Influencers

web-camLos youtubers son habitualmente influencers. Así, en genérico. Y como los famosos de otras épocas viven de tener followers. Éstos no son especialmente exigentes con los youtubers —que no tienen por qué realizar algo extraordinario para destacar en sus canales pero sí se sienten atraídos por algo que todos los que terminan ganando popularidad tienen en común: su capacidad de empatizar. La gran diferencia con el pasado, es que estos influencers ya no están por encima de sus followers sino bastante a la par.

Hay youtubers de todo tipo aunque no no todos con influencia. Por ejemplo, me llaman la atención los especializados en unboxing, una cosa rara pero útil. También los que hacen reviews de lo que haga falta y que vienen muy bien cuando no puedes hacerlo por ti mismo. Pero los que me resultan más curiosos —curiosidad antropológica— son los que trasmiten partidas de videojuegos y las comentan. Para gustos colores y no pasa nada. A todos los efectos es lo mismo que hace un Chef cuando cocina en la tele o se hacen realities gastronómicos; una una variante bastante contradictoria porque se trata de cosas que no podemos apreciar en los dispositivos actuales, como olores y sabores pero todo se andará.

Sin embargo, lo que me resulta entristecedor del fenómeno es que algunos youtubers terminarán teniendo el mismo potencial de influencia que los futbolistas de élite y que, como ellos, terminarán seguramente desaprovechándolo. No digo que alguien que destaque y haga dinero tenga algún tipo de obligación moral para con la sociedad; realmente lo único que les pido a los deportistas es que recuerden que los partidos también los ven niños. Pero creo que cuando uno tiene un privilegio y logra sobrevivir al duro karma de la fama repentina, debería hacer alguillo más.

Entiendo que a todos los efectos, estos nuevos fenómenos de masas no son más que otro aspecto del negocio del entretenimiento. Uno soportado en tecnologías en evolución y enfocado primero a la juventud. Pero qué pasaría si los youtubers-influencers hicieran pequeños gestos adicionales… Estamos tan faltos de buenos modelos, de gente proba, de un mínimo de sentido de ciudadanía, que creo que a Occidente le tocará inventárselos como en otro tiempo se inventaba a los superhéroes. Antes y ahora, las personas que logran fama son, esencialmente, buena gente y esa misma fama les termina estragando la vida que, como sabemos, requiere de altas dosis de sosiego, normalidad e intimidad que la mayoría no valora. Tal vez sea algo descabellado pedirle que ejerza influencia de forma positiva a gente sometida a la vorágine, pero por pedir que no quede.

A pesar de la tecnología, seremos siempre los mismos. Parece que la evolución ya hizo su trabajo y que lo que tenemos en el cerebro no difiere mucho de lo que teníamos hace miles de años. Pero los cambios «a mejor» de los que hemos sido capaces como especie, siempre requirieron de gente singular a la que creer y seguir. Si hoy la influencia se puede ejercer desde la habitación1 de tu casa conectado a la red, pues venga, pero con algo de responsabilidad social, pues la fama, como la capacidad de influir en los demás, no es para siempre, pero sus efectos casi que sí.


Nota del cartero:
Esta nota fue un desastre en su versión original y la he retocado dos días después. No cambia la esencia, sólo el estilo que en su primer intento estuvo atrofiado por el exceso de ruido ambiente y poca claridad de espíritu. Como lo normal es que nadie leyera la anterior, creo que ni se notará.

1.- Tampoco esto cambia mucho. Algo parecido han hecho los influencers pretéritos cuando escribían un libro desde un gran despacho o una fría guardilla.

 

Involución

typewriter-2Mi madre hablaba por teléfono haciendo garabatos en un papel. Normalmente usaba el que tuviera a mano, por lo que los márgenes de la pequeña libreta donde apuntaba los teléfonos era una víctima habitual que terminaba decorada con cuadritos y rayitas hechas a boli. Creo que lo hacía porque muy en el fondo le resultaba poco natural hablar con alguien sin tocarlo. Es lo mismo que sigue haciendo el cerebro de mucha gente cuando sonríe o hace gestos que su interlocutor no puede ver cuando habla por teléfono, pero que puede percibir en el tono de la voz. También están otros, normalmente hombres, que caminan de un lado para otro mientras dicen sus cosas al aparato.

Es como si una necesidad motora cerrara el círculo de lo intangible. Con tanto receptor distribuido por toda la piel, el no palpar algo se hace raro. Casi todas las tareas básicas para las que fuimos diseñados por la evolución incluyen el tacto. Sin embargo, sería interesante estudiar —alguna universidad impronunciable lo habrá hecho ya— el efecto que tiene el no haber forjado un recuerdo táctil para algunas tareas cotidianas, como le está pasando a las nuevas generaciones. No han podido vivir el tacto como recurso expresivo en su relación con la tecnología.

