El último divo

Juan_Gabriel_en_El_Palacio_de_Bellas_Artes_coverCuando me aprendí de memoria Lágrimas y lluvia, rondaría los cuatros años y aún era hijo único. Como mis padres trabajaban, me dejaban al cuidado de Otilia, una muchacha de frontera, cómplice y responsable que no podía vivir en silencio. El aparato de radio estaba siempre encendido, acompañando cada actividad de nuestra jornada juntos. Había música al desayunar, al jugar, mientras me preparaba unas tajadas de plátano maduro con queso o lavaba a escondidas su ropa íntima. La mayoría de las veces a las canciones se les dejaban estar, a lo sumo se tarareaban. Pero cuando echaban un éxito, especialmente de los añejos, todo se detenía para cantarlo en condiciones; gesticulando el dolor ajeno o bailando la alegría de un coro pegadizo. De niños somos muy permeables a la intensidad.

Esta canción en especial forma parte de un género muy escaso que me gusta llamar nana de despecho. Es poco habitual, porque precisa de una dotación instrumental que a veces se aleja de la tradición y se acompaña de un Mariachi, con solos de trompeta asordinada y acoples de órgano Hammond. Pero especialmente, porque requiere de una interpretación apocada y sensible, que no encaja en lo absoluto con el estereotipo de vozarrón viril mejicano. Por eso, es una canción que sólo podía cantar Juan Gabriel, una excepción artística y representante de una estirpe, la de los divos auténticos, a quién, precisamente por ello, todo se les perdona. Incluso la muerte.

Veinte años después, durante las largas jornadas que un compadre y yo dedicábamos a un proyecto -de esos que te cambian el rumbo de los acontecimientos- nos solíamos acompañar, sin proponérnoslo (o sí), por una selección ecléctica de música con la que alcanzábamos la velocidad de crucero y que sólo tenían en común, visto en retrospectiva, el estar interpretada por divos. Era lo único que podía explicar que alternásemos el soberbio History de Michael Jackson, el Queen Greates Hits (del 81 y del 91) y el Juan Gabriel en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, el bueno, el de 19901.

Décadas más tarde, habiendo dado paso a menos música que antes, y a que el silencio haya sustituido a los decibelios para logar concentración; descubro que el helecho creativo de Juan Gabriel se ha apagado hoy sin aviso previo. Cosa que, por otro lado, no debería extrañarme: Es así como se mueren los divos.

Como agradecimiento a tantas horas de su compañía musical y de recuerdos de intensidad, reproduzco el elegante y cercano brindis que hizo, casi al final del concierto, con un público entregado en esas memorables jornadas en Bellas Artes.

¡Salud! Que cuando nos vaya mal, nos vaya como esta noche.

 


  1. Puedo agregar una incorporación tardía, el Euforia del 96, un gran directo de Fito Paez y una mala noche del ingeniero de sonido. Lástima.