Posverdad

A mi lado en el metro iban dos pos-millennials de edad indeterminada: si le mirabas la frente podrían tener unos 16, si le mirabas el pelo tal vez 18. No sé. Es complejo, se camuflan muy bien. Lo cierto es que en eso va uno y le suelta al otro.

— Tío, ¿has visto al imitador que le ha salido a Bruno Mars en You Tube?
— No. Deja que lo busco, ¿cómo se llama?
— Un tal Michael Jackson.

Apiádate Señor.

Una de vaqueros

De pequeño mi padre me llevó al cine. Lo hizo en cuatro ocasiones antes de cumplir los ocho años, luego murió. A mi padre le gustaba leer novelas del Oeste, un género literario popular tanto en su trama como en su precio. Le recuerdo alguna tarde de sábado echado en la cama sosteniendo el librito de turno con la portada costumbrista apuntando al techo mientras devoraba el contenido sin aparente esfuerzo. Como no tenían dibujos, rara vez me atreví; además, papá me decía que no era apta para niños. A pesar de ello, las cuatro películas que vimos juntos fueron Westerns.

En efecto, el lenguaje cinematográfico de este género se me escapaba y a decir verdad estaba más interesado en el ritual y la parafernalia de la técnica. Me moría por develar el misterio que había detrás de la ventana de proyección; conocer cómo esa luz blanca que salía a chorros terminaba convirtiéndose en gente que conversaba de sus cosas, montaba a caballo y se pegaba tiros sin dejar mucha sangre. Pero esta prolongación del género literario en el cine causaba un extraño efecto en papá, pues justo en la típica escena de la puesta de sol en la que algún señor con pinta de no ducharse mucho se desplazaba lentamente en su caballo delineando el horizonte, papá se dormía. Absolutamente.

Mi misión era despertarle cuando salieran los créditos, nunca antes. (Sí, formo parte de la última generación que respetó la siesta de sus padres). Cuando despertaba, hacía como si sólo se hubiese perdido un poquito y me preguntaba si me había gustado. Yo respondía que sí. (También formo parte de la última generación que respetó las mentiras de sus padres).

No dio tiempo a preguntarle de mayor por qué se dormía con las pelis y no con los libros, entre muchas otras cosas. Probablemente le pasaba como a tantos, de forma que las torpes adaptaciones al cine de éstas obras literarias le defraudaban y eran castigadas con el más cruel de los gestos para un creador, el producir sueño con su trabajo.

Hoy es distinto. A los niños ya no les interesa la salita de proyección, donde ya no hay bobinas de película ni errores del proyeccionista. Ese gran factor humano que formaba parte de la experiencia de asistir al cine analógico. Asimismo, los estudios han reconvertido el concepto de cine familiar y buscan siempre hacer dos pelis en una para que nadie se le duerma. Una para los niños y otra para los padres. Se aprovechan de que el cerebro de los pequeños no tienen acceso a elaboraciones complejas, como la ironía, el sarcasmo y los guiños a situaciones adultas. Esas cosas se desarrollan, con suerte, con la edad. También se aprovechan de que los mayores tienen más tolerancia al aburrimiento cuando el estímulo se queda corto. Así por ejemplo, el cerebro infantil se ríe cuando le toca (o se asusta) y, habitualmente, obvia todo lo demás que no entiende. Curiosamente es un arte que puede desarrollarse de forma higiénica y con cierta facilidad en el cine, pero difícilmente en la literatura. A veces lo llevan al extremo, y ciertamente me pongo en alerta, como puede estarse ante películas recientes como Inside out (Del Revés) o The secret life of pets (Mascotas).

En fin. Procure que cuando sus hijos le vean leyendo (y trate de que así sea, sin dramatizar, eso sí) le vean interesado, sin bostezar. Busque lectura que guste, no tiene por qué ser sofisticada. Aunque los niños no terminen leyendo por imitación, les dejará un buen recuerdo de sí mismo. Y quien sabe, tal vez alguna tarde les de por coger un libro y, además de disfrutarlo, ejerciten un poco la paciencia, ya que los pobres están siendo criados en la tiranía de la inmediatez.

 

Pan o Circo

Había una vez una reino gobernado por Numa; un anciano rey que luego de muchos intentos había dado con el secreto para mantener a sus súbditos en mansedad: darles pan y circo. Con esa fórmula había logrado permanecer muchos años en el poder, especialmente porque incentivaba la inapetencia política del pueblo para cuestionarle. Numa tenía un hijo llamado Pompilio. Éste se tomaba muy en serio su preparación como futuro gobernante y le hacía muchas preguntas a su padre. Una de las más reiterativas era acerca de su fórmula de gobierno. Padre —solía preguntarle— y por qué tiene que ser Pan y Circo, por qué no Pan o Circo. Su padre le reprimía con paciencia… Querido hijo, si sólo tienes que aprender una cosa para gobernar, apréndete ésta, o son las dos cosas o no es ninguna. Pero la respuesta no terminaba de convencer al joven Pompilio.

Cuando su padre murió, Pompilio siguió por unos meses con la fórmula de Numa, pero quería conocer si era posible gobernar con Pan o Circo. Para ello buscó por todo el mundo y terminó contratado como Asesor al fundador y presidente del Circus oriented government initiative, un movimiento muy en boga en los reinos del sur. Con el sabio consejo de El Asesor Pompilio realizó el primer paso, y dotó a todos los súbditos de un mágico artilugio que les permitía participar en la política desde la comodidad de sus casas. Por medio de este artilugio Pompilio les contaban sus cosas y el pueblo de forma masiva les contaba las suyas y daba sus opiniones. Con esta medida Pompilio se volvió tan popular como su padre, pero era sólo el primer paso. Cuando el pueblo se había hecho a la idea y utilizaba el artilugio para más cosas que para la política, El Asesor le dijo a Pompilio que era hora de quitar el Pan. Pompilio dudó un poco, pero estaba tan obsesionado con la idea que tomó el riesgo. Una mañana el Pan desapareció. El pueblo no salió a la calle como pudo haber hecho con Numa, sino que comenzó a clamar a través del mágico artilugio: ¡Hambre, tenemos hambre! Ésta era con diferencia la frase más escrita y de la que todo el mundo se hacía eco. El Asesor le prohibió a Pompilio responder, mientras el pueblo enardecido escribía más y más frases que aducía a sus penurias. ¡Hambre, tenemos hambre!, ¡No hay Comida!, ¡No tenemos que llevarnos a boca! Cuando el reino estuvo a punto del colapso, El Asesor dictó a Pompilio lo que tenía que responder y él escribió: Querido Pueblo mío, no creáis en rumores, Pan hay.

La reacción del pueblo fue masiva. ¡Pompilio Ciego!, ¡Desgraciado!, ¡Malnacido!, ¡Hambreador! fueron los mensajes más escritos, mientras los de ¡Hambre, tenemos hambre! y similares iban siendo minoría. El descontento era mayúsculo. Unos días después, Pompilio volvió a escribir: Querido pueblo mío, debéis moderar vuestros hábitos alimenticios, menos gula, porque Pan hay. A lo que el pueblo respondió: ¡Pompilio Maldito!, ¡Animal!, ¡Desgraciado! Otro día Pompilio nombró ministro de justicia a un Pastor Alemán y lo anunció por el artilugio, a lo que el pueblo respondió: ¡Pompilio Loco!, y comenzaron también a circular chistes sobre las primeras medidas del nuevo ministro con las que el pueblo se rio mucho y que terminaron por opacar aquellos lejanos mensajes en los que el pueblo denunciaba la falta de Pan. A la semana siguiente Pompilio, siguiendo los consejos de El Asesor, se buscó una amante muy fea; ¡Pompilio Ciego!, ¡innoble!, ¡enjendro! le escribía el pueblo. Y vengan chistes sobre la amante de Pompilio y las imaginadas intimidades de la pareja En víspera del día del reino, Pompilio anunció la prohibición en todo el territorio de saludar con la mano derecha, de caminar hacia atrás por las aceras estrechas y la obligación de ayunar los días de fiesta. La gente comentaba la tontería de las medidas desde la comodidad de sus casas, despotricaba de Pompilio, pero permanecía mansa a pesar del hambre. Otros incluso, recurriendo al patriotismo, comenzaron a proponer mejoras a Pompilio, como ampliar los días de fiesta para combatir el hambre ficticia o prohibir también caminar de lado por las aceras con el objetivo de evitar aglomeraciones.

Pronto Pompilio pudo comprobar cómo su intuición se convertía en una idea factible y ampliamente imitada por otros reinos. Gobernó muchos años a un pueblo manso simplemente con el recurso del Circo. Cuando años después su hijo Tulio le preguntaba, Padre, y por qué tiene que ser circo, por qué no sólo pan. Su padre le reprimía con paciencia… Querido hijo, si sólo tienes que aprender una cosa para gobernar, apréndete ésta, o es sólo circo o no es ninguna.