Cuento de Navidad

Sí, me duele y mucho señorita, pero sólo cuando camino. Sor Inés me dijo que entonces no caminara, pero el doctor me mandó a caminar por lo del colesterol; y entre el médico y Sor Inés, que no tiene estudios, pues usted dirá. (¿Le molesta que le llame señorita? es que la veo tan joven… no me sale un trato distinto aunque usted sea médica, es que sin verle canas no me sale.) No, esa está bien, es sólo la derecha, lo de la fiebre poca, eran sólo unas décimas en la víspera, por lo que no me mandaron para acá hasta hoy.

Del cuerpo bien, dos veces al día, a veces tres, y de un verde conmovedor sabrá usted. Con la cantidad de monte que nos dan, no se podía esperar otra cosa. Nos dicen que la carne nos sube el ácido úrico. ¿Qué le parece a usted? una comida de navidad sin cordero. Yo le digo a mi hijo que es una desgracia que mi generación se haya tragado el sapo de haber perdido una guerra para hacer una democracia y no poder comer cordero en noche buena. Vamos, que sea una de las pocas conquistas de los perdedores y que en la residencia nos las quitan sin más. Parece que las armas de la vejes son más fuertes que las de la guerra.

De todas formas lo peor de la navidad, no es la soledad, que ya estamos acostumbrados, ni estos achaques del demonio, a los que también, si no que las benditas monjas sólo nos dan turrón del blando. Que tienen razón, que no hay dientes para otra cosa, pero es otra desgracia. No se imagina usted señorita.

Doña Carmen, la sicóloga, nos dice que hay que combatir la depresión de estas fechas con los buenos recuerdos, pero cómo se va acordar uno de cosas bonitas de las navidades de la infancia cuando lo único que puede comer es turrón del blando.

Mi nuera, que es un sol, me lo rayaba, así yo lo mareaba un poco en la boca y me hacía a la idea, pero mi hijo me dijo una día que no la aguantaba una hora más (lo mismo que me dijo mi nuera de él). Ahora me trae cada dos o tres meses una distinta. Son muchachas sin guáramo para soportar el olor de una residencia.

Sí, allí me operaron de piedras en el riñón, esa es una hernia… me pusieron unas mallas. Eso es de hace unos días, nada grave, es que nos ponen a colaborar entre todos para montar el belén, pero como yo no creo en curas, lo hago a disgusto. Mi padre tampoco creía en curas… ni en los médicos (con perdón), pero yo si, no se preocupe. A mi los reyes me traían una naranja porque era el menor. A mis hermanos nada, porque no había. (¿Tiene usted hijos?) Yo la guardaba hasta el verano y se secaba y arrugaba como yo ahora. Siempre me han gustado las cosas que le dan nombre al color que tienen y la naranja la primera. Con tanto ocre de mi tierra, me sentía todo pintorreado con la naranja en mi mochila.

Pues esta noche la pasa con nosotros Eladio, no está esa pierna para mucho baile de noche buena. ¿Avisamos a su hijo?. Enfermera… lo subimos a planta, con un optimista de compañero, si es posible. Lo hidratamos; Nolotil según lo que pongo aquí… y esto último que se agencien en la cocina que ya me hago responsable: 40 gramos de turrón de Alicante rayado. A recordar Eladio, que es Navidad.

Cuento de Navidad 2009
Cuento de Navidad 2008
Cuento de Navidad 2006
Cuento de Navidad 2005
Cuento de Navidad 2004
Cuento de Navidad 2003

El poder de las conferencias

Habré asistido a unas cien conferencias en el transcurso de mi vida. La gran mayoría de ellas antes de cumplir los veinticinco años. (Puede parar aquí querido lector, porque todo lo demás tiene un repelente tufo a niño egocéntrico con pantalones cortos a rayas). Tuve mucha suerte. Crecí en un ambiente rural con pretensiones. Durante el bachillerato disfruté de los últimos coletazos de las iniciativas de una vieja guardia de profesores que estaban convencidos de que la instrucción era insuficiente y que había que educar.

El truco de la asistencia obligatoria funcionó perfectamente. Había que hacerlo así, de hecho, todo el ciclo formativo es intrínsicamente obligatorio por algo. Pero luego, poco a poco, le fuimos cogiendo el gusto como una actividad más en la que los invitados intentaban mantener atentos a gente cuya atención tenía un alto precio.

Mucha más suerte tuve en la universidad, porque logré estudiar en una que no podía pagar. Mi universidad contaba con un amplio programa de conferencias anuales que comenzaban el primer día de clases y trataban un amplio abanico de temas.

Gran parte de mi cosmovisión actual se formó a lo largo de esas conferencias. La gran ventaja que tenían sobre el resto de los mecanismos de enseñanza-aprendizaje es que no tenían como finalidad una evaluación de conocimientos, sino simplemente la estimulación de la curiosidad y esa sensación fantásticas de realizar cruces entre temas que, a priori, no tienen nada que ver con otros.

Algunas conferencias tuvieron aplicación práctica directa, otros ayudaban a conformar los intangibles, como mi esquema de valores.

A medida que he envejecido, me he quedado sin tiempo y facilidades para poder mantener un ritmo de asistencia similar a la de mi juventud. Afortunadamente, la curiosidad y necesidad de escuchar a otros hablar de lo que saben se ha mantenido intacto. Para saciarlos, recurro a múltiples sitios que fungen de archivos mediáticos de conocimiento. Hoy os dejo dos:

Todas las conferencias de la Fundación Juan March desde 1975.
El estupendo sitio de las conferencias de la organización TED.


—-
Nota del Cartero:
En la mayoría de los países no anglosajones, las conferencias son gratuitas. Si tiene tiempo, a alguna.

Dependencia y confianza.

El concepto de independencia es impreciso aunque curiosamente tiene connotaciones positivas. Es una de esas palabras en la que su esencia pocas veces se ve reflejada en la realidad a la cual se aplica. La independencia, en casi cualquier ámbito, es una utopía, un auto-engaño o, en el mejor de los casos, una sensación. Ser independiente es (para un individuo, una empresa o un país) prácticamente imposible.

Me enteré de ello en el escenario más extraño posible: En un retiro espiritual obligatorio cuando tenía diez años. Como me aburría a mares, lo único que me atraía era que se realizaba en un recinto de un silencio inusitado, que aturdía. Para mitigarlo, pues, pensaba. Una monja dijo, en medio de una actividad, que todos necesitamos de todos, intentado argumentar en contra de un pecado capital, la soberbia.

Entonces me dije, pues vale, no podemos ser independientes jamás, porque dependemos los unos de los otros (hoy voy de Perogrullo). Lo que podemos hacer en todo caso, es minimizar la dependencia.

Para vivir con la falta de independencia, nos hemos creado un concepto más débil aún: la confianza. Los individuos y las sociedades confiamos más de lo que imaginamos: Nos comemos un yogur confiando en que el fabricante (un desconocido) ha tomado todas las medidas necesarias para que no nos caiga mal; disfrutamos la comida de un restaurante confiados en el buen hacer del cocinero; conducimos nuestro coche confiando en que los demás conductores respetarán las reglas; ingerimos medicamentos, aceptamos las recomendaciones de los médicos y hasta ponemos nuestro dinero en el banco basados en algo tan poco concreto, como la confianza.

Así las cosas, sigo sin entender, porqué sigue fomentándose el concepto de independencia en estado puro, cuando el gran olvidado subyacente es la confianza, que nadie nos enseña a cultivar y administrar, sobre todo, la que cada uno debe tener en si mismo.

Se me antoja pensar que sólo la confianza (personas, organizaciones y países) permite acercarse a la sensación de independencia, siendo ésta lo más parecido al concepto de límite en matemáticas: (tomaré la definición del DRAE por sencilla)

En una secuencia infinita de magnitudes, magnitud fija a la que se aproximan cada vez más los términos de la secuencia. Así, la secuencia de los números 2n/(n+1), siendo n la serie de los números naturales, tiene como límite el número 2.

Será por eso que los sistemas educativos de los países más “independientes” (principalmente por su capacidad de innovación) se preocupan de formar a individuos capaces de confiar, inicialmente, en sus propias capacidades.


—-
Nota del cartero:
A propósito del enésimo intento de reforma educativa española, centrada una ves más en los contenidos en lugar de los objetivos.