma independiente del problema del cliente. Si el cliente se ofusca (¡uh! ¡quiero más!), otra respuesta aleatoria y así hasta el infinito, total, es una ofuscación rentable.

Coleccionista de Fracasos: Ausencia simulada.

Los abuelos de García Márquez querían evitar a toda costa, que su hija se casara con un insistente pretendiente, que a la postre sería el padre del Gabo. Para lograrlo salieron en peregrinación con la chica por varios pueblos, con la intención de favorecer el olvido, confiados en que era un capricho pasajero. Pero omitieron el factor tecnológico en su estrategia: El pretendiente en cuestión era el telegrafista del pueblo, y éste se aprovechó de la red, y la complicidad de los operadores de los distintos nodos, para seguirle la pista a la chica y mantenerse en comunicación.

Desde niño he visto fracasar a padres en la azarosa tarea de ahuyentar a un pretendiente inconveniente. Me refiero a esos amores emperrados que se hacen más grandes en las adversidades y que, a juicio de los padres, puede desgraciar la vida de sus hijos.

El método por excelencia era procurar el alejamiento de las partes, simular la asencia mutua, casi siempre recurriendo a una desconocida tía lejana. El método solía funcionar en apariencia y las cosas como que cogían su cauce, con más o menos fortuna, dependiendo del tiempo efectivo de alejamiento y de la imaginación de los enamorados, pero generalmente era un fracaso, uno de uso recurrente. Acúsome de estar trarando un tema-agua-tibia, pero es que ya casi no se habla de ellos, y es una pena.

El punto crítico de la estrategia era solucionar un problema simulando su ausencia. Y creo que este tipo de estrategia fracasa por una consecuencia muy peligrosa: potencia la imaginación. En el caso de nuestro ejemplo es la añoranza, que para efectos prácticos utiliza la imaginación intensa de los enamorados para corregir la diferencia con la realidad que no les gusta, y hace aumentar el sentimiento de enamoramiento. Me da la impresión que para algunas cosas, la imaginación es mas fuerte que la realidad, nos impacta más y puede llegar a tener mayor influencia, positiva o negativamente, sobre nuestros sentimientos. Nos permite pasar a la acción o nos inmoviliza del todo.

Como neófito sentimental, me arriesgo a soltar que no existe ningún sentimiento que no surja de la imaginación, con lo cual, el simular o forzar la ausencia de un problema, una persona, un peligro o un sentimiento en si mismo, solo consigue potenciarlo a través de la imaginación, y si lo que queremos “ausenciar” es algo que nos desagrada o amenaza, mal la llevamos. No me refiero al concepto de prohibición, que es una ausencia real (que hace que actuemos movidos por otras fuerzas), sino a eso de hacernos los locos, hacer como que las cosas no existen, eso es un esfuerzo tan enorme como inútil. Ese es el fracaso recurrente al cual me refiero. Topo con él en casi todos los campos, pero principalmente en el empresarial y en el educativo.

El problema es que aprender esto se convierte en un ejemplo clásico de conocimiento inútil, dado que es muy fácil caer en la tentación de simular la ausencia y muy difícil controlar la imaginación.