Cuento de Navidad

A pesar de ser hombre, Abel ha desarrollado la habilidad de reconocer la voz de Aurelio, entre el estruendo de gallinero en el que se convierte cada tarde la salida del colegio. María rara vez ha encontrado un trabajo que le permita hacerlo, con lo cual, buscar al niño es la tarea doméstica con la que Abel más disfruta; con la única por la que se inclina hacia la descortesía ante quien intente ponerla en peligro. Más de una vez ha dejado con la palabra en la boca a su jefe cuando éste le monta una encerrona justo en las inmediaciones de su hora de salida.

El de Abel y María ha sido siempre un amor austero. Se conocieron donde se conocen con éxito todos los protagonistas de las comedias románticas americanas: En la cola del supermercado. Cuando lo cuentan, Abel suele recordar la sensación de desnudez que experimentó cuando el contenido de su compra de soltero desordenado, quedó expuesto ante la chica más guapa del mundo. Nunca unos cereales multicolor, unos yogures a punto de caducar, y tanto animal marino enlatado habían provocado tanta vergüenza. Pero María sonrió – como lo hace toda mujer al ver a un hombre desnudo – mientras sacaba de su carrito una compra casi idéntica, con la excepción de que todo era Light, bajo en grasas y rico en fibra. Abel respiró tranquilo, ya no tendría que preguntar si tenía novio.

Para cuando Abel se enteró del embarazo ya hacía dos semanas que le decía Te quiero. Se pasaba las horas atizando el sentimiento con la esperanza de hacerlo brotar con la misma intensidad de los ojos de María. Así que no le importó en absoluto, tenía la certidumbre que provoca el miedo cuando funge de antídoto: Se casaron con oposición y sin pompa, siendo la comidilla del barrio, estando en boca de todos con ese tono bajito con el que por igual ungían a Abel o apedreaban a María.(y viceversa)

Así, desde el principio, la relación ha sido cosa de tres. No saben lo que es amanecer un domingo sin ser despertados por el hambre indómita de Aurelio y están tan curtidos que ya no se alarman cuando el placer de las caricias prontas al sexo se torna en somnífero, no por falta de ganas sino por el cansancio de ser padres a tiempo completo.

Abel, María y Aurelio son esencialmente felices. Nada les abastece tanto la existencia, como los rituales de la Navidad: escribir la carta a los reyes, esquivar las preguntas capciosas de Aurelio sobre la dudosa naturaleza de los mismos y hacer el belén. Fue precisamente mientras colocaba el buey cuando Aurelio les soltó este año que ellos tres eran como la familia del belén.

Abel intentó explicarle que había una gran distancia entre la sagrada familia y las familias normales. Y que por eso, debíamos aspirar más bien a ser como ellos, que Jesús siempre se portaba bien, que hacía los deberes y así toda una catequesis improvisada para atenuarle esos arranques, sobre todo para evitar que los fuese a soltar en público. Pero si algo sacó el niño de su madre, fue una tenacidad argumental de antología. Que no papi, que somos igualitos.

Contó que había estado hablando con una vecina que le dijo que Abel no era su padre y que éste había “recogido” a María estando ya preñada. Aunque palidecieron, sabían que algún día llegarían a ese momento, pero habían olvidado el terror que les producía barajar los escenarios de las posibles reacciones del niño.

No fue necesaria la asistencia psicológica, lidiar con complejos ni dar mayores explicaciones a Aurelio. Es bien sabido que la Navidad se inventó para que los milagros pasasen inadvertidos: Aurelio siguió sonriendo mientras terminaron de poner el belén, durante la cena de noche buena, el día de navidad y en las navidades del resto de su vida. Esencialmente feliz y tozudo, como de niño, ya que nadie pudo jamás quitarle de la cabeza, la excéntrica idea de que su familia era como la de Belén: Su madre una santa, su padre todo un Señor y él, hijo de alguien que nunca nadie había visto.

– – –

Nota del Cartero

Basado en hechos reales. 😉

Si bien en el primer mundo no es una historia común, en el Caribe Continental en el que crecí, fui testigo de muchas como éstas. En mi propia familia y en las de mi entorno. Así que sentí la necesidad de hacerles un cuento de homenaje. Aunque no poseo la técnica, espero que haya quedado medianamete bien escrito para ser digno de tantos Abeles, Marías y Aurelios que espero sean muy felices esta Navidad. Como también espero que lo sean ustedes, mis queridos lectores.

Cristina es mi viceversa.

A Cristina le encantan las películas de terror, en cambio yo las detesto. Me ponen malo. Pero eso no evita que yo haga un esfuerzo y la acompañe a los estrenos más sangrientos y viscerales (por lo de las vísceras, quiero decir) aguante el tipo y apriete fuerte mis ojos cuando cualquier niña llena de ternura, se le quedan blancuzcas las órbitas oculares y le brota una baba verde por las orejas. Yo la acompaño porque soy muy consecuente: Estamos juntos para las buenas y para las malas, aunque la mala me toque a mi. Si os fijáis con cuidado, eso nunca lo especifican en las relaciones inmobiliarias, sólo se habla de estar juntos.

A mi me encantan las ecografías, en cambio Cristina las detesta. La ponen mala. Pero eso no evita que sea solidaria conmigo y me acompañe a la clínica a sondear la intimidad de nuestro bebe a través de la exploración por ondas acústicas. Me acompaña, primero porque sería un poco difícil hacer la ecografía sin la madre y segundo, porque no le queda opción. Estamos juntos para las buenas y para las malas y como en mi caso con las películas de terror, ella lleva la exclusiva de la incomodidad y yo soy el solidario.

Algo parecido ocurre con la letra de la hipoteca. Debo ser fuerte e implorar el don de la resignación al ver que todo mi sueldo se va en pagarla, mientras el de Cris nos da de comer, nos viste, nos alumbra, nos cobija y nos lava. En ese caso, yo paso la mala y ella se solidariza… Siempre y cuando no le pida para los cigarros, las cañas, la Mecánica Popular o la Muy Interesante.

Les decía que a mi las ecografías me encantan. Vamos, me enternecen. Creo que producen ese efecto en mí porque para gente como uno, que no ha estudiado ecografía, son en esencia un acto de fe. Confiar que eso, que parece nieve de televisión, es en efecto tu hijo (o hija), es como creer en la Santísima Trinidad, que te cuesta entenderla pero que no te atreves a decir que no te enteras, por miedo al qué dirán. Cómo chistar cuando el médico sonríe y te dice que la mancha más oscura es la cabecita y que justo eso que te señala y asegura ver tan claramente, es una manito que te saluda. Por eso me limito a poner mi sonrisa de chimpancé nervioso y coger de la mano a mi Cris que implora el don de la resignación, aguanta el tipo y aprieta fuerte los ojos al tiempo que le embadurnan la tripa con un gel helado e hipoalergénico.

En concordancia con su cautela, Cristina nunca mira al monitor, sólo abre los ojos de vez en cuando para dejarme ver esa mirada de becerro destetado que sólo me regala en las ocasiones especiales. Porque su verdadero miedo reverencial es que de entre esa maraña indescifrable que aporta el ecógrafo, se reconozca en si misma la vesícula, un intestino, un hígado o un riñón y no pueda soportarlo. Porque eso sí que tiene mi Cris, sólo tolera ver las vísceras ajenas, las suyas le dan terror.

Vida inmobiliaria
Cristina se ha vuelto loca.
Cristina y el Porno (y Antonio).
Cristina ronca como un camionero
Pequeñas Tragedias Veraniegas III (Concepciones)
Somatizado

Del agua y otras abundancias

El desarrollo de la conciencia de la escasez es muy complejo, sobre todo en la sociedad occidental. Las formas primarias de dicho desarrollo, es decir, experimentar la escasez directamente a través de situaciones coyunturales como crisis económicas, guerras o desastres naturales no son muy habituales. Tampoco lo es el experimentarla mediante el esfuerzo que conlleva acceder a un bien. Quiero decir, puede que tengamos un bien en abundancia pero requiera mucho esfuerzo físico acceder a él y disfrutarlo. En esos casos, el tratamiento que damos a ese bien es el de escaso.

Cuando estas formas clásicas que nos permiten sentir un bien como escaso no se dan (experimentándola en carne propia) optamos por el valor económico del mismo para tratarlo como escaso. Es una especie de escasez virtual. Así, si un bien es caro – con un esfuerzo económico considerable para acceder a él – el tratamiento que daremos será similar al de la escasez clásica, incluso si este bien fuese abundante. Lo malo es cuando ocurre lo contrario.

El agua es mi ejemplo preferido. De pequeño en el pueblo sufríamos constantes cortes del servicio de agua por tubería. Agenciársela implicaba caminar grandes trechos con cubos tambaleantes, de forma que, para minimizar dicho esfuerzo se realizaba un uso óptimo del precisado líquido, como lo llamaban en la radio. Recuerdo bañarme, con lavado de pelo incluido con apenas una cubeta estándar.

Pero cuando el agua llegaba por las tuberías, aunque realizábamos acopio para estar preparados para el futuro, su uso puntual era como si fuese un bien abundante, sin siquiera cerrar la llave para enjabonarnos o cepillarnos los dientes, porque esencialmente el factor esfuerzo físico desaparecía.

Algo parecido ocurre en occidente con recursos como el agua. Es percibido como abundante y además, es barato. Me impresiona que sea considerablemente más barato que la luz, el teléfono o la gasolina. Vivimos como si nos sobrara, incluso yo mismo tiendo a sufrir de amnesia con respecto a lo que éste o otros recursos representaron para mi. En mi ciudad, por ejemplo, el verano pasado mientras los embalses se encontraban en niveles críticos, las calles se seguían limpiando con agua a presión.

¿Qué pasaría si las tarifas por consumo de agua fuesen similares a las del teléfono móvil? Probablemente, haríamos un uso un poco más racional de ella, porque, al sentirla en el bolsillo podríamos tratarla como escasa. Además, esto aportaría una modernización en la forma de tarificación del agua, que ya le hace falta. Imaginad tarifas por bloques de consumo donde el precio aumente en proporción al mismo, litros libres, mínimos mensuales (consumas o no) o promociones especiales. Por ejemplo, que en períodos de lluvia puedas acceder a un “dos por uno” o así. No sé, al menos algún impuestito de nada por la utilización suntuosa del agua, como para su uso en piscinas, jacuzzis, fuentes o jardines de gran tamaño.

De momento, esperaré sentado a que los de Greenpeace cuelguen unas de sus pancartas enormes en alguna sede parlamentaria del primer mundo auspiciando alguna iniciativa similar, si bien, querido lector, por más que jurungo el horizonte, no veo a ningún político dispuesto a mojarse.