Espurriéndose

Hay días en los que despierto con la mente despejada, sin sueño y un deseo intenso de haber nacido diplomático japonés. Se que son vainas mías, pero los diplomáticos japoneses se me antojan ritualeros: veo a un asistente que le despierta corriendo lentamente las cortinas de su habitación mientras le pregunta que tal ha dormido el señor. Acto seguido, le acerca un resumen de la prensa del día y deja sobre una mesita de cedro caramelo, una taza de café, zumo de manzana golden y unas magdalenas aderezadas con arona de te verde.

Pero la realidad tiene días como éste, en los que la gente vuelve de vacaciones y todas las tertulias de la radio hablan de síndrome postvacacional: Del volver a coger la rutina del trabajo, los atascos matutinos y los rituales del despertar. ¡Ah! rituales del despertar que casi nadie tiene, porque despertarse hoy en día es lo más parecido a una carrera contra reloj.

El ritual matutino no tiene nada que ver con la hora a la cual se efectúa el despertar, sino el proceso que acompaña la activación de los sensores que alimentan el cerebro. Dependiendo de la configuración genética, algunos humanos realizan la activación de estos sensores a mayor o menor velocidad. Otros, sin embargo, pasan el día entero sin activarse del todo.

Lamento que los rituales del despertar no figuren dentro de las reivindicaciones de los sindicatos y que no se haya convertido en una conquista equiparable a las vacaciones pagadas. Es triste, por ejemplo, que haya gente que descubra el remoloneo matutino sólo cuando se jubila – con el consecuente arrepentimiento de no haberlo practicado antes – y otros que en su vida hayan experimentado, otro ejemplo, la autocontemplación detallada ante el espejo sin los apuros de un reloj que define la hora límite a la que tiene que salir de casa para no llegar tarde al trabajo.

Vale, los diplomáticos japoneses no tienen ese problema, porque no necesitan trabajar para vivir, pero creo que un buen despertar es algo que podría estar al alcance de todos. Recuerdo que de pequeño, instintivamente, realizaba un estiramiento (espurrimiento, en español castizo) antes de saltar de la cama, sana custumbre que he perdido de adulto y he transferido al momento en que salgo del coche al llegar al trabajo.

Aquí en el segundo mundo, donde muchas de las necesidades básicas están satisfechas, a la gente le da por arropar iniciativas excéntricas para ejercer su derecho de manifestar, así que vamos a ver si organizamos una plataforma pro-ritual-del-despertar para mejorar la calidad de vida.

Buenos días.

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espurrir.

(Del lat. exporrigĕre).

1. tr. Ast., Burg., Cantb., León, Pal. y Zam. Estirar, extender, especialmente las piernas y los brazos. U. t. c. prnl.
2. prnl. Ast., Burg., Cantb., León, Pal. y Zam. desperezarse.
3. prnl. Ast. Dicho de una persona, de un animal o de una planta: Crecer de modo perceptible.

Pequeñas Tragedias Veraniegas VIII

Elena odia el verano. Sus axilas son un manantial amazónico por estas fechas y le obligan a irse de expedición cada media hora al aseo de señoras para cambiarse unas improvisadas compresas de papel de cocina superabsorbente. Trata de achicarse el sudor antes de inundarse de vergüenza.

Renunció a las camisetas de tirantes desde la pubertad y, mientras sus congéneres se exhiben graciosas ante el calor, Elena ha tenido siempre el aspecto estival de una novicia austriaca.

Ha probado sistemáticamente todas las marcas y colores de desodorantes anti transpirantes, llevando con disciplina científica las anotaciones de sus pruebas en una libretita de hojas cuadriculadas: Principio activo del producto, hora de aplicación, espectro de protección, temperatura ambiente, humedad relativa del aire, velocidad del viento. No dejó nada al azar. Incluso – más por curiosidad que por fe – comenzó a realizar sus propias combinaciones con remedios caseros que incluían el zumo de dos limones dejados al sereno, leche magnesia y aceite esencial de árbol de té.

Elena tiene en la resignación el sentimiento favorito para afrontar la timidez de sus glándulas sudoríparas, que en lugar de distribuirse a lo largo de su cuerpo, se empeñaron en el absurdo de esconderse todas juntas en un sitio en el que todo el mundo pudiera verlas.

¡Que vaina con los pobres!

Ser civilizado no consiste en reprimir los instintos animales que nos impulsan, por ejemplo, a partirle la cara a más de un patán de los que pululan por la vida. Consiste más bien en percatarse de las consecuencias que tendría el partirle la cara y no hacerlo. Lo que son las ganas, no te las reprime nadie.

De los distintos seres que sirven de catalizador para esos sentimientos, los del perfil ruin son los peores. Ayer por la tarde, uno de éstos, me llegó por detrás mientras esperaba en una cola para entrar a un parking, abollando el parachoques trasero de nuestro humilde vehículo. Leve, como ha puesto en su informe el perito, pero abolladura al fin.

El zafio conductor se bajó a la defensiva diciéndome que eso no era nada e invitándonos a dejarlo así y seguir por la vida. Empeoró su actitud, cuando le requerimos los datos de su seguro para hacer el parte del accidente. Me produjo consternación sobre todo, por no decir suprema Arrechera, lo que el pobre ser nos soltó, que en venezolano vendría a ser algo como: ¡Que vaina con los pobres! la gente rica no tenemos esos problemas ni nos preocupamos por estas tonterías.

Mi novia, que para estas cosas tiene mucha sangre fría y respuestas contundentes, mantuvo la calma mientras tomaba nota de los datos del seguro y el tipejo nos mostraba billetes en fajo, nos decía que hablaba siete idiomas, denigraba de las mujeres españolas, de un país de mierda y demás faltas de respeto con vocación desestabilizadora.

Yo por mi parte deseaba, por primera vez en mucho tiempo, estar en mi país para tomar ventaja de algo; por ejemplo, partirle la cara a tipos como éstos, con la impunidad que ofrecen las democracias demergentes. Pero esta mañana reflexioné y caí en cuenta de la estupidez de mi deseo, porque en mi país, como en casi todo el mundo civilizado (sic), ante una situación similar, la patanería de la opulencia chabacana sabría cómo salir ganando.

Así que reformulé mi deseo con lo típico: Las ganas de tener poderes mágicos para convertir a los energúmenos en merluzas.