Pongamos por caso la capacidad expresiva de un teclado. Escribir a máquina mecánica era una placer. Sentías como si cada letra contaba porque había más sentidos involucrados, como el oído y el tacto. Luego, cuando se evolucionó a las máquina eléctricas —entre las que se encuentra la entrañable IBM Selectric—, la sensación cambiaba aunque se mantenían los principios ya que oías y sentías las letras, sólo que con menos esfuerzo. Más adelante, con los teclados de ordenador, el componente mecánico se seguía manteniendo aunque cada vez más diluido, hasta que hoy en día escribirnos ante la levedad de los teclados virtuales de una pantalla. ¿Qué perdimos en el camino? El placer de golpear más fuerte una tecla, como una forma de enfatizar para nosotros mismos. Golpear con un punto una frase final y contundente no tenía precio.

Pero es en la evolución del teléfono donde creo que hemos perdido más. Aunque aún en el mundo real podemos darnos el gusto de un portazo como medio de expresión para decirle más a alguien de lo que podemos expresar con palabras; hemos perdido el colgar con saña un auricular físico para, mecánicamente, mandar a alguien a la mierda, otra cosa que no tenía precio.


Nota del Cartero:
Unos de mis compadres reflexionaba sobre este asunto más de diez años atrás; en una época en la que los móviles aún tenían teclas física… ¡a lo que hemos llegado!

Lazo afectivo

pencil-y-cuadernoHace unas tardes escuchaba en una antigua entrevista a José Luis Sampedro. En ella hacía un pequeño inciso sobre la educación y apuntó esta idea: La enseñanza requiere de un lazo afectivo para ser eficaz. Podría un servidor parar aquí, pero, como dirían en las asociaciones anónimas, quiero dar testimonio.

Lo primero que quisiera resaltar es la referencia que hace Sampedro a la enseñanza, a ese aspecto del proceso educativo tan dejado de la mano de Dios y ante el que muchos docentes claudican haciendo que simplemente sea un reflejo de su personalidad. La falta de técnica al enseñar es una de las primeras cosas que afecta el aprendizaje, especialmente de discentes que reaccionan a las deficiencias de quien enseña con miedo o, peor aún, aburrimiento. Eso termina generando un rechazo que a la larga se convierte en prejuicio, particularmente, hacia la complejidad típica de áreas del conocimiento como las ciencias exactas. Casi todos nos hemos enfrentado a ello.

Sin embargo, es en ese lazo afectivo donde más abiertamente fallamos, porque la palabra afecto suele interpretarse casi siempre en relación a las pasiones del ánimo más positivas, como el amor y el cariño, que son vistas como posibles grietas en la rigurosidad de la educación, ya que podría restar objetividad y dar lugar a una laxitud: La del profe bueno porque no exige. Pero hay otra acepción de afecto que se alinea más con lo que Sampedro desarrolla luego y que el DRAE define como Perteneciente o relativo a la sensibilidad, y que yo asocio más al respeto.

El respeto es una forma de afecto y, si ni lo das ni lo recibes, muy probablemente no aprendas cuando te enseñen. Los peores profesores de los que tengo memoria exigían un respeto protocolario —el modelo en el que fui educado—, pero no lo devolvían al alumno. Por eso, entre otras cosas, no tengo un especial interés por la biología, ni la química. Yo estudié con la versión azul de “Ciencias Biológicas – De las moléculas al hombre”, un libro de emocionante lectura que mi profesora destruía hoja a hoja cuando explicaba las cosas en clase humillando activamente nuestra ignorancia y complicando lo que el autor tan claramente exponía. No existía, obviamente, el lazo afectivo de Sampedro. Nadie buscaba amor y cariño, simplemente respeto.

En otros aspectos tuve más suerte. Y eso tienen su parte mala, que se dejara al azar, que el profesor que te tocara respetara a los alumnos y se ganara así el respeto de los mismos. En el bachillerato me fue difícil aprobar ciertas asignaturas, como matemáticas o física, pero desarrollé por ellas una admiración equivalente a la que sentía por los profesionales que me las impartieron. Y otras, con las que de forma natural terminé sintiéndome más a fin, lo fueron especialmente por la marca que dejaron los profesores cuando me abrían las puertas a ellas: unos profesionales especialmente sensibles y respetuosos a la par que exigentes; que me forzaban a hacerme preguntas y que no me humillaban ante el error.

Puede que algunos gurús de la educación terminen desarrollando técnicas que sustituyan al profesor como fuente de conocimiento y lo releguen a una posición de acompañante pasivo del proceso. Hay estadísticas muy favorables que respaldan esta aproximación, pero considero que nada puede sustituir a la eficacia que el lazo afectivo otorga a un humano que le enseña a otro sin más intermediación que el respeto.

Llámenme antiguo.