Cuento de Navidad

Al parecer, no tenía previsto resignarse. Había perdido la cuenta de los pleitos que desde hacía siglos la enfrentaban con los editores y de los abogados de oficio que se parecían más a un lápiz sin punta que a hijos de Dios. Los mismos que decían creerle sin mirarle siquiera a la nariz, tartamudeando semifusas, como si se estuvieran meando. Estaba exhausta de los silencios administrativos y de los abandonos de la justicia. Pero seguía firme. Nunca estuvo tan cerca de lograr su objetivo como en las urgentes sesiones de Trento —su gran oportunidad perdida— y aunque poco podía esperar ya de los hombres, pensaba que era su deber no dejar de insistir.

Sus compañeras del gremio le animaban a que se olvidara del tema, a que sacara provecho de su apariencia inmortal y se buscara un novio jovencito y silencioso con el que irse a pasar las fiestas a las Seychelles, por ejemplo. A que se gastara los ahorros de tantos años en darle alegrías al cuerpo y no al alma, porque la suya ya estaba atrofiada por el reuma de la espera. Pero nada. Si se lo decían a mediados de primavera daba la sensación de que se rendía. Se arreglaba un poco, aunque no le hacía falta, quedaba con algún santo, que para eso tenía buen ojo, y si el tiempo acompañaba, se entregaba a todo lo demás. Sin embargo, cuando se aproximaban las fiestas de Navidad, se iba desinflando, y otra vez salía el erre que erre de todos los años: que yo aprendí esto de mi madre, que no es una profesión sino un destino manifiesto, que yo actué de buena fe, que ese muchacho me vino a buscar de madrugada con la cara más pálida que el vaporcito de una tila y que acepté el encargo, aunque apenas había dormido… porque una cosa si te digo: mucho misticismo con el tema, pero a esos los dejaron más solos que la una. Y que no le iba a doler, que le habían dicho que aquello no dolía, ¡¿lo puedes creer?! que aquello no dolía…

—Cualquiera lo entiende, a la primera, sin dejar espacio para las dudas: ella fue la única testigo, su señoría. Pero el asunto no iba tanto de que creyera cualquiera, sino justo las personas adecuadas para poder presionar a los editores y hacer justicia. Y a pesar de lo inverosímil que pueda resultar, no ha recibido ni una mísera mención. Que lo escrito, escrito estaba, los papeles ya repartidos y que se olvidara del asunto. Que si el impacto económico, las reimpresiones, el qué dirá la prensa incrédula y los enemigos del régimen… se ha escuchado de todo.

Cada vez que recibía un fallo en contra se quedaba una semana ensimismada, recordando cómo se colaba de pequeña en los trabajos de su madre sin que le diera asco el fluir metálico de la sangre, ni el aspecto de grasa vieja de las vísceras, ni el hedor a sal de frutas que quedaba en el ambiente después del esfuerzo. Terminaba con lágrimas, siempre con lágrimas. De esas finas y alargadas de sólo fluyen cuando uno intenta justificarse la existencia.

Su último abogado, el doctor Telésforo García, una eminencia en estos temas, se lo dejó muy claro. Los fundamentos de su reclamación eran totalmente justos, sin embargo, las complicaciones de aquella noche surtieron efectos de mayor trascendencia. Ciertamente, las sagradas escrituras no habían tomado en cuenta que aquella criatura era cabezona como su padre, venía con doble vuelta de cordón, que a duras penas pasaba por el canal de parto y que la pobre muchacha, una valiente, casi se desmallaba del dolor con cada contracción. Que fue necesario romper el saco amniótico y que las condiciones de salubridad eran paupérrimas. —¡¿Cómo se te ocurre meter a esta muchacha aquí?! Fue lo primero que le espetó a José al entrar a atender aquel trascendental parto.

Doña María la llamó siempre la salvadora del Salvador, pero aquellos excesos de confianza no gustaron nunca a los editores, que optaron por borrar hasta la última coma de su participación en los hechos. Especialmente para evitar veneraciones indebidas, que ya tenían bastante con la madre. Sin embargo, no pudieron revocar el don de la inmortalidad que le fue otorgado por los favores recibidos. Así, se inventaron mulas, bueyes, pastores, gallinas, estrellas, musgos, reyes de oriente, ovejitas blancas y ángeles de la anunciación, pero de ella, ni rastro.

No la localizan desde hace unos días, tampoco se ha presentado a la cena del departamento, a la que nunca falta, y han caído en la cuenta de que nadie sacó su nombre en el amigo invisible. Es raro. Que se sepa, tampoco este año tenía previsto resignarse, pero da la impresión, después de tanto insistir, de que lo ha hecho. Al parecer.


Nota del Cartero:
Feliz Navidad querido lector y muchas gracias por pasarse de vez en cuando por aquí.

Cuentos de Navidad y Otras Historias Jeroglíficas

Porqué deben los niños memorizar poesía (revisitado)

Rara vez un niño sabe lo que dice cuando recita de memoria una poesía. Navega por las rimas guiado más por su melodía intrínseca, que por el significado de las palabras. Aún así, es buena costumbre aprender unos cuantos versos de memoria durante la infancia. Y que se haga, incluso, aunque no se quiera. Ya que alguna mañana no muy remota, el niño dejará de ver el mundo como debería ser para topárselo tal y como es. A partir de ese instante, tan breve que casi nadie recuerda, le tocará afrontar la vida solo, siendo dueño de sí mismo. Y entonces, cuando las cosas que le sucedan carezcan de sentido y estén aún sin descubrir; cuando tiemble de miedo ante las amenazas reales o imaginadas; cuando no sepa qué rumbo tomar o en quién confiar, podrá recurrir en secreto, en un susurro íntimo y portátil, a la poesía que aún vive en la profundidad de sus recuerdos. Recitándola, podrá volver al refugio de calma de cuando la vida estaba exenta de dudas, las cosas todavía tenían olor y la muralla del amor de sus padres le protegía de todo peligro. Sólo desde allí, desde la completa sensación de sosiego infantil que sólo un adulto puede reconocer, se deben tomar las decisiones que de verdad valen la pena.

Höφp y el secreto de amantes (II)

El doctor SԀӫmek y yo mantuvimos aquella conversión en oldeato antiguo. Un dialecto extinto de los poblados al suroeste de Tantumtorpaq. No por presunción académica, sino por motivos de seguridad. La revelación de secretos es un delito de pena mayor. Sin embargo, se cuentan con los dedos de una mano (y sobran) las sentencias que la han impuesto a lo largo de los últimos ochocientos años. La gente en Höφp respeta tanto el secreto, que incluso guarda en secreto la revelación de uno.

Aurdionus tenía una clase luego de nuestro encuentro, así que me quedé en la cafetería completando mis notas. La amable señorita que había estado reponiendo nuestra dosis de café durante toda la tarde, se acercó una vez más para traerme la cuenta que le acababa de solicitar, y mientras escudriñaba en la bolsita de las monedas que llevaba al cinto para darme el cambio, me dijo sin apartar la vista: no le crea el viejo de la barba, La rey Arteolÿ no hizo eso por la guerra, lo hizo por miedo. Me lo dijo mi abuela y eso todo el mundo aquí lo sabe. Como veis, las lenguas muertas nunca mueren.

En tres minutos la señorita me doy dos pistas más y me dijo: usted averigüe y juzgue por sí mismo. En efecto, resultó ser otro de los orígenes del secreto de amantes, uno tan rocambolesco como el primero, y que según pude entender, representa el que creen a pies juntillas la otra mitad de los habitantes de la nación. Este origen se basa en la no documentada afirmación de que La rey Arteolÿ I era un ciclán. No se tienen muy claro si su caso de criptorquidia era de nacimiento o un accidente de juegos reales, lo que si es cierto es que es previo a su primer matrimonio. Ante la ausencia de descendencia con su primera esposa, sus asesores le recomendaron el repudio ya que estaba completamente amparado por el derecho consuetudinario del reino, pero dado que se había casado por amor, no le pareció digno, así que, también por amor, terminó fundando la institución del divorcio. Se casó tres veces más sin lograr descendencia, hasta que el médico de la corte que acababa de volver de un periplo por oriente, le explicó crudamente la razón de su incapacidad reproductiva: Según su médico, la concepción requiere del trabajo conjunto de dos mitades de un macho que deben juntarse con dos mitades de una hembra. Ante la ausencia de su otra mitad, este prodigio de la naturaleza no se llevaba a cabo.

Según se cuenta, las deliberaciones fueron muy dolorosas para La rey, pero los asesores se mostraron unánimes y concluyentes. Se necesitaba la participación de otra mitad para mantener la estirpe. Así las cosas, La rey Arteolÿ I procedió de forma expedita: mandó a levantar un inventario general de los ciclanes del reino y promulgó el real decreto del secreto de amantes. Queda registro de que sus expertos en leyes no entendieron muy bien con qué fines hacía ésto último, pero el resto es historia. Tampoco está muy claro si su esposa eligió o no a su amante ciclán para complementar los limitados efluvios reales, o si sus encuentros tenían algún ritual de sincronización para que la predicción de la ciencia médica tuviera efecto, o si simplemente se dejaba a la naturaleza actuar libremente. Lo cierto es que a poco más de un año de aquellos rápidos movimientos estratégicos, la dinastía comenzó a alejarse del peligro de la extinción